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En aquel momento tenían Ikea a su izquierda, una mole iluminada con franjas azules y amarillas cerca de la parte superior. Miró a Caitlin, que estaba en el asiento del acompañante, agazapada sobre su teléfono móvil, concentrada en sus mensajes de texto. Llevaba escribiendo mensajes sin parar una hora, desde que habían salido de Brighton. La luz de los faros en dirección contraria le iluminaba la cara con un blanco resplandor amarillento fantasmagórico.

– ¿Te apetecerían unas albóndigas, cariño?

– Sí, claro -respondió Caitlin con desgana, sin levantar la vista, como si su madre le estuviera ofreciendo veneno.

– Estamos pasando por Ikea; podríamos parar.

Toqueteó el teclado unos momentos y luego dijo:

– A estas horas no estará abierto.

– Sólo son las ocho menos cuarto. Creo que abren hasta las diez.

– ¿Albóndigas? Puaj. ¿Quieres envenenarme, o algo así?

– ¿Te acuerdas de cuando vinimos en abril a buscar cosas para tu habitación? Entonces las comimos y te gustaron mucho.

– He leído cosas sobre las albóndigas en Internet -dijo Caitlin, de pronto más locuaz-. Están llenas de grasa y porquerías. Ya sabes, algunas albóndigas tienen hasta trozos de huesos y pezuñas. Es como algunas hamburguesas: ponen literalmente la vaca entera en una trituradora. Todo, ¿sabes? La cabeza, la piel, los intestinos. Así pueden decir que es ternera cien por cien.

– Las de Ikea no.

– Ya, se me olvidaba que tú comulgas en el altar de Ikea. Como si su comida tuviera la bendición de algún dios nórdico.

Lynn sonrió, alargó una mano y tocó la muñeca de su hija.

– Sería mejor que la comida del hospital.

– Bueno, por eso no te preocupes. No voy a comer «nada» mientras esté en ese lugar de mierda -respondió, sin dejar de teclear-. De todos modos, acabamos de cenar.

– Yo he cenado, cariño. Tú no has tocado la comida.

– Lo que tú digas. -Siguió tecleando-. De hecho, no es cierto. He comido yogur -precisó. Y bostezó.

Lynn detuvo el Peugeot frente a un semáforo, levantó la mano un momento para poner el coche en punto muerto y luego volvió a apoyarla en la muñeca de Caitlin.

– Tienes que comer algo antes de irte a dormir.

– ¿Para qué?

– Para que estés fuerte.

– Estoy fuerte.

Apretó la muñeca de su hija, pero no hubo respuesta. Entonces sacó el mapa del bolsillo de la puerta y lo comprobó un momento. El tubo de escape repiqueteó contra los bajos del coche con la vibración. El semáforo se puso en verde. Volvió a meter el mapa en el bolsillo, cogió el pegajoso pomo del cambio de marchas, metió la primera y soltó el embrague.

– ¿Cómo te encuentras?

– Tengo miedo. Y estoy muy cansada.

Siguiendo el tráfico, volvió a cambiar de marcha, luego puso tercera y apretó la muñeca de Caitlin una vez más.

– Te pondrás bien, cariño. Estás en las mejores manos posibles.

– Luke ha estado mirando en Internet. Me acaba de escribir. Dice que nueve de cada diez personas que esperan un trasplante de hígado en Estados Unidos mueren antes de conseguirlo. Que cada día mueren en el Reino Unido tres personas que esperan un trasplante. Y que en Estados Unidos y Europa hay 140.000 personas que esperan trasplantes.

En su enfado, Lynn perdió de vista las luces de freno de los vehículos de delante y tuvo que dar un pisotón en el freno. Paró en seco para evitar chocar contra una furgoneta. «¡Internet! -pensó-. Me cago en la jodida Internet. Y me cago en ese imbécil de Luke. ¿Es que ese capullo descerebrado no tiene nada mejor que hacer que meterle miedo a mi hija?»

– Luke se equivoca -dijo-. Lo he hablado con el doctor Hunter. No es cierto. Lo que ocurre es que hay gente muy enferma a la que ponen en las listas de espera demasiado tarde. Pero no es tu caso.

Intentó pensar en algo más que decir y que no sonara condescendiente. Pero de pronto tenía la mente en blanco. El especialista les había dicho que «intentaría» ponerla en un puesto prioritario en la lista de espera. Pero con la misma inocencia había admitido que no podía garantizarlo. Y además tenían el problema añadido del grupo sanguíneo de Caitlin.

Siguió conduciendo en silencio, oyendo el constante repiqueteo de las teclas del móvil de Caitlin y el pitido ocasional que indicaba la llegada de algún mensaje.

– ¿Quieres que ponga música, cariño? -dijo por fin.

– No de esa que tienes en el coche, que da asco -protestó Caitlin, pero por lo menos lo dijo de buen humor.

– ¿Por qué no buscas algo en la radio?

– Bueno -Caitlin se echó adelante y encendió la radio. Las Scissor Sisters cantaban: I don't feel like dancin'.

– Ésa soy yo -dijo Caitlin-: hoy no me apetece nada bailar.

Lynn le respondió con una sonrisa irónica. A la luz fugaz de una farola, desde el asiento del acompañante, un fantasma flaco y asustado le devolvió una sonrisa nostálgica.

16

– ¡Bueno, bueno, mira quién ha venido! ¡Y esta vez has llegado antes incluso que las moscas! -exclamó Roy Grace mientras, seguido por la inspectora Mantle, rebasaba el puesto de guardia al final de la pasarela y saludaba, a su pesar, al reportero del Argus, periódico local de Brighton.

Daba la impresión de que, fuera la hora que fuera, del día o de la noche, Kevin Spinella siempre llegaba antes que ningún otro periodista, especialmente cuando había el mínimo rastro de muerte no natural.

O quizás era el propio rastro de la muerte. A lo mejor la nariz del joven periodista detectaba el olor de la muerte desde seis kilómetros de distancia, como las moscas.

O eso, o había encontrado algún modo de piratear el último sistema de codificación de las emisiones de radio de la Policía. Grace siempre había sospechado que tenía un contacto dentro y estaba decidido a descubrirlo algún día, pero en aquel momento estaba concentrado en algo completamente diferente. Quería llegar a la fiesta del superintendente en jefe Jim Wilkinson lo antes posible y enterarse de qué era lo que quería decir Cleo exactamente cuando le había dicho tan fríamente: «Quiero decírtelo cara a cara, no por teléfono».

¿Qué es lo que querría decirle aquella mujer a la que tanto quería? ¿Y por qué parecía tan distante? ¿Acaso le iba a dar la patada? ¿Decirle que había encontrado a otro? ¿O que iba a volver con su ex novio, aquel abogado capullo que había reencontrado la religión?

Vale, el tipo había ido a Eton, y Grace sabía que nunca podría competir con aquello. Cleo venía de un entorno diferente al suyo, de una clase completamente diferente. La familia de ella era rica, había ido a un internado y era una mujer de una inteligencia excepcional.

En comparación, él no era más que un poli tontorrón de clase media, hijo de otro poli de clase media. Y no tenía otras aspiraciones; aquello era todo lo que quería ser y lo que sería. Le encantaba su trabajo y sus colegas. No tendría problemas en admitir que, de poder congelar el tiempo, le gustaría seguir en su trabajo para siempre.

¿Se había dado cuenta Cleo?

A pesar de todos sus intentos por seguir sus estudios de Filosofía en la universidad a distancia, se estaba quedando rezagado. ¿Habría decidido Cleo que sencillamente no era lo suficientemente brillante para ella?

– Encantado de verlos, superintendente Grace, inspectora Mantle.

El periodista mostró una sonrisa radiante y fue a su encuentro. Por un momento sus rostros estuvieron tan cerca que Grace notó el olor de menta del chicle de Spinella.

– ¿Qué trae a dos agentes de tanta categoría al puerto en una noche fría como ésta?

El periodista tenía un rostro fino, unos ojos vivos y un corte de pelo moderno. Llevaba una gabardina beis típica de detective privado, con las solapas subidas, y un traje fino de verano debajo, además de una corbata con el nudo perfecto. Sus mocasines negros con borlas tenían un aspecto barato y chabacano.