Desde su ruptura con Mal, tenía la autoestima por los suelos. A sus treinta y siete años seguía siendo una mujer atractiva, y lo sería mucho más -tal como le decían muchas amigas, su hermano y su difunta hermana- si recuperara algo del peso que había perdido. Estaba demacrada, lo sabía; se daba cuenta sólo con una ojeada al espejo. Demacrada de tanto preocuparse por todo, pero sobre todo de los más de seis años que llevaba preocupada por Caitlin. Le habían diagnosticado una enfermedad del hígado al poco de cumplir los nueve años. Y daba la impresión de que las dos llevaban desde entonces metidas en un largo y oscuro túnel. Las interminables visitas a los especialistas. Los análisis. Los breves periodos de hospitalización allí, en Sussex, y los más largos, uno de ellos de casi un año, en la Unidad de Hepatología del Royal South London Hospital. Se había sometido a operaciones para insertarle stents en los conductos biliares. Luego a operaciones para retirar los stents. Innumerables transfusiones. A veces estaba tan débil por culpa de su enfermedad que se dormía en clase. Se volvió incapaz de tocar su adorado saxofón porque le costaba respirar. Y además, a medida que entraba en la adolescencia, Caitlin iba desarrollando más rabia y volviéndose más rebelde. Se preguntaba: «¿Por qué yo?».
Una pregunta que Lynn no podía responder.
Hacía tiempo ya que había perdido la cuenta de las veces que había estado sentada en Urgencias del Royal Sussex County Hospital, mientras los médicos atendían a su hija. Una vez, a los trece años, habían tenido que hacerle un lavado de estómago después de haberle robado una botella de vodka del mueble bar. Otra vez, a los catorce, se había caído de un tejado, colocada con hachís. Luego fue aquella noche horrible, cuando se había presentado en el dormitorio de Lynn a las dos de la mañana, con los ojos vidriosos, sudando y tan fría que le castañeteaban los dientes, y le había contado que se había tomado una pastilla de éxtasis que le había dado algún delincuente de la ciudad y que le dolía la cabeza. En todas esas ocasiones, el doctor Hunter había acudido al hospital y se había quedado con Caitlin hasta asegurarse de que estaba fuera de peligro. No tenía por qué hacerlo, pero él era así.
Y ahora la puerta se abría y entraba él. Un hombre alto y elegante, con un traje a rayas llevado con gracia, un rostro atractivo enmarcado en un cabello ondulado con algunas canas, y unos cálidos ojos verdes que quedaban parcialmente ocultos tras unas gafas de media luna.
– ¡Lynn! -la saludó. Su voz enérgica e intensa sonaba apagada de pronto-. Pasa.
El doctor Ross Hunter tenía dos expresiones diferentes para recibir a sus pacientes. Su sonrisa habitual, cálida, de quien está contento de verte era la única que había visto Lynn durante todos los años en los que había sido paciente suya. Nunca se había encontrado con su mueca contenida, mordiéndose el labio inferior, la expresión que guardaba celosamente y que no le gustaba nada lucir.
La que tenía en el rostro ese día.
3
Era un buen lugar para un control de velocidad. Los conductores que se dirigían a Brighton a trabajar cada día por aquel tramo de Lewes Road sabían que, aunque la velocidad estaba limitada a 75 kilómetros por hora, podían acelerar tranquilamente después del semáforo, y que no tendrían que volver a frenar por aquel tramo de dos carriles hasta llegar a la cámara, casi dos kilómetros más allá.
Los cuadros azules, amarillos y plateados del BMW de la Policía, aparcado en una calle transversal y parcialmente escondido tras una marquesina, se convertían en una desagradable sorpresa matutina para la mayoría de los infractores.
El agente Tony Omotoso estaba de pie en el lado más alejado del coche, apoyado en el techo y sosteniendo la pistola láser para dirigir el punto rojo a la matrícula delantera de los automóviles, donde se obtenía la mejor lectura de los coches que rebasaran el límite de velocidad. Apretó el gatillo sobre la matrícula de un sedán Toyota. La lectura digital dio 69 kilómetros por hora. El conductor los había visto y ya había pisado el freno. Ateniéndose a las normas, hay una tolerancia del 10 por ciento más dos por encima del límite. El Toyota pasó de largo, con la luz de freno aún encendida. A continuación apuntó a la matrícula de una camioneta Transit blanca: 67 kilómetros por hora. Luego pasó volando una moto Harley Softail, muy por encima del límite, pero no consiguió tomar la lectura a tiempo.
A su izquierda, dispuesto a salir corriendo en el momento en que Tony se lo dijera, estaba su compañero de la Policía de Tráfico, el agente Ian Upperton, alto y delgado, con su gorra y su chaqueta reflectante. Ambos se estaban congelando.
Upperton se quedó mirando la Harley. Le gustaban: le gustaban todas las motos, y su sueño era convertirse en agente motorizado. Pero las Harley eran motos de paseo. Su verdadera pasión eran las motos de carretera de alta velocidad, como las BMW, las Suzuki Hayabusa o las Honda Fireblade. Motos con las que había que inclinarse en las curvas para tomarlas, no sólo girar el manillar como un volante.
Ahora pasaba una Ducati roja, pero el conductor les había visto y redujo el ritmo hasta casi pararse. No obstante, estaba claro que no era el caso del destartalado Ford Fiesta verde que llegaba detrás, por el carril exterior.
– ¡El Ford Fiesta! -gritó Omotoso-. ¡Ochenta y cuatro!
El agente Upperton salió al paso del coche y le hizo señas. Pero voluntariamente o no, el coche pasó como un rayo.
– Muy bien, vamos -dijo, y deletreó la matrícula-; Whisky, Cuatro, Tres, Dos, Charlie, Papa, Noviembre. -Y se puso al volante.
– ¡Capullos!
– ¡Gilipollas!
– ¿Por qué no os ponéis a perseguir delincuentes de verdad?
– Sí, en vez de ir detrás de los conductores.
Tony Omotoso giró la cabeza y vio a dos jóvenes que pasaban con los hombros caídos.
«Porque cada año mueren 3.500 personas en las carreteras de Inglaterra, frente a las 500 que son asesinadas, por eso -habría querido decirles-. Porque Ian y yo despegamos cadáveres y fragmentos de cuerpos de las carreteras cada puto día de la semana, por culpa de imbéciles como ese del Ford Fiesta.»
Pero no tenía tiempo. Su colega ya había encendido las luces azules del techo y la sirena ya estaba sonando. Tiró la pistola láser al asiento de atrás, se puso delante, dio un portazo y empezó a abrocharse el cinturón, mientras Upperton pisaba el acelerador y se colaba en un hueco entre el tráfico.
Y ahora la adrenalina estaba haciendo su aparición, mientras sentía la presión de la aceleración en la boca del estómago y la columna apretada contra el respaldo del asiento. Desde luego, ése era uno de los momentos álgidos de su trabajo.
El sistema automático de rastreo de matrículas montado en el salpicadero pitaba, mostrando el historial del Ford Fiesta. El Whisky-Cuatro-Tres-Dos-Charlie-Papa-Noviembre no tenía pagados sus impuestos, no tenía seguro y estaba registrado a nombre de un conductor con antecedentes.
Upperton se echó al arcén y enseguida acortó distancias con el Fiesta.
Entonces llegó una llamada de radio:
– ¿Hotel Tango Cuatro Dos?
– Hotel Tango Cuatro Dos -respondió Omotoso-. ¿Sí?
– Tenemos un accidente de tráfico grave. Moto y coche en el cruce de Coldean Lane y Ditchling Road -dijo el operador-. ¿Pueden ocuparse?