Mientras la bola volvía a repiquetear por entre las casillas metálicas de la ruleta, el teléfono móvil de Cosmescu vibró en silencio. Lo sacó del bolsillo, al tiempo que comprobaba cuál era el número ganador. 17. «Mierda.» Era un mal número para él; pérdida total. Se apartó un poco de la mesa, registrando el número con los dedos de los pies, y observando la pantalla a la vez. Era un mensaje de texto de su sef.
Quiero hablar ahora mismo.
Cosmescu salió del casino y atravesó el aparcamiento hacia el pub Wetherspoons, donde sabía que tenían un teléfono en la planta baja. Cuando llegó, escribió el número en un mensaje de móvil, lo mandó y esperó. Apenas un minuto más tarde, sonó. El pub estaba atestado y había mucho ruido, por lo que tuvo que pegarse el teléfono al oído.
– ¿Sí?
– La has cagado -dijo la voz en el otro extremo de la línea-. Soberanamente.
Cosmescu habló unos minutos y luego volvió a su mesa en el casino. Eso sí, había perdido la concentración. Sus pérdidas sobrepasaron su límite, hasta 2.300 libras y luego 2.500. Pero en vez de parar, se dejó llevar por la rabia. La rabia y la locura del jugador.
Hacia las tres y veinte, cuando por fin decidió dejarlo, había perdido más de 5.000 libras. Nunca había perdido tanto en una sola noche.
A pesar de eso, a la chica del guardarropía y al mozo del aparcamiento les dio la propina de siempre, un billete de diez libras impecable y calentito a cada uno.
24
Roy Grace, vestido con chándal, gorra de béisbol y deportivas, salió por la puerta de delante de la casa de Cleo poco antes de las cinco y media. Con el brillo de las farolas, la oscuridad previa al amanecer era como una niebla ámbar y el frío viento le salpicaba la cara de una llovizna salada.
Estaba eufórico y apenas había dormido, pensando en Cleo y en el bebé que crecía en su interior. Era una sensación increíble. Si le hubieran pedido que lo expresara con palabras, en aquel momento no habría sido capaz. Sintió una extraña sensación de importancia, de responsabilidad y, por primera vez desde que era policía, un cambio en sus prioridades.
Atravesó el patio y abrió la puerta del cercado, echando un vistazo a ambos lados de la calle, comprobando que todo estuviera bien. Les ocurría a todos los agentes que conocía. Tras unos años en el cuerpo, automáticamente comprobaban todo a su alrededor, constantemente, estuvieran en una calle, en una tienda o en un restaurante. Grace se reía y lo llamaba la «sana cultura de la sospecha», y en su trabajo le había resultado útil muchas veces.
Arrancaba aquella mañana de jueves de finales de noviembre, y él sentía un instinto de protección sobre Cleo más intenso que nunca, pero no veía nada en las calles desiertas de Brighton que le despertara sospecha alguna. Haciendo caso omiso al dolor en la espalda y las costillas provocado por el accidente de coche que había sufrido, emprendió la marcha por las estrechas calles peatonales de Kensington Gardens, pasando por sus cafés y boutiques, por una tienda de muebles de segunda mano y por un mercado de antigüedades y curiosidades, luego por Gardner Street y Luigi's, una de las tiendas a la que insistía en llevarle de vez en cuando, para renovar su vestuario, Glenn Branson, su autonombrado gurú de la moda personal.
Al llegar a North Street, también desierta, vio unos focos y oyó el rugido de un motor potente. Un momento después, un Mercedes SL descapotable negro pasó como una bala; apenas se veía al conductor tras los cristales tintados. Lo único que percibió Grace es que se trataba de una figura alta y delgada, pero nada más. Se preguntó qué estaría haciendo aquel hombre a aquellas horas. ¿Volver de una fiesta? ¿Ir a toda prisa al muelle de los ferris o al aeropuerto? No se veían muchos coches caros a aquellas horas de la madrugada. En su mayoría eran coches más baratos y furgonetas de trabajadores. Por supuesto que el Mercedes podía tener muchos motivos legítimos para circular a aquella hora, pero por si acaso memorizó la matrícula: «GX57 CKL».
Cruzó y atravesó las callejuelas y callejones de The Lanes para llegar por fin al paseo marítimo. Estaba desierto, salvo por un hombre solitario que paseaba a un perro salchicha viejo y regordete. Saltando cada vez menos a medida que iba entrando en calor, bajó la cuesta, pasó frente a una gran discoteca, el Honey Club, que estaba oscura y en silencio, y luego se detuvo unos momentos y se tocó los dedos de los pies varias veces. Luego se quedó quieto, aspirando los olores de la playa, de sal, de petróleo, de pescado podrido, de pintura de barco y de algas en putrefacción, escuchando el fragor del ir y venir de las olas. La llovizna era como un refrescante baño de agua vaporizada contra el rostro.
Aquél era uno de los lugares que más le gustaban de la ciudad, a nivel del mar. Especialmente ahora, a primera hora, cuando estaba desierto. El mar le seducía, como una droga. Le encantaban todos sus sonidos, sus olores, sus colores y sus cambios de carácter; y especialmente todos los misterios que ocultaba, los secretos que a veces ocultaba, como el cuerpo de la noche anterior. No podía imaginarse viviendo en el interior, a kilómetros del mar.
El Palace Pier, uno de los elementos de referencia de la ciudad, aún estaba iluminado. Sus nuevos dueños le habían cambiado el nombre por el de Brighton Pier hacía unos años, pero para él, como para miles de vecinos de la ciudad, siempre sería el Palace Pier. Decenas de miles de bombillas brillaban a lo largo de toda la estructura, resiguiendo los tejados y dando al tobogán en espiral el aspecto de una baliza que se elevaba hacia el cielo; de pronto Grace se preguntó cuánto tiempo tardaría en decretarse que todo el muelle mantuviera las luces apagadas de noche para ahorrar energía.
Giró a la izquierda y corrió en su dirección; luego se sumergió en las sombras tras las enormes vigas que servían de soporte al muelle, lugar donde, casi veinte años antes, Sandy y él se habían dado su primer beso. ¿Daría su hijo -o su hija- su primer beso allí?, se preguntó, mientras reaparecía por el otro lado. Corrió casi un kilómetro más y luego se dirigió a casa de Cleo. Esta vez había sido una carrera corta, de poco más de veinte minutos, pero le sirvió para refrescarse y recargar energías.
Cleo y Humphrey aún seguían dormidos. Se dio una ducha rápida, calentó en el microondas un cuenco de copos de avena que Cleo le había dejado fuera, se los tomó mientras hojeaba las páginas del Argus del día anterior y se dirigió a la oficina. A las siete menos cuarto aparcaba en su plaza frente a la Sussex House, el cuartel general del Departamento de Investigación Criminal. Si no le interrumpían, tendría una hora y media para revisar los correos electrónicos que hubieran llegado desde el día anterior y el papeleo más urgente antes de dirigirse al depósito para la autopsia del «Varón Desconocido», tal como se llamaba en aquel momento el cuerpo recuperado por la draga.
En primer lugar se conectó a la red y repasó los números de serie de los casos de las últimas horas. Había sido una noche tranquila. Entre lo más destacado había un ataque homófobo a dos varones en Eastern Road, un robo en una oficina, una reyerta entre borrachos en un complejo de viviendas públicas de Moulescomb, un camión volcado en la A27 y seis coches abiertos en Tidy Street. Hizo una pausa para leer aquel caso a fondo, ya que era a la vuelta de la esquina de casa de Cleo, pero el informe no decía mucho. Pasó a una pelea de madrugada en una parada de autobús en London Road y luego a la denuncia de robo de un ciclomotor.
Todo asuntos menores, observó, mientras repasaba la lista. Un momento después oyó que se abría la puerta y una voz familiar. Demasiado familiar.