Antes de que prohibieran fumar, Clint llevaba siempre un purito colgando de los labios, como el actor en sus primeros westerns. Ahora mascaba chicle. A veces venía solo; otras veces acompañado de una mujer -raramente la misma, pero todas parecían hechas con el mismo molde-. Esta noche estaba solo. Dos noches antes había venido acompañado de una belleza alta y joven, de cabello color azabache, con minifalda y botas de cuero hasta los muslos, cubierta de bisutería. Daba la impresión -como ocurría con las otras- de que cobraba por horas.
Clint siempre llegaba en un deportivo Mercedes SL500 AMG negro, le daba al aparcacoches una propina de diez libras al llegar y lo mismo al marcharse, independientemente de si había ganado o perdido. Y lo mismo le daba a la chica del guardarropía, tanto a la llegada como cuando se iba.
Nunca emitía más que algún gruñido o un monosílabo, y siempre aparecía con la misma cantidad de dinero exactamente, y en efectivo. Compraba sus fichas en la mesa y luego, al final de la noche, las cambiaba en la caja de la planta de abajo.
Aunque compraba 10.000 libras en fichas, sólo solía apostar unas 2.000, pero aun así aquello era diez veces lo que apostaba el jugador medio. Entendía el juego y siempre apostaba fuerte, pero con prudencia, en permutaciones que podían darle sólo pequeñas ganancias, pero que tampoco podían causarle grandes pérdidas. Algunas noches ganaba, otras perdía. Según el ordenador del casino, cada mes perdía una media de un 10 por ciento de lo apostado. Así pues, 600 libras a la semana, 30.000 al año.
Y aquello le convertía en un muy buen cliente, claro.
Pero Campbell Macaulay tenía curiosidad. Cuando disponía de tiempo, le gustaba observar a Clint desde la sala de circuito cerrado. Aquel hombre tramaba algo. No parecía que tramara algún chanchullo: si aquélla fuera su intención, Campbell suponía que ya lo habría hecho hacía tiempo. Y la mayoría de los chanchullos se producían en las mesas de blackjack, que, por su dilatada experiencia, siempre eran más vulnerables a fraudes con los contadores de cartas y a sobornos a los crupieres.
Lo más probable era que Clint estuviera blanqueando dinero. Y si se dedicaba a eso, no era problema suyo. Ni quería arriesgarse a perder un buen cliente.
Tradicionalmente, los casinos trabajaban con dinero en efectivo. Y a los gestores de los casinos no les gustaba importunar a sus clientes preguntándoles por la procedencia de su dinero.
No obstante, una vez sí que le había mencionado su nombre al jefe de Licencias de Juego de la Policía local, el sargento Wauchope. Lo había hecho sobre todo para cubrirse las espaldas, en caso de que Clint estuviera tramando algo ilegal que él no hubiera visto, no por conciencia cívica. Su lealtad era -y siempre lo había sido- en primer lugar para la compañía del casino, Harrahs, el gigante de Las Vegas, que siempre le había cuidado bien.
El nombre que daba Clint al registrarse era Joe Baker, así que Campbell Macaulay no se llevó una sorpresa cuando el oficial de Licencias de Juego, devolviéndole el favor, le había dado la información privilegiada de que el nombre al que estaba registrado el Mercedes, el de Joseph Richard Baker, era un alias usado por un tal Vlad Cosmescu.
Aquel nombre no significaba nada para Campbell Macaulay. Pero durante un tiempo considerable había estado en el radar de la Interpol. De momento no había cargos en su contra. Simplemente aparecía en los archivos de la Policía de varios países como «persona de interés».
20
Frente a la Gara de Nord de Bucarest, el chófer cerró la puerta del Mercedes con un suave golpe. Y por un momento, arropada por el repentino silencio del interior del coche, sentada en aquel asiento grande y mullido, respirando el rico aroma del cuero, Simona se sintió a salvo. El hombre que la había rescatado se había subido por el otro lado y había cerrado su puerta con el mismo golpe suave.
Su corazón también latía con suavidad.
El chófer ocupó su sitio y encendió el motor. Las luces del interior se atenuaron y luego se apagaron del todo. Al emprender la marcha, se oyó un clac a su lado, como el sonido del cierre de una puerta, y ella se preguntó qué sería. De pronto le entró el pánico. ¿Quién era ese hombre?
Sentado del otro lado del gran apoyabrazos, él le sonrió y, con una voz dulce y tranquilizadora, le preguntó:
– ¿Estás bien?
Ella aún desconfiaba un poco de él, y veía aquella expresión de suficiencia que seguía sin gustarle, pero no parecía un mal hombre. Había extraños, extraños ricos, que a veces se acercaban y les daban dinero o comida. No pasaba a menudo, pero se daba el caso, igual que parecía que estaba ocurriendo ahora. Asintió. -¿Cómo te llamas?
– Simona -respondió ella.
– ¿Cuál es tu plato preferido?
Ella se encogió de hombros. No sabía cuál era su plato preferido. Nunca se lo había preguntado nadie.
– ¿Te gusta la carne? ¿El cerdo?
Ella dudó.
– Sí.
– ¿Las patatas?
Asintió.
– ¿Las salchichas?
Volvió a asentir.
El hombre se inclinó hacia delante, cogió un vaso de un armarito que tenía delante, echó un poco de whisky y se lo dio. Ella cogió el vaso con la mano y le dio un buen trago. Se quedó rígida de la sorpresa, cuando notó aquella sensación ardiente y profunda que le bajaba por la garganta. Luego, unos momentos después, observó que le invadía una agradable sensación de calor. Estirando las piernas hacia delante, volvió a beber, hasta que apuró el vaso.
Sólo había bebido whisky una vez hasta entonces, de una botella que Romeo había robado de una tienda, pero éste tenía un sabor mucho mejor y más suave. El móvil del hombre sonó. Él respondió, al tiempo que volvía a llenarle el vaso de whisky, y luego empezó a hablar de negocios con alguien que estaba en América. Simona sabía que era América porque le preguntó qué tiempo hacía en Nueva York. Estaba negociando algún trato y parecía importante. Pero de vez en cuando se giraba hacia ella y le sonreía y, cada vez, a cada trago de whisky que tomaba, confiaba más en él.
El conductor, que no decía nada, pilotaba el coche en silencio. Tenía el pelo rapado, reducido a una leve sombra, y de pronto, a la luz de los faros de los coches, Simona distinguió un tatuaje. Era una serpiente que sacaba la lengua bífida, como si estuviera a punto de atacar; asomaba por el lado derecho del cuello de la camisa, retorciéndose por el cuello y subiendo en dirección a la barbilla. En el exterior, las luces de Bucarest pasaban en silencio y la lluvia repiqueteaba suavemente contra las ventanillas.
Simona nunca había estado en un avión, pero se preguntaba si la sensación de volar sería parecida. Había música procedente de un altavoz situado en algún punto detrás de su cabeza, un hombre que cantaba. Parecía inglés o norteamericano, ella no podía distinguirlo, y tenía una voz suave y llena. I've got you under my skin, cantaba, pero ella no hablaba suficiente inglés como para entender lo que significaba.
Miró por la ventanilla, intentando situarse. Estaban pasando por la gran plaza que Romeo le había dicho que había construido el antiguo presidente. Dijo que se llamaba Palacio del Pueblo, pero ella nunca había entrado. Pertenecía a otro mundo, a otro tipo de pueblo, como aquel coche, el hombre en el asiento trasero y la música, que pertenecían a un mundo lejos de su alcance y de su comprensión.
Pero el whisky lo arreglaba todo. Cada vez le gustaba más aquel hombre, le gustaba el coche, le gustaba la ciudad que pateaba sin cesar. Quizá, con un poco de suerte, pudiera ayudarla a cambiar de vida.
Al cabo de un rato, el coche giró por una calle que no reconoció y luego redujo la marcha. Enfrente, unas puertas eléctricas se abrieron y las atravesaron, para detenerse frente a una casa alta con la entrada iluminada.
El conductor abrió la puerta de Simona y le cogió el vaso vacío de las manos. Embriagada por el alcohol, salió tambaleándose entre la lluvia y el viento. El hombre también salió, le rodeó los hombros con un brazo y con delicadeza la ayudó a subir los escalones de piedra hasta la puerta principal, en la que esperaba una mujer de mediana edad vestida de uniforme, quizás una criada.