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Y ahora, aquello tan increíble. ¡Cleo estaba embarazada! De seis semanas. Se lo habían confirmado esta mañana, decía. Llevaba dentro un hijo de él. De ellos.

Qué paradójico. Durante sus años de vida en común, antes de su desaparición, Sandy no había podido quedarse embarazada. Los primeros años no les preocupaba, ya que habían decidido esperar un poco antes de formar una familia. Pero luego empezaron a intentarlo y no pasaba nada. El último año antes de su desaparición ambos se habían hecho pruebas de fertilidad. Resultó que el problema era de Sandy, algo bioquímico que tenía que ver con la viscosidad de la mucosa de sus trompas de Falopio, que los especialistas les habían explicado con todo detalle y que Roy se había esforzado en entender.

El especialista había puesto medicación a Sandy, aunque le avisó de que tenía menos de un 50 por ciento de probabilidades de que funcionara, y aquello la había dejado deprimida, frustrada. A ella siempre le gustaba controlar la situación. Probablemente sería uno de los motivos por los que también le gustaba conducir rápido, mandando en la carretera, pensó Roy. Había sido ella la que había dispuesto la decoración minimalista zen de su casa y quien había diseñado el jardín. Ella siempre gestionaba sus vacaciones. A veces Roy se preguntaba si el problema de la infertilidad la había deprimido más de lo que él creía. Y si aquello había sido el motivo de su desaparición.

Tantas preguntas sin respuesta.

Pero ahora aquel vacío en su vida se había llenado. Salir con Cleo le había proporcionado una sensación de felicidad que no creía posible volver a tener. ¡Y ahora aquella noticia, aquella noticia increíble!

Vio el coche de ella enfrente, esta vez parado frente al semáforo del cruce con Shirley Drive, donde había una cámara de seguridad.

«¡Por favor, cariño, por favor, no conduzcas tan a lo loco! No vayas a estrellarte con el coche, ahora que te he encontrado, cuando está empezando una nueva vida para los dos.»

«Cuando hay una vida creciendo en tu interior.»

Vio las luces de freno que se encendían antes de llegar a la cámara siguiente y por fin la alcanzó en el semáforo siguiente. Luego la siguió por Dyke Road y la rotonda de Seven Dials. Las once y media de un miércoles por la noche y aún había gente por la calle en aquel barrio tan poblado.

Observó instintivamente cada una de las caras hasta que vio a alguien a quien reconoció al instante, un camello de tres al cuarto e informador de la Policía: Miles Penney, que se arrastraba con la cabeza gacha, vestido con harapos y con un cigarrillo que le colgaba de los labios. Por lo despacio que caminaba, no debía de ir ni a buscar mercancía ni a venderla, y además a Grace no le importaba lo que hiciera. Mientras no violara ni matara a nadie, no formaba parte de su lista de problemas.

Siguió a Cleo y pasaron frente a la estación de tren, luego por una red de callejuelas del distrito de North Laine, lleno de casas adosadas, tiendas, cafeterías, restaurantes y tiendas de antigüedades, hasta que encontró una plaza de aparcamiento para residentes cerca de su casa. Grace aparcó en una zona de estacionamiento limitado cerca del coche de ella y salió, echando un vistazo a su alrededor en busca de cualquier sombra que se moviera, sintiendo de pronto una mayor necesidad de proteger a Cleo.

Se encontraron en la puerta del almacén reconvertido en casa donde vivía ella, y la rodeó con un brazo mientras Cleo marcaba una contraseña en el teclado numérico de la entrada.

Cleo llevaba una capa negra larga por encima del vestido; él deslizó la mano en su interior y le puso la palma contra el vientre.

– Esto es asombroso -dijo.

Ella se lo quedó mirando con los ojos bien abiertos:

– ¿Estás seguro de que te parece bien?

Él retiró la mano de bajo la capa y le cogió la cara con ambas manos.

– Con todo mi corazón. No sólo me parece bien; soy increíblemente feliz. Pero… No sé cómo expresarlo. Es una de las cosas más increíbles que me han pasado. Y creo que serás una madre maravillosa. Serás fantástica.

– Yo creo que tú serás un padre maravilloso -dijo ella.

Se besaron. Entonces, con cautela, porque era tarde y estaba oscuro, Roy echó una mirada alrededor.

– Sólo una cosa -dijo entonces.

– ¿Qué?

– Conduces de miedo. Quiero decir, que Lewis Hamilton se moriría de envidia.

– ¡Eso no está nada mal, viniendo de alguien que se lanzó con el coche por los acantilados de Beachy Head!

– Bueno, sí, pero tenía un buen motivo: estaba persiguiendo a alguien. Tú acabas de pasar a 130 en un lugar donde el límite es 65, y te has saltado un semáforo en rojo sin motivo.

– ¿Y? Bueno, pues ponme una multa.

Se miraron a los ojos.

– Hay veces que eres una bruja -refunfuñó él.

– Y tú a veces eres como un grano en el culo.

– Te quiero.

– ¿De verdad, Grace?

– Sí, te quiero; te adoro.

– ¿Cuánto?

Él hizo una mueca, luego tiró de ella y le susurró al oído:

– Quiero que te metas ahí dentro, que te desnudes y entonces te mostraré cuánto.

– Eso es lo mejor que me han dicho en toda la noche -susurró ella. Introdujo la combinación. La cerradura de la puerta saltó y ella abrió empujándola.

Pasaron, atravesaron el patio adoquinado y entraron en la casa, que se había convertido en el escenario de una hecatombe.

Un pequeño tornado negro saltó por entre aquel desastre y se lanzó hacia Cleo, dándole en el vientre y casi tirándola al suelo.

– ¡Abajo! -gritó ella-. ¡Humphrey, abajo!

Antes de que Grace tuviera ocasión de prepararse, el perro le dio un cabezazo en las pelotas.

Él se tambaleó, echándose atrás.

– ¡Humphrey! -le gritó Cleo al cachorro, mezcla de labrador y border collie.

El perro volvió corriendo al centro del desastre que había sido el salón y volvió con una tira de cuerda rosa anudada en la boca.

Grace, con un gesto de dolor e intentando recuperar la respiración tras el ataque a la entrepierna, se quedó mirando la sala, generalmente inmaculada y diáfana. Había macetas con plantas volcadas. Los cojines de los dos sofás rojos estaban por los suelos, y varios estaban desgarrados, con la espuma y las plumas esparcidas por el parqué de roble pulido. Había velas medio mascadas por el suelo, páginas de periódico por todas partes y una copia de la revista Sussex Life con la portada rasgada.

– ¡Perro malo! -le riñó Cleo-. ¡Perro muy, muy malo!

El perro agitó el rabo.

– ¡No estoy contenta contigo! ¡Estoy muy, muy enfadada! ¿Entiendes?

El perro siguió agitando el rabo y volvió a saltar hacia Cleo.

Ella le agarró la cara con las manos, se arrodilló y le gritó:

– ¡Perro malo!

Grace se rio. No pudo evitarlo.

– ¡Joder! -dijo Cleo, sacudiendo la cabeza-. ¡Perro malo!

El cachorro forcejeó hasta liberarse y se lanzó de nuevo hacia Grace. Esta vez el superintendente estaba preparado y le agarró de las patas.

– ¡No me hace gracia! -le dijo.

El perro agitó el rabo, aparentemente satisfecho de su proeza.

– ¡Mierda! -se lamentó Cleo-. Limpiaré esto luego. ¿Whisky?

– Buena idea -dijo Grace, apartando al perro, que volvió inmediatamente con él con la intención de lamerlo hasta desgastarlo.

Cleo sacó a Humphrey al patio trasero arrastrándolo del pellejo de la nuca y le cerró la puerta. Luego entraron en la moderna cocina. Desde el patio, el perro empezó a aullar.