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No, no quería volver allí.

Pasó junto a un andén y se quedó inmóvil un momento. Observó las luces de cola de un tren que se alejaba ganando velocidad. Un barrendero solitario, con una chaqueta amarillo fosforescente, como las de los policías, pasaba una escoba sobre la superficie húmeda y brillante del andén.

Entonces los vio, acurrucados en un rincón, medio escondidos tras un pilar de hormigón, y de pronto sintió un arrebato de alegría. Seis caras familiares -siete si contaba el bebé-. Se acercó a ellos. Tavian, alto y delgado, con un color de piel agitanado, fue el primero en verla y le sonrió. Siempre sonreía. En su mundo no había mucha gente que sonriera siempre, y a Simona le gustó que lo hiciera. Le encantaba su cara delgada y elegante, sus cálidos ojos marrones, sus gruesas cejas de hombre. Llevaba un gorro de lana azul con orejeras, una chaqueta militar de camuflaje sobre una cazadora de nailon gris y varias capas debajo, y tenía en brazos al bebé, que dormía vestido con un mono de pana y envuelto en una manta. Tenía diecinueve años y era su tercer hijo. Los dos primeros se los habían llevado al orfanato.

A su lado estaba Cici, la madre del bebé. Cici, que tendría diecisiete años, también sonreía constantemente, como si toda su vida fuera una gran broma que provocara risa. Era diminuta, y aún estaba hinchada tras el embarazo. Llevaba unos pantalones de chándal verdes que le venían grandes, y unas deportivas blancas tan nuevas que debían de haberlas robado aquel mismo día. Tenía la cara rechoncha y le faltaban un par de dientes. Llevaba puesta la capucha de la chaqueta, de rayas azules y blancas. A Simona le recordaba los dibujos de esquimales que había visto una vez, en una clase de geografía, en el colegio.

No sabía los nombres de los otros integrantes del grupo. Uno era un chico de aspecto amargado, de unos trece años, que llevaba un gorro de esquí de punto, una gruesa chaqueta negra, vaqueros y deportivas, y que nunca sacaba las manos de los bolsillos ni decía nada. A su lado se encontraba otro chico, que podía ser su hermano mayor. Tenía cara de comadreja, un bigote fino y unos mechones de pelo claro pegados a la frente a causa de la lluvia. Fumaba un cigarrillo liado a mano.

Había otras dos chicas. Una, la mayor del grupo, tendría unos veinticinco años y también parecía gitana. Tenía una melena larga, lacia y oscura, y la piel arrugada por los años a la intemperie. La otra, que tenía veinte años, pero que semejaba que tuviera el doble, estaba envuelta en una chaqueta forrada de borreguillo y llevaba unos voluminosos pantalones de fibra; sostenía un cigarrillo encendido en una mano. En la otra llevaba una bolsa de plástico con una botellita de pintura, que sostenía contra la nariz, inhalando y exhalando con los ojos cerrados.

– ¡Simona! ¡Hola! -le saludó Tavian, levantando la mano. Simona le respondió haciéndola chocar con la suya-. ¿Cómo estás? ¿Dónde está Romeo?

Ella se encogió de hombros.

– Lo he visto antes. ¿Cómo estáis todos? ¿Qué tal el bebé?

Cici la miró y se le iluminó la mirada, pero no dijo nada. Casi nunca hablaba. Fue Tavian quien respondió.

– ¡Hace dos noches se lo intentaron llevar, pero nos escapamos!

Simona asintió. Las autoridades hacían esas cosas: se llevaban a los bebés de sus madres, pero dejaban a las madres. Los metían en algún tipo de orfanato, como los que ella había conocido y de los que había huido repetidamente, desde que tenía unos ocho años y hasta tres o cuatro años atrás, cuando había conseguido mantenerse alejada de ellos de forma permanente.

Se produjo un silencio. Todos la miraban. Tavian y Cici sonriendo; los otros con la mirada en blanco, como si esperaran que trajera algo -comida, o quizá noticias-, pero ella no había sacado nada de aquella noche húmeda y oscura.

– ¿Habéis encontrado algún lugar nuevo para dormir? -preguntó.

La sonrisa de Tavian desapareció por un momento, y sacudió la cabeza, sin demasiado entusiasmo.

– No, y la Policía últimamente está peor. Nos pegan constantemente; nos obligan a ir de un lado a otro. A veces, si no tienen nada mejor que hacer, nos siguen por las noches.

– ¿Los que se intentaron llevar al bebé?

Él negó con la cabeza, sacó una colilla torcida de una caja y la encendió, acunando suavemente al bebé con el brazo libre.

– No, no son ellos. Llaman a alguien, a alguna unidad especial.

– He oído hablar de un buen lugar, donde hay sitio: por la tubería de calefacción -dijo Simona.

Él se encogió de hombros, con indiferencia.

– Estamos bien. Nos arreglamos.

Nunca había entendido del todo a aquel grupo. No eran diferentes a ella ni tenían más de lo que tenía ella. Podría decirse incluso que ella estaba mejor, porque al menos tenía un lugar adonde ir. Aquella gente era completamente nómada. Dormían donde podían -en callejones, al abrigo del porche de alguna tienda, o al raso, acurrucados unos contra otros para calentarse-. Sabían lo de las tuberías de calefacción, pero nunca recurrían a ellas. No lo entendía, aunque, por otra parte, había mucha gente a la que no entendía.

Como el hombre que se acercaba a ellos en aquel momento, cargado de bolsas de plástico. El hombre que había visto en el puesto de golosinas. Era de mediana edad, con una sonrisa algo petulante que al momento le hizo desconfiar.

– Tenéis aspecto de tener hambre, así que os he comprado algo de comer -dijo, y sonrió con entusiasmo, mostrándoles las bolsas.

De pronto todos se abalanzaron, lo apartaron a empujones y agarraron las bolsas. El hombre las soltó, satisfecho, y se quedó allí. Era de complexión fuerte, con un rostro agradable de persona cultivada y el pelo bien peinado. Tanto su camisa blanca con el cuello abierto como su chaqueta marrón, sus pantalones azul oscuro y sus relucientes zapatos parecían caros, pero Simona se preguntó por qué, en una noche así, no llevaba abrigo; sin duda podía permitirse uno.

Sólo retuvo una bolsa, esperando que la agitación se calmara y todos se retiraran, cada uno inspeccionando su inesperado botín, y se la entregó a Simona. Ella miró dentro y examinó aquel tesoro de golosinas y galletas.

– Por favor, sírvete. Cógelo todo. ¡Es tuyo! -dijo él, mirándola fijamente.

Ella metió la mano, sacó una chocolatina Mars, la desenvolvió y la mordisqueó con ansia. Estaba buenísima. ¡Increíble! Lecho otro bocado, y otro más, como si tuviera miedo de que alguien se la fuera a arrebatar, y se metió el último pedazo en la boca apretándolo, hasta que la tuvo tan llena que apenas podía masticar. Entonces volvió a meter la mano en la bolsa y sacó una galleta cubierta de chocolate, que empezó a desenvolver.

De pronto se produjo un alboroto. Sintió un doloroso golpe en el hombro y gritó, asustada, mientras se giraba y dejaba caer la bolsa al suelo. Tenía a un policía tras ella, con la porra negra levantada y una mirada de odio en el rostro, a punto de volver a golpear. Simona levantó las manos y sintió el golpe en la muñeca, tan duro y doloroso que estaba segura de que se la habría roto. Volvía a levantar el brazo para golpear de nuevo. Había policías por todas partes. Siete u ocho, quizá más.

Oyó un sonoro golpetazo y vio a Tavian, que se caía al suelo.

Cici gritaba:

– ¡Mi bebé! ¡Mi bebé!

Simona vio una porra que golpeaba a Cici en plena boca y le reventaba las encías y le rompía los dientes.

Una lluvia de porrazos caía sobre ellos.

De pronto sintió que la cogían de una mano y tiraban de ella hacia atrás, alejándola de los policías. Al girarse, vio que era el hombre que había comprado las golosinas. Un policía alto y huesudo con una boca pequeña de rata levantó la porra como si fuera a golpearlos a los dos y gritó algo. El hombre metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un puñado de billetes.

El policía cogió el dinero y les indicó que se alejaran con un gesto; luego fijó su atención de nuevo en el grupo, levantó la porra y la dejó caer con un ruido sordo sobre la espalda de alguien; Simona no pudo distinguir de quién se trataba.