Выбрать главу

Un par de minutos más tarde, con la bolsa de viaje de Caitlin en la mano, pasó junto a un hombre que llevaba un abrigo sobre un pijama de hospital, y que estaba sentado en un banco junto a una estatua iluminada por un foco, fumándose un cigarrillo, y entró en el porche del Ala Bannerman. Caitlin, vestida con una sudadera con capucha verde lima, vaqueros rasgados con el trasero deshilachado y deportivas desatadas, se arrastraba tras ella.

Enfrente tenían dos letreros verticales de plexiglás en los que se podía leer «Royal South London», y una fila de columnas blancas que seguía por el vestíbulo. A la derecha había un mostrador de información, con una voluminosa señora negra al teléfono. Lynn esperó a que colgara, mirando alrededor.

Un hombre de cabello gris y con cara de desconcierto, cargado con una bolsa de viaje roja en una mano y otra más pequeña negra en la otra, avanzaba arrastrando las zapatillas. A su izquierda, un grupito de personas esperaba sentada. Un hombre mayor ocupaba una silla de ruedas motorizada. Otro viejo, con chándal y un gorro de lana, estaba repantingado sobre un taburete verde, apoyado en un bastón de madera. Conectado a un iPod había un joven con una sudadera gris, vaqueros y deportivas, sentado, echado hacia delante, con las manos cruzadas entre los muslos, como si esperara a alguien o «algo».

Todo aquel lugar parecía estar lleno de un ambiente noctámbulo de silenciosa desesperación. Más allá vio una tienda, como un pequeño supermercado, donde se vendían golosinas y flores, de donde salía una mujer más bien mayor con chándal y el cabello canoso violáceo, abriendo una chocolatina.

La mujer tras el mostrador acabó su llamada y levantó la vista.

– ¿Puedo ayudarla? -se ofreció.

– Sí, gracias. Nos espera Shirley Linsell, en el Ala Rosslyn.

– ¿Me da sus nombres?

– Caitlin Beckett -dijo Lynn-. Y su madre.

– Se lo diré. Tomen el ascensor hasta la tercera planta y ella saldrá a su encuentro -le indicó, señalando hacia el pasillo.

Emprendieron la marcha, dejando atrás la tienda y varios carteles que decían «RESPIRA AIRE LIMPIO»; «PROHIBIDO FUMAR EN TODOS LOS HOSPITALES PÚBLICOS»; «NO TE INFECTES»; «PROTÉGETE». Había varias personas de aspecto preocupado y desorientado que venían en dirección contraria. A Lynn siempre le habían asustado los hospitales, ya que no podía olvidar las innumerables visitas al Southlands Hospital de Shoreham cuando su padre había sufrido una apoplejía. Aparte de los pabellones de maternidad, los hospitales eran lugares deprimentes, a los que se va cuando te ocurre algo malo a ti o a tus seres queridos.

Al final del pasillo llegaron a una zona, frente a las puertas de acero del ascensor, bañada por una luz púrpura iridiscente. A Lynn le pareció que era una luz más propia de una discoteca, o de un decorado de una película de ciencia ficción.

Caitlin dejó de enviar mensajes por un momento y levantó la vista.

– Genial -dijo, asintiendo con la cabeza. Luego, excitada de pronto, añadió-: ¡Eh! ¿Sabes qué, mamá? ¡Esto es una pista!

– ¿Una pista?

Caitlin asintió.

– Como «Súbenos, Scotty», de Star Trek, ¿sabes? -Luego hizo una mueca misteriosa-. Esto lo han puesto para nosotras. – Lynn miró a su hija con escepticismo.

– Vale. ¿Y para qué lo han hecho?

– Lo descubriremos en la tercera planta. ¡Ésa es nuestra próxima pista!

El ascensor subía muy despacio, y Lynn estaba contenta del aparente buen humor de Caitlin. Toda su vida había tenido cambios de humor muy marcados y aquello había empeorado últimamente con la enfermedad. Pero, por lo menos, venía con una actitud positiva, de momento.

Bajaron en la tercera planta. Una mujer sonriente de treinta y tantos años salió a recibirlas. Tenía un aspecto agradable, con un rostro típico inglés, de tez rosada, y una melena larga y castaña, y llevaba una blusa blanca, un top rosa de punto y pantalones negros. Le dedicó una cálida sonrisa primero a Caitlin y luego a Lynn, y después se dirigió de nuevo a Caitlin. Lynn observó que tenía un pequeño derrame en el ojo izquierdo.

– ¿Caitlin? Hola, soy Shirley, tu coordinadora de trasplantes. Voy a ocuparme de ti mientras estés aquí.

Caitlin la miró de arriba abajo por unos momentos y no dijo nada. Luego volvió a mirar su teléfono y retomó sus interminables mensajes de texto.

– ¿Shirley Linsell? -preguntó Lynn.

– Sí. Y usted debe de ser la madre de Caitlin, Lynn.

– Encantada -dijo Lynn, sonriendo.

– Las llevaré hasta la habitación. Tenemos una bonita habitación individual para ti, Caitlin, para los próximos días. Y hemos dispuesto una habitación de acompañante para usted, señora Beckett -explicó. Y, dirigiéndose a las dos, añadió-: Estoy aquí para responder a cualquier pregunta que tengan, así que pregunten lo que les parezca, cualquier cosa que quieran saber.

Sin levantar la vista del teclado, Caitlin dijo:

– ¿Voy a morir?

– ¡No, por supuesto que no, cariño! -respondió Lynn.

– No te preguntaba a ti -protestó Caitlin-. Le preguntaba a Shirley.

Se produjo un breve e incómodo silencio.

– ¿Qué te hace pensar eso, Caitlin? -dijo la coordinadora de trasplantes.

– Tendría que ser bastante tonta para no pensarlo, ¿no?

22

Roy Grace seguía las luces rojas del Audi TT negro, que circulaba a cierta distancia por delante de él y que se iba alejando cada vez más. No parecía que Cleo entendiera del todo cuáles eran los límites de velocidad. Y al acercarse al cruce de Sackville y Neville, tampoco le hizo caso al semáforo.

«Mierda», pensó Grace, temiendo por ella.

El semáforo se puso en ámbar. Pero las luces de freno de ella no se encendían.

Se le puso el estómago en la garganta. Las lesiones provocadas por el impacto lateral de un coche en un cruce eran de las más graves que se podían sufrir. Y ahora en aquel coche a toda mecha ya no iba únicamente Cleo. También viajaba el hijo de ambos.

El semáforo se puso en rojo. Más de dos segundos después, el Audi pasaba a toda mecha. Roy apretó el volante con las manos, temiendo por ella. Pero ya había pasado el cruce sin problemas y seguía por Old Shoreham Road, aproximándose a Hove Park.

Él detuvo su Ford Focus frente al semáforo, con el corazón golpeándole en el pecho, tentado de llamarla por teléfono, de decirle que redujera la velocidad. Pero no valdría de nada: ella conducía siempre así. En los cinco meses que habían estado saliendo había llegado a la conclusión de que conducía peor que su amigo y colega Glenn Branson, que había aprobado recientemente la prueba de Persecuciones a Alta Velocidad de la Policía y a quien le gustaba demostrarle su habilidad al volante -o más bien la falta de ella- en cuanto se daba la más mínima ocasión.

¿Por qué conducía de aquel modo tan imprudente cuando era tan meticulosa en todo lo demás que hacía? Sin duda -pensó Roy-, alguien que trabajaba en un depósito y que trataba casi a diario con los cuerpos destrozados de personas muertas en la carretera debería tener especial cuidado al volante. Sin embargo, uno de los asesores forenses de Brighton y Hove, el doctor Nigel Churchman, que se acababa de mudar al norte, participaba en carreras de coches los fines de semana. Alguna vez había pensado que sería el trabajar tan cerca de la muerte lo que provocaba esas ganas de desafiarla.

El semáforo se puso en verde. Comprobó que no hubiera nadie pasando al estilo de Cleo y luego atravesó el cruce, acelerando pero teniendo en cuenta que había dos cámaras en el siguiente tramo de carretera. Cleo negaba categóricamente que condujera rápido, como si no lo viera. Y aquello le asustaba. La quería muchísimo, y aquella noche más que nunca. La idea de que pudiera ocurrirle algo le resultaba insoportable.

Durante casi diez años tras la desaparición de Sandy, había sido incapaz de formalizar ninguna relación con otra mujer. Hasta que llegó Cleo. Durante todo aquel tiempo había estado buscando a Sandy sin cesar, esperando recibir noticias, una llamada, o que apareciera en la puerta de su casa un día. Pero aquello estaba cambiando. Quería a Cleo tanto, o quizá más de lo que había querido a Sandy, y si su esposa reapareciera de pronto un día, por muy buena que fuera su excusa, él dudaba mucho de que pudiera dejar a Cleo por ella. Había pasado página, de mente y de corazón.