– No parece que venga vestido para pescar -observó Lizzie Mantle.
– Para pescar datos -respondió él, que levantó las cejas socarronamente-. ¿O quizá para «dragarlos»?
A sus espaldas, el furgón del depósito emprendía la marcha. Spinella se giró a mirarlo un segundo; luego volvió a fijar la vista en los dos policías.
– ¿Podrían decirme algo al respecto?
– No en este momento -respondió Grace-. Puede que mañana dé una rueda de prensa, después de la autopsia.
Spinella sacó su cuaderno y lo abrió.
– Entonces podría ser otro cadáver encontrado en el mar. ¿Puedo citarle como fuente, superintendente?
– Lo siento, no tengo nada que decir.
– ¿Un funeral en el mar, quizá?
Grace pasó a su lado y se dirigió hacia su coche. Spinella le siguió, manteniéndose a su altura.
– Es algo raro que llevara unos bloques de cemento como lastre, ¿no?
– Tiene mi número de móvil. Llámeme mañana a mediodía -respondió Grace-. Puede que para entonces sepa algo.
– ¿Como la naturaleza de esa incisión en el cuerpo?
Grace se detuvo de golpe. Luego, haciendo un esfuerzo por controlarse, mantuvo el silencio. «¿De dónde habrá sacado eso?», pensó. Tenía que ser alguno de los miembros de la tripulación. Spinella era un maestro en extraerle información a un extraño.
Spinella esbozó una mueca, consciente de que había pillado al policía a contrapié.
– ¿Algún tipo de asesinato ritual, quizá? ¿Un rito de magia negra?
Grace pensó a toda prisa: no quería que en la edición de la mañana apareciera un titular sensacionalista que asustara a la gente. Pero lo cierto era que Spinella podía tener razón. Aquella incisión era muy extraña. Tal como decía Graham Lewis, se parecía mucho a la incisión que se realiza en una autopsia. ¿Sería cosa de un ritual?
– Vale, éste es el trato. Si se limita a escribir sólo los hechos básicos, que la draga ha sacado un cuerpo no identificado, mañana le daré todos los datos sobre el caso, en cuanto el forense haya sacado el agua clara. ¿De acuerdo?
– ¡El agua clara! -exclamó Spinella, asintiendo con la cabeza-. Muy propio, teniendo en cuenta dónde nos encontramos. ¡Me gusta! ¡Muy buena, superintendente! ¡Muy, muy buena!
17
Simona tenía hambre y estaba mojada. Llevaba horas caminando bajo la lluvia por las oscuras calles de la ciudad. Aquella época del año siempre había sido mala, ya que el frío hacía que la gente no saliera a la calle y escaseaban los turistas. Con un poco de suerte vendrían tiempos mejores las semanas siguientes, al acercarse la Navidad y empezar la temporada de compras.
Pasó junto a un banco que estaba cerrado, con las ventanas oscuras, y se preguntó qué haría la gente dentro de los bancos. La gente importante. La gente rica. Luego un hoteclass="underline" un portero la miró con mala cara, como dejándole claro que él protegía a la gente importante del interior de personas como ella. Luego pasó junto a un supermercado cerrado y observó, hambrienta, sus escaparates llenos de latas de comida y frascos de encurtidos.
Ni siquiera le quedaba pintura metálica para inhalar y combatir los pinchazos del hambre. Aquella misma tarde se había peleado con Romeo, habían discutido por la última botellita y la habían derramado, con lo que la pintura había desaparecido por una alcantarilla. Él se había ido, malhumorado, con el perro y los restos del frasquito, diciendo que se iba a casa para escapar de la lluvia. Pero ella tenía hambre y no había querido volver a meterse en aquel agujero hasta que encontrara algo de comida. Además, el bebé últimamente lloraba más que nunca.
Lo único que había comido desde el día anterior eran un par de patatas fritas, finas como cerillas, que había encontrado en un cartón tirado en el suelo cerca de un McDonald's. Por un momento se quedó pidiendo limosna a las puertas de un restaurante de aspecto caro, hipnotizada por los olores a ajo chisporroteante y a carnes asadas, pero toda la gente que salía con la ropa seca y cara satisfecha se subía enseguida a sus coches y le hacían caso omiso, como si fuera invisible.
A su lado pasaban coches, taxis y furgonetas que salpicaban agua. Ella siguió caminando, con las zapatillas empapadas, atravesando un charco tras otro, sin importarle. Enfrente tenía la Gara de Nord: en la estación podría guarecerse de la lluvia. Probablemente encontraría algún amigo, hasta que la Policía los echara a medianoche, y quizás incluso tuvieran algo de comida. O tal vez pudiera robar alguna chocolatina de la tienda de la estación, que aún estaría abierta.
Subió las escaleras y entró en la enorme estación término de Bucarest, que estaba tenuemente iluminada. En el suelo había algún charco que reflejaba la tétrica luz blancuzca de las bombillas de sodio que colgaban del techo, por pares, a lo largo de todo el edificio. Justo encima de su cabeza había un gran tablero electrónico en el que se podía leer: «Plecari-salidas». El reloj redondo de la pared marcaba las 23.36.
Allí se indicaban los destinos, con los horarios de la noche y de la mañana siguiente. Algunos eran ciudades de las que había oído hablar, pero había muchas que desconocía. La gente a veces hablaba de otros lugares. De otros países donde se podían encontrar trabajos en los que ganar un buen dinero y vivir en una bonita casa, y donde siempre se estaba calentito. Oyó el traqueteo metálico de las ruedas de un tren. Quizá podría subirse a un tren e ir a donde le llevara, y quizás allí no pasaría frío, habría mucha comida y no oiría el llanto de ningún bebé.
Pasó junto a la cafetería, cerrada a su derecha; tenía un rótulo blanco sobre azuclass="underline" Metropol. Sentado en el suelo, delante, había un viejo con barba que llevaba un gorro de lana, harapos y botas de agua. Bebía de una botella de algún tipo de licor. A su lado había un saco de dormir mugriento, y el resto de sus pertenencias parecían estar apretujadas en un carro de la compra con la tela a cuadros. El viejo la saludó con la cabeza y ella devolvió el gesto. Como la mayoría de la gente de la calle, se conocían de vista, no por el nombre.
Siguió caminando. A su izquierda había dos policías con chaquetas de color amarillo brillante. Eran dos tipos de aspecto mezquino; fumaban cigarrillos y parecían aburridos. Estaban esperando a que se acercara la medianoche, momento en que podrían sacar las porras y sacar de allí a todos los sin techo. A la derecha de Simona estaba el puesto de golosinas, muy iluminado. En el exterior había una máquina de café con un rótulo encima que decía: Nescafé. A los lados del mostrador, de color azul, pudo ver unos armaritos con refrescos y botellas de cerveza. Un hombre de aspecto elegante y de unos cincuenta años estaba comprando; parecía que quisiera vaciar la tienda. Llevaba una cazadora deportiva marrón, pantalones azules y unos lustrosos zapatos negros, y llenaba bolsa tras bolsa de paquetes de galletas, dulces, bombones, frutos secos y latas de refrescos.
Simona se quedó un momento pensando si había alguna posibilidad de agarrar algo, pero el hombre que dirigía la tienda ya la había calado y la observaba como un halcón desde el otro lado del mostrador. Si no la atrapaba, lo harían los dos policías, y no quería que le dieran una paliza. Aunque también era cierto que en la cárcel por lo menos estaría seca y le darían algo de comer. Pero luego se la llevarían a aquella casa, al orfanato.
En el orfanato la habían enviado al colegio y aquello le había gustado. Le gustaba aprender, sabía que tenía que aprender cosas si quería cambiar de vida. Pero odiaba el orfanato, las otras niñas perversas, el malvado director que le obligaba a tocarle, que le pegaba cuando se negaba a meterse su cosa en la boca y que la encerraba en una habitación, a oscuras, donde oía las carreras de las ratas, durante varios días seguidos.