Ella sollozaba. Lloraba. Llamaba a gritos:
– ¡Gogu, Gogu, Gogu!
Forcejeaba. Forcejeaba para librarse del dolor. Por respirar.
– ¡Jódete, jódete, puta ingrata! -le susurró al oído. Ella giró la cara de lado, en busca de aire, llorando en su agonía-. ¡Jódete, zorra! -le susurró él.
La erección era cada vez mayor. La estaba partiendo por la mitad.
– ¡Jódete, jódete, jódete, puta! -repitió, soltándole un puñetazo en la mejilla-. ¡Jódete, ingrata zorra de cloaca!
Empujó y la penetró aún más hondo.
Ella volvió a gritar y él le apretó la cara con rabia contra la almohada, inmovilizándola, impidiéndole respirar. Ella se debatía, intentaba levantar la cabeza, pero él no le dejaba. El pánico se apoderó de ella, por encima incluso del dolor. Se sacudió, intentando moverse, pero estaba inmovilizada, como si la hubieran empalado. Empezó a agitarse, en los estertores previos a la asfixia; el pecho le dolía tanto que pensó que iba a desmayarse. Entonces él le tiró de la cabeza hacia atrás y la besó con rabia. Ella aspiró aire, de su boca, de sus pulmones, hasta que él le retiró la boca.
– Dime que te gusta. Dime que me estás agradecida. -Tenía su rostro apretado contra la mejilla de ella-. Dime que me estás agradecida por haberte salvado. Dilo. ¡Di que estás agradecida! ¡Di «gracias»!
– ¡Te odio! -respondió ella, jadeando.
Él le estrujó las mejillas. Luego le asestó un puñetazo en el ojo. Se detuvo un segundo, antes de agarrarle el cabello con ambas manos, con tanta fuerza que Simona estaba convencida de que se lo iba a arrancar. Siguió agarrado a su cabello, mientras ella sentía cómo eyaculaba en su interior. Entonces Simona vomitó.
Algo más tarde, en algún momento indeterminado -Simona había perdido la noción del tiempo-, volvía a estar en el asiento trasero del gran coche negro. Sonaba la misma música de antes, la misma voz suave que cantaba las palabras de una canción que no significaba nada para ella: I've got you under my skin.
La misma noche de Bucarest pasaba, silenciosa, por la ventanilla. Tenía dolores por todas partes. Terribles dolores. Sentía la cara hinchada. Le dolía la cabeza. Al llegar a la Gara de Nord se había sentido sucia de la cabeza a los pies. Ahora se sentía limpia por fuera, pero sucia por dentro. Inmunda.
Quería llorar, pero le dolía demasiado. Y no quería darle ninguna satisfacción a aquel hombre del tatuaje de la serpiente, que estaba al volante y que no había dicho ni una palabra, pero que no dejaba de mirarla al espejo y sonreírle, con una mirada nauseabunda.
Sólo quería volver a casa. A su casa. Con Romeo, con el perro, con los llantos del bebé. Con la gente que sentía algo por ella. Con su familia.
El coche se estaba parando. La calle estaba oscura, y no tenía ni idea de dónde estaba. El chófer abrió la puerta de atrás y se colocó a su lado. Llevaba unos billetes en la mano.
– ¡Dinero! -dijo, con una mueca. Se los puso en una mano y se bajó la cremallera.
Ella se quedó mirándolo, mientras él se sacaba el miembro erecto de los pantalones. Se quedó mirando el curioso tatuaje de la serpiente que le salía por el cuello de la camisa.
– ¡Buen dinero! -repitió él. Entonces le agarró del cabello, como había hecho el otro hombre, y tiró de ella hacia su erección.
Ella envolvió el glande con la boca y luego mordió con todas sus fuerzas, hasta que sintió el sabor de la sangre, hasta que sólo oyó los gritos de aquel tipo. Entonces agarró la manilla de la puerta, tiró de ella, empujó con todas sus fuerzas, salió tambaleándose y corrió hacia la oscuridad.
Corrió sin parar, perdida y desorientada, atravesando un laberinto interminable de calles oscuras y tiendas cerradas, sabiendo que si seguía corriendo sin parar, sin parar, sin parar, al final encontraría algún lugar conocido, algo que la ayudara a situarse y a volver a su casa bajo la carretera.
Cegada por el pánico y rodeada de oscuridad, no podía ver que, a una distancia prudencial y dando bandazos, el coche negro la perseguía.
21
Después de conducir varios minutos por el interminable laberinto de carriles de acceso del Royal South London Hospital, Lynn detuvo el Peugeot, rendida, frente a la entrada de Urgencias, ya que por delante una barrera de metal les cerraba el paso. Era poco más de las diez y media.
– ¡Dios! -dijo, exasperada-. ¿Cómo se supone que puede orientarse alguien en este lugar?
Siempre ocurría lo mismo; cada vez se perdían. Las obras nunca terminaban y daba la impresión de que la unidad de hepatología nunca estaba en el mismo edificio; por lo menos, aquélla era la impresión que daba. Y desde la última vez, más de dos años atrás, debían de haber cambiado las direcciones de todas las vías de acceso.
Frustrada, se quedó mirando los fríos edificios que la rodeaban. Altos monolitos con un batiburrillo de estilos arquitectónicos. Cerca del coche había una batería de carteles rojos, amarillos y verde pálido; tuvo que hacer un esfuerzo para poder leerlos a la pálida luz de las farolas. Ninguno contenía el nombre del lugar que buscaba ella, el Ala Rosslyn, a la que le habían dicho que se llegaba pasando por el Ala Bannerman.
– No será aquí -dijo Caitlin, sin levantar la vista de su teclado.
– ¿Tú crees? -preguntó Lynn, con un tono más alegre del que le sugería la situación.
– Ajá. Es que si fuera aquí, ya habríamos llegado, ¿no? -recalcó, sin dejar de apretar teclas furiosamente.
A pesar del cansancio, del miedo y de la frustración, Lynn no pudo evitar sonreír ante la curiosa lógica de su hija.
– Pues sí -admitió-. Tienes razón.
– Siempre tengo razón. Sólo tienes que preguntarme. Soy como el Oráculo.
– Quizás el Oráculo podría decirme por dónde ir ahora.
– Creo que tendrías que empezar por dar media vuelta.
Lynn dio marcha atrás un rato, y luego se detuvo frente a otros carteles. «Ala Hopgood. Ala Golden Jubilee. Entrada principal del hospital. Pacientes externos de pediatría Variety Club», leyó.
– ¿Dónde narices está Bannerman?
Caitlin levantó la vista de su teclado.
– Relájate, tía. Es como un concurso de televisión, ¿sabes?
– ¡No soporto que digas eso!
– ¿Qué? ¿«Concurso de televisión»? -bromeó Caitlin.
– «Relájate, tía.» ¿Vale? No soporto que digas eso.
– Bueno, vale, pero es que estás muy estresada. Me estás estresando a mí.
Lynn se giró y volvió a dar marcha atrás.
– La vida es un juego -dijo Caitlin.
– ¿Un juego? ¿Qué quieres decir?
– Es un juego. Si ganas, vives. Si pierdes, mueres.
Lynn detuvo el coche de golpe y se giró hacia Caitlin.
– ¿Es eso lo que piensas de verdad, cariño?
– Pues sí. Han escondido mi hígado nuevo en algún lugar de este complejo. ¡Tenemos que encontrarlo! Si lo encuentro a tiempo, viviré. ¡Si no, a joderse!
Lynn sonrió. Rodeó los hombros de Caitlin con un brazo y la acercó, besándole en la cabeza, aspirando el olor de su gel y su champú.
– Dios, cómo te quiero, cariño. Caitlin se encogió de hombros y luego, con una voz deliberadamente inexpresiva, dijo:
– Sí, bueno, es que realmente me hago querer.
– ¡A veces! -matizó Lynn-. ¡Sólo a veces!
Caitlin asintió, con cara de resignación, y siguió con sus mensajes.
Lynn dio la vuelta y salió a Denmark Hill, siguió un trecho y por fin encontró la entrada principal para vehículos. Giró a la izquierda, pasó junto a un grupo de ambulancias amarillas aparcadas frente a la fachada de cristal curvado de un bloque de una modernidad sorprendente, vio por fin la señal indicadora del Ala Bannerman y giró a la derecha hacia el aparcamiento, situado frente a un edificio Victoriano que probablemente hubieran restaurado recientemente.