La casa olía a cera para muebles, como un museo.
– Se llama Simona -dijo el hombre-. Necesita comida y luego un baño caliente.
La mujer le sonrió. Con una sonrisa amable.
– Sígueme -dijo-. ¿Tienes mucha hambre?
Simona asintió.
Caminaron sobre un suelo de mármol, por un vestíbulo flanqueado de bonitas pinturas, estatuas y muebles elegantes, y entraron en una cocina enorme y moderna. En la pared había un televisor de pantalla panorámica apagado. Simona miró a su alrededor, maravillada. En toda su vida nunca había estado en un lugar tan elegante. Era como las fotos que había visto en las revistas y en la televisión, en el orfanato.
La mujer le dijo que se sentara a la mesa, y unos momentos más tarde le presentó el mejor plato de comida que había visto nunca Simona. Estaba lleno de cerdo asado, salchichas, tocino, queso, encurtidos, tomates y patatas, y venía acompañado de otro plato con grandes y crujientes panecillos y un vaso de Coca-Cola.
Ella comió con ambas manos, metiéndose la comida en la boca todo lo rápido que pudo, temerosa de que fueran a quitársela antes de acabar. La mujer se sentó frente a ella y la miró en silencio, asintiendo de vez en cuando.
– ¿Vives en la calle? -le preguntó en un momento dado.
Simona asintió.
– ¿Y cómo es?
Sin dejar de masticar, respondió:
– Tenemos un lugar bajo una tubería de calefacción. Está bien.
– Pero no comes lo suficiente, ¿eh?
Simona sacudió la cabeza.
– ¿Cuándo fue la última vez que te diste un baño?
Simona se encogió de hombros, mientras mascaba un grueso chicharrón. ¿Un baño? No recordaba ninguno, al menos desde que se escapó del orfanato. Hacía años. Se lavaba con botellas de agua de las tuberías de la calle, cuando no hacía demasiado frío.
– Tengo un bonito baño esperándote -anunció la mujer.
Cuando Simona acabó su plato, la mujer le trajo otro, esta vez con un enorme bollo con un hueco central relleno de helado de vainilla fundido. Simona se lo comió de un bocado, haciendo caso omiso de la cuchara que había al lado, en el plato. Lo rompió en pedazos con los dedos y se lo metió en la boca; comía cada vez más rápido, y luego apuró hasta la última gota del helado del plato con la mano y se la chupó. Le dolía el estómago, estaba llenísima, y tenía la cabeza embotada por efecto del whisky. Empezaba a sentirse algo mareada.
La mujer se puso en pie y le hizo señas para que la siguiera. Limpiándose las manos en el chándal, Simona la siguió por una gran escalera curvada de mármol y luego por un ancho pasillo, con más cuadros a los lados hasta llegar a un baño que la dejó de piedra. Se quedó mirando a su alrededor, impresionada.
Era de una belleza y una opulencia casi increíbles. Y enorme. E igualmente increíble era que ella estuviera allí.
En el techo había pintados ángeles y nubes. Las paredes y el suelo eran de azulejos de mármol blancos y negros, y en el centro destacaba una enorme bañera a nivel de suelo en el que cabrían varias personas, rebosante de burbujas, rodeadas de estatuas de mármol de hombres y mujeres sobre unos pedestales.
– Qué bonito -murmuró.
– Eres una chica con suerte -dijo la mujer, sonriendo-. El señor Lazarovici es un buen hombre. Le gusta ayudar a la gente. Es un hombre muy bueno.
Se puso a ayudar a Simona a quitarse la ropa, hasta que estuvo desnuda. Entonces le tomó la mano para ayudarla a mantener el equilibrio mientras se metía en el agua caliente -deliciosamente caliente, casi demasiado- y se hundía en ella. La mujer le echó la cabeza atrás, hasta que el cabello le quedó bajo el agua, se la subió un poco y le frotó el pelo con un champú de perfume delicioso. Se lo aclaró, le puso más champú y volvió a aclarárselo. Simona estaba allí, disfrutando del momento, contemplando los ángeles sobre su cabeza, preguntándose si ser un ángel sería así, relajándose a pesar del mareo y dejándose llevar por el efecto del whisky y la comida. Mientras la mujer enjabonaba y aclaraba cada centímetro de su cuerpo, ella estaba a punto de dejarse vencer por el sueño. Luego la ayudó a salir de la bañera y la envolvió en una enorme y suave toalla blanca, la secó completamente con sumo cuidado y la llevó a una suite aún más imponente.
El elemento más destacado era una enorme cama con dosel. Simona se quedó mirando las pinturas eróticas de desnudos, con marcos dorados, que cubrían las paredes. Algunas eran imágenes de mujeres, otras de hombres y otras de parejas. Distinguió un hombre y una mujer haciendo el amor. Dos mujeres practicando el sexo oral. Un hombre sodomizando a otro. Había altos ventanales, hasta el techo, con ricas cortinas drapeadas, un diván y otros muebles de calidad.
– ¿Te gusta la habitación? -preguntó la mujer.
Simona sonrió y asintió.
La mujer le quitó la toalla y ayudó a Simona, que estaba cada vez más adormilada, a meterse entre las sábanas blancas y sedosas de la cama. Luego salió de la habitación.
Simona se quedó allí, envuelta en la suave luz de dos enormes lámparas de mesa, cada vez más dormida. Al cabo de unos minutos -no estaba segura de cuántos-, se abrió la puerta. Abrió los ojos al instante.
El hombre que la había traído, el señor Lazarovici, entró en la habitación. Estaba desnudo, salvo por una bata de seda negra abierta por delante, y presentaba una enorme erección bajo una gran barriga.
Al ir acercándose hacia la cama, le dijo:
– ¿Cómo estás, mi bello ángel de la Gara de Nord?
Pese a su aletargamiento, Simona se angustió.
– Estoy muy bien -murmuró-. Muchísimas gracias por todo. Estoy cansadísima.
Él ya había colocado el miembro erecto en contacto con su mejilla izquierda.
– Chúpamela -le dijo. De pronto su voz era fría y dura.
Ella lo miró, de pronto despierta y asustada. Tenía oscuras ojeras alrededor de los ojos y el negro profundo de sus pupilas resultaba amenazante.
– Chúpamela -repitió-. ¿No me estás agradecida? ¿No quieres mostrarme tu gratitud?
Se subió a la cama y se colocó de modo que su miembro y sus genitales quedaran justo por encima de la cara de ella. Asustada, Simona levantó la mano derecha, le agarró el miembro y se lo llevó a la boca, insegura de qué hacer. Sabía a sudor rancio.
Entonces sintió una dolorosa bofetada en la mejilla.
– ¡Chúpamela, zorra!
Ella se la metió más adentro, envolviéndola con la boca, subiendo y bajando.
– ¡Ayyyy! Imbécil de mierda, ¿quieres que te arranque los dientes o qué?
Ella se lo quedó mirando, aterrada y de pronto completamente despejada.
De pronto él le apartó la cara y se separó.
– ¡Dios, menuda zorra ingrata!
Luego, agarrándola bruscamente de los hombros y haciéndola soltar un grito de dolor, le dio la vuelta y la puso boca abajo, con la cara enterrada en la almohada, y por un momento ella pensó que quería ahogarla.
Entonces sintió que él le tanteaba la vagina con los dedos y, por un momento, pensó que iba a vomitar. Hizo un esfuerzo por contener la bilis que le subía por la garganta. Entonces los dedos pasaron de la vagina al ano. Un momento más tarde notó que intentaba penetrar en él. Entonces, aullando de dolor, sintió cómo entraba. Más y más adentro.
– ¡No! ¡Gogu! -chilló, casi ahogándose con su propia bilis.
Más adentro.
Sintió como si se fuera a romper en dos.
Más adentro.
Sacudió la cabeza, todo el cuerpo, desesperada, intentando liberarse. Él le agarró un mechón de pelo húmedo y le golpeó la cabeza con fuerza contra la almohada, tan fuerte que no podía respirar. Entonces la penetró aún más. Y más.