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– Necesitan dos horas de ejercicio al día -dijo Cleo-. Pero no antes de cumplir un año de edad. Si no, les va mal para las caderas.

– Y para tus muebles.

– Muy gracioso. -Dejó caer unos cubitos del dispensador de la nevera en dos vasos de whisky y echó varios dedos de Glenfiddich en uno y tónica en el otro-. Creo que no debería beber nada -observó-. ¿Qué te parece lo responsable que me he vuelto?

Grace sintió una necesidad imperiosa de fumar y rebuscó en los bolsillos, pero luego recordó que había decidido deliberadamente no llevar ninguno encima.

– Estoy seguro de que al bebé no le importará que te eches un traguito o dos. ¡A lo mejor le sirve para acostumbrarse ya desde pequeño!

Cleo le pasó un vaso.

– Salud, orejones -dijo.

– Por ti, narizota -respondió él, levantando el vaso.

– Que te den -replicó ella, poniendo fin a sus dedicatorias mutuas.

Roy apuró el vaso y se quedaron mirándose el uno al otro. En el exterior, Humphrey seguía aullando. «Él o ella.» No había pensado en aquello. ¿Sería un niño o una niña? No le importaba. Adoraría aquel bebé. Cleo sería una madre magnífica, eso lo sabía, era indudable. Pero ¿sería él buen padre? Entonces siguió la mirada de Cleo por todo aquel desastre.

– ¿Quieres que te ayude a recoger? -le preguntó.

– No -dijo ella. Entonces le besó muy suavemente, sensualmente, en los labios-. Necesito desesperadamente un orgasmo. ¿Crees que podrías encargarte de eso?

– ¿Sólo uno? Eso podría hacerlo con los ojos cerrados.

– Capullo.

23

Cosmescu mascaba su chicle, siguiendo con la vista la bola de marfil que rebotaba por entre los resaltes de la rueda de la ruleta. Al principio emitía un repiqueteo constante, luego un «clac-clac-clac» al ir perdiendo velocidad la rueda, que se convertía en un repentino silencio cuando caía en una casilla.

Veinticuatro. Negro.

Ajustándose las gafas de aviador sobre el puente de la nariz, se quedó mirando con una sonrisa satisfecha su montón de fichas de cinco libras situado sobre la línea entre el 23 y el 24, y luego vio al crupier barriendo las fichas no premiadas de los otros números y combinaciones/incluidas muchas de las suyas. Sacudió la muñeca, echó un vistazo al reloj y observó que eran las doce y diez. Hasta entonces no iba bien; estaba perdiendo 1.800 libras, cerca del límite que se había impuesto él mismo por noche. Pero quizá con esta baza ganada y su segunda apuesta al tercio ganada en dos tiradas consecutivas, le estuviera cambiando la suerte.

Cosmescu colocó la mitad de sus ganancias con el resto de fichas que le quedaban y luego, como el resto de los jugadores de la mesa -la implacable mujer china que llevaba jugando sin parar desde su llegada y muchos otros que habían llegado hacía poco-, hizo sus apuestas. Cuando la ruleta llevaba girando varios segundos y el crupier dijo «No va más», casi todos los números estaban cubiertos de fichas.

Cosmescu siempre usaba los mismos dos sistemas. Por seguridad jugaba al tercio, que consistía en apostar a un tercio de los números de la ruleta, los que cubren un arco justo enfrente del cero. Con ese sistema no se ganaba mucho, pero generalmente tampoco se perdía demasiado. Aquella estrategia le permitía mantenerse en la mesa durante horas, mientras iba refinando su propio sistema, que llevaba años desarrollando pacientemente. Cosmescu era un hombre muy paciente. Y siempre lo planeaba todo con extremo cuidado, motivo por el que le iba a disgustar tanto la llamada de teléfono que estaba a punto de recibir.

Su sistema se basaba en una combinación de matemática y probabilidad. En una mesa de ruleta europea había treinta y siete números, incluido el cero. Pero Cosmescu sabía que la probabilidad de que los treinta y siete números salieran en treinta y siete giros consecutivos de la ruleta era de una contra muchos millones. Algunos números podían aparecer dos, tres o incluso cuatro veces en el margen de unas pocas tiradas, y a veces incluso más, y otros no aparecer en absoluto. Su estrategia, por tanto, consistía en apostar sólo en los números -y combinaciones de números- que ya habían aparecido, puesto que algunos de ellos sin duda volverían a aparecer.

Mirando el número veintiséis de nuevo, apretó con el pulgar del pie dos veces el pulsador que llevaba en la bota derecha y luego seis veces el que llevaba en la bota izquierda. Más tarde, cuando llegara a casa, descargaría en el ordenador los datos del chip de memoria que llevaba en el bolsillo.

El sistema aún distaba mucho de ser perfecto y seguía perdiendo en muchas ocasiones, pero sus pérdidas se hacían cada vez menores, y en general menos frecuentes.

Estaba seguro de que estaba cerca de encontrar la clave. Si lo conseguía, sería entonces cuando se hiciera rico. Y entonces… Bueno, no necesitaría trabajar como lacayo a sueldo de nadie. Por otra parte, si no lo conseguía, por lo menos aquello le servía para pasar el tiempo. Y de eso tenía mucho. Demasiado.

Llevaba una vida solitaria en aquella ciudad. Trabajaba desde su piso, en un gran bloque de cristal y acero, alto, céntrico, y se ocupaba de sus asuntos, manteniéndose deliberadamente apartado de los demás. Esperaba órdenes de su jefe y cuando las ejecutaba, se gastaba parte del efectivo en el casino, como le habían mandado. Era un buen acuerdo. Su sef, o jefa, necesitaba a alguien de confianza, alguien que fuera lo suficientemente duro como para hacer los trabajos, pero que no la desplumara. Y ambos hablaban el mismo idioma.

Dos idiomas, de hecho: rumano y dinero.

Vlad Cosmescu tenía pocos intereses aparte del dinero. Nunca leía libros ni revistas. De vez en cuando veía alguna película de acción en la televisión. Las películas de Bourne no le disgustaban, y también le gustaba la serie The Transponer, porque se identificaba con el personaje solitario de Jason Statham. Ocasionalmente también veía alguna película porno, si estaba con una de las chicas. Y hacía ejercicio, dos horas al día, en un gimnasio grande. Pero todo lo demás le aburría, incluso comer. La comida no era más que combustible, así que comía cuando lo necesitaba, y sólo lo justo, nunca de más. No tenía ningún interés en el sabor de la comida y no entendía la obsesión británica por los programas de cocina en la televisión.

Le gustaban los casinos por el dinero. En ellos podías verlo, respirarlo, oírlo, tocarlo, e incluso notar su sabor en el aire. Aquel sabor era más delicioso que el de ningún alimento que hubiera probado nunca. El dinero te daba libertad, poder. La posibilidad de hacer algo con tu vida y con la de tu familia.

A Cosmescu le había dado la posibilidad de sacar a su hermana discapacitada, Lenuta, de un camin spital, un hospicio estatal del remoto pueblo de Plataresti, cuarenta kilómetros al noreste de Bucarest, y llevársela a un bonito centro en las montañas de Montreux, en Suiza, con vistas al lago Leman.

Cuando la había visto por primera vez, diez años antes, tras mucho investigar y muchos sobornos para encontrarla, la habían clasificado como «irrecuperable». Tenía once años y estaba tirada en un viejo jergón con barrotes, alimentada únicamente con leche y cereales molidos. Con su figura esquelética y su vientre hinchado por la malnutrición, vestida con un jirón de tela a modo de pañal, parecía una víctima de un campo de concentración.

Había treinta jergones en aquella sala abarrotada, con barrotes todos, apretados unos contra otros, como jaulas de animales en un laboratorio. El hedor a vómito y a diarrea era sobrecogedor. Vio a los niños más fuertes, también retrasados y alimentados, como todos, con los mismos biberones de leche con cereales molidos, a pesar de que algunos estuvieran ya en plena adolescencia, agitando su biberón y estirando los brazos a través de los barrotes de sus jaulas para quitarles el biberón a los más pequeños y débiles, ante la desidia de la solitaria cuidadora, sentada en su despacho, sin cualificación ni capacidad de reacción.