Desconcertada, se quedó mirando al hombre, que volvía a tirarle de la mano.
– ¡Rápido! Ven, te sacaré de aquí.
Ella lo miró, insegura de si podía confiar en él, y luego miró de nuevo en dirección a la refriega. Vio a Cici de rodillas, gritando histéricamente, con la boca chorreando sangre, sin su bebé en los brazos. Los indigentes estaban tirados por él suelo, apiñados y más y más cubiertos de sangre, hundiéndose cada vez más bajo la lluvia de porrazos. Los policías se reían. Estaban divirtiéndose. Aquello, para ellos, era un deporte.
Momentos después, aún arrastrada por la tenaza de hierro de su rescatador, Simona bajaba a trompicones las escaleras de la entrada principal de la estación, se sumergía en la lluvia y se dirigía a la puerta trasera abierta de un gran Mercedes negro.
18
El problema de los bufés -a Roy Grace siempre se lo había parecido- es que era muy fácil llenarse el plato de comida antes de haber tenido ocasión de analizar todo lo que había en la mesa. Entonces, cuando ya estabas dando una imagen de glotón irrefrenable, de pronto, veías las gambas, o las puntas de espárrago, o alguna otra cosa que te gustara realmente.
Pero esta vez, en la fiesta de jubilación de Jim Wilkinson, no había peligro de que eso ocurriera. Aunque apenas había comido durante el día, no tenía mucho apetito. Estaba impaciente por llevarse a Cleo a algún rincón tranquilo y preguntarle qué es lo que quería decir con el texto que le había enviado antes, en el muelle.
Sin embargo, desde el momento que había llegado al bungaló de Wilkinson, que estaba hasta los topes, Cleo había estado charlando con un grupo de investigadores de la Unidad de Inteligencia de la División y no le había dedicado más que una escueta sonrisa de bienvenida.
Grace estaba preocupado. ¿Qué demonios le pasaba? Estaba más guapa que nunca aquella noche, perfectamente vestida para la ocasión, con un recatado vestido de satén azul.
– ¿Cómo va eso, Roy? -le preguntó Julie Coll, esposa de un superintendente en jefe del Departamento de Justicia Criminal, que fue a ponerse a su lado frente a la mesa del bufé.
– Bien, gracias -dijo él-. ¿Y tú? -De pronto recordó que acababa de dar un giro a su vida y que hacía poco había pasado las pruebas de azafata de vuelo-. ¿Qué tal te sienta volar?
– Estupendo -dijo ella-. Me encanta.
– Con Virgin, ¿verdad?
– ¡Sí! -respondió, y le indicó un cuenco con cebollas en vinagre-. Prueba una de ésas. Las hace Josie personalmente; son fabulosas.
– Volveré a mi asiento. Quizá puedas ponerme unas cuantas en la bandeja cuando me traigas la comida.
– ¡Qué cara! ¡Ahora no estoy trabajando! -protestó, con una mueca. Pinchó un par de cebollas y se las puso encima de su montón de comida-. Así pues, ¿aún no hay noticias?
Él frunció el ceño, preguntándose por un momento a qué se refería. Entonces se dio cuenta. Nunca podía librarse de aquello, por mucho que intentara olvidar. Siempre había algo que le recordara a Sandy.
– No -dijo él.
– ¿Es ésa tu nueva novia? ¿La rubia alta?
Él asintió, preguntándose por cuánto tiempo más seguiría siendo su novia.
– Parece encantadora.
– Gracias -respondió él, con una fina sonrisa.
– Recuerdo aquella conversación que tuvimos hace un par de años, en la fiesta de Dave Gaylor… Sobre médiums. ¿Te acuerdas?
Él se estrujó el cerebro, intentando recordar. Se acordó de que Julie había perdido un familiar cercano y que le dio la lata sobre un buen médium que podía recomendarle. Recordaba vagamente aquella conversación, pero no los detalles.
– Sí.
– Acabo de encontrar una nueva: es fantástica, Roy. Increíblemente precisa.
– ¿Cómo se llama?
– Janet Porter.
– ¿Janet Porter? -El nombre no le sonaba de nada.
– Aquí no tengo su número, pero sí en la agenda. Está en el paseo marítimo, cerca del Grand. Llámame mañana y te lo daré. Seguro que te deja pasmado.
Durante los nueve años y medio que habían pasado desde la desaparición de Sandy, Grace había perdido la cuenta de los médiums a los que había acudido. La mayoría habían recibido grandes recomendaciones, como ésta. Y ninguno había dado con nada positivo. Uno había dicho que el espíritu de Sandy estaba trabajando para un sanador y que estaba contenta de haberse reunido con su madre. El pequeño problema era que su madre aún estaba vivita y coleando.
Una pequeña cantidad de médiums, los que le habían parecido más creíbles, insistían en que Sandy no estaba en el mundo de los espíritus, lo que significaba, según le explicaron, que no estaba muerta. El seguía tan perplejo como la noche de su desaparición.
– Me lo pensaré, Julie -dijo-. Te lo agradezco, pero estoy intentando seguir adelante.
– Claro, Roy, lo entiendo.
Ella también siguió adelante, y por unos momentos Grace tuvo el bufé para él solo. Localizó al comisario Tom Martinson, que sólo llevaba en Sussex unas semanas: quería asegurarse de que tendría ocasión de hablar con él. Martinson, que tenía cuarenta y nueve años, era algo más bajo que él, un hombre de aspecto fuerte y sano con el pelo corto y oscuro y una actitud llana y agradable. En aquel momento estaba muy ocupado picoteando de su comida, al tiempo que mantenía una animada conversación con un grupo de agentes lameculos que le rodeaban.
Grace colocó una pequeña loncha de jamón y un poco de ensalada de patata en su plato, se lo comió allí mismo y dejó el plato en la mesa, para evitar tener que llevarlo de un lado para otro.
De pronto, al girarse, se encontró con Cleo a su lado, con un vaso de algo que parecía agua con gas en la mano y una cálida sonrisa que contrastaba con la frialdad de su voz al teléfono. Estaba radiante.
– Hola, cariño -dijo ella-. ¡Bueno, no has llegado tan tarde! ¿Cómo ha ido?
– Bien. Nadiuska ha dicho que no le importaba esperar hasta mañana por la mañana para la autopsia. ¿Tú cómo estás?
Sin dejar de sonreír, ladeó la cabeza, indicándole que le siguiera. En aquel momento, vio al comisario que se separaba del grupo y que se dirigía en solitario a la mesa del bufé. ¡Sería el momento perfecto para presentarse!
Pero vio que Cleo le hacía una seña, y no quería arriesgarse a perder la ocasión y que ella iniciara una nueva conversación con otros. Se moría por saber qué era lo que pasaba.
La siguió, abriéndose paso por una sala atestada, respondiendo a los saludos de algunos colegas con un gesto mecánico de la cabeza. Momentos más tarde salieron al jardín posterior. El aire de la noche era aún más frío que el del puerto y estaba cargado de humo de tabaco que llegaba procedente de un grupito de hombres y mujeres que formaban un corrillo. El humo olía bien y, si llevara sus cigarrillos, habría encendido uno. No le habría ido nada mal.
Cleo abrió una puerta y recorrió unos metros por el lateral de la casa, dejando atrás los cubos de la basura para llegar a la entrada de vehículos, en la parte delantera. Se detuvo junto al Ford Focus familiar de Wilkinson. Allí no les molestaría nadie.
– Bueno, tengo noticias para ti -dijo por fin, retorciéndose las manos, y él se dio cuenta de que no era para calentárselas, sino porque estaba nerviosa.
– Cuéntame.
Ella se retorció las manos un poco más y sonrió, incómoda.
– Roy, no sé cómo te lo vas a tomar -dijo, con una sonrisa casi infantil de desconcierto y encogiéndose de hombros después-. Estoy embarazada.
19
El hombre subió la escalera de caracol y se detuvo en lo alto un momento, comprobando que tenía el recibo del aparcacoches y el del guardarropía bien guardados en su cartera de piel de cocodrilo.