Выбрать главу

«Mierda», pensó. No quería que se le escapara el Ford Fiesta.

– Sí, sí, vamos para allá. Ponga un aviso para las patrullas de Brighton. Ford Fiesta, matrícula: Whisky, Cuatro, Tres, Dos, Charlie, Papa, Noviembre; color verde, viajando hacia el sur por Lewes Road a gran velocidad, acercándose a la rotonda. Posible conductor reincidente.

No tuvo que decirle a su colega que diera media vuelta.

Upperton ya estaba frenando a fondo, con el intermitente a la derecha encendido, y buscaba un hueco entre el tráfico que venía en sentido contrario.

4

Beckett sentía cada vez más cerca el olor del mar, parado ante el semáforo de la vía de acceso en su viejo MGB GT que ya tenía treinta años. Era como una droga, como si llevara la sal del océano en sus venas, y después de cualquier periodo de abstinencia necesitaba su dosis. Desde su temprana juventud, cuando se alistó en la Marina Real como aprendiz de ingeniero, se había pasado toda su carrera en el mar. Diez años en la Marina Real y luego veintiuno en la Marina Mercante.

Le encantaba Brighton, donde había nacido y crecido, debido a su ubicación en la costa, pero siempre se ponía más contento cuando se hacía a la mar. Aquel día era el último de su permiso de tres semanas y el inicio de otras tres de nuevo en el mar, en el Arco Dee, del que era ingeniero jefe. No hacía tanto, pensó, que era el ingeniero jefe más joven de toda la Marina Mercante, pero ahora, a sus cuarenta y siete años, se estaba convirtiendo rápidamente en un veterano, en un viejo lobo de mar.

Del mismo modo que le pasaba con su querido barco, del que conocía cada remache, conocía también cada tornillo y cada tuerca de su coche, que había desmontado y vuelto a montar más veces de las que podía recordar. Escuchó atentamente el ronroneo del motor en punto muerto y le pareció notar un ligero ruidito del taqué, lo que significaba que tendría que sacar la cabeza del cilindro en su próximo permiso y hacer algunos ajustes.

– ¿Estás bien?-le preguntó Jane.

– ¿Yo? Sí, estupendamente.

Era una bonita mañana, con un cielo azul claro, sin viento, y el mar era una balsa de aceite. Tras las tormentas de finales de otoño, que habían hecho su última travesía algo desagradable, el tiempo volvía a calmarse, al menos de momento. Sería un día fresco, pero luminoso.

– ¿Vas a echarme de menos?

Él le pasó el brazo por encima de los hombros y se apretó contra ella.

– Como un loco.

– ¡Mentiroso!

La besó.

– Te echo de menos cada segundo que paso lejos de ti.

– ¡Tonterías!

Volvió a besarla.

Al ponerse verde el semáforo, Jane soltó el embrague, puso la primera y aceleró cuesta abajo.

– ¡Qué difícil es competir con un barco! -dijo ella.

– El polvo de esta mañana ha sido colosal -respondió él con una mueca.

– Más vale que te dure.

– Me durará.

Giraron a la izquierda, rodeando el extremo de la laguna de Hove, un par de lagos artificiales donde se podía practicar remo, tomar clases de windsurf o poner a navegar maquetas de barcos. Enfrente, junto al extremo este del puerto, tenían una calle privada blanca con casas de veraneo de estilo árabe donde residían algunos ricos y famosos, como Heather Mills y Fatboy Slim.

El aire olía ya más a sal, y a los vertidos sulfurosos del puerto, y a petróleo, a cuerdas, a alquitrán, a pintura y a carbón. El puerto de Shoreham, en el extremo oeste de la ciudad de Brighton y Hove, consistía en una ensenada de casi dos kilómetros de longitud bordeada de astilleros de madera, almacenes, estaciones de repostaje y depósitos anexos a ambos lados, así como puertos deportivos y unas cuantas casas y bloques de pisos dispersos. En otro tiempo había sido un activo puerto comercial, pero la llegada de cargueros cada vez mayores, demasiado grandes para ese puerto, había cambiado su fisonomía.

Buques cisterna, pequeños barcos de carga y barcos pesqueros aún hacían un uso constante del puerto, pero gran parte del tráfico consistía en dragas comerciales, como su barco, que peinaban el lecho marino recogiendo grava y arena para venderlas como material de construcción.

– ¿Qué tienes durante las próximas tres semanas? -preguntó él.

La confianza en las esposas que se quedaban en puerto era fundamental para todos los marinos.

Al empezar en la Marina Real le habían dicho que las mujeres de algunos marinos solían poner un paquete de detergente OMO en el alféizar de la ventana delantera cuando sus maridos estaban fuera, de servicio. Quería decir Old Man Overseas, es decir, «marido en alta mar».

– La obra de Navidad de Jemma, que te perderás por poco -respondió ella-. Y Amy empieza vacaciones dentro de dos semanas. La pondré a fregar toda la casa.

Amy tenía once años y era la hija de un matrimonio anterior de Jane. Mal se llevaba bien con ella, aunque siempre había una barrera invisible entre ellos. Jemma tenía seis años y era la hija de ambos, y con ella tenía mucha más afinidad. Era una niña muy cariñosa, muy lista y positiva. Justo lo contrario que la hija que él tenía de su primer matrimonio, distante y enfermiza, a la que quería pero con la que nunca había conectado realmente, a pesar de todos sus esfuerzos. Le daba mucha rabia perderse cómo Jemma interpretaba a la Virgen María, pero ya estaba acostumbrado a los sacrificios familiares que suponía el trabajo que había elegido. Aquello había sido un factor de peso en su divorcio, y algo sobre lo que aún pensaba constantemente.

Miró a Jane mientras ella conducía y giraba a la derecha. Dejaron las casas atrás y embocaron la larga carretera recta que recorría el lado sur de la ensenada. Redujo la marcha casi de forma deliberada, como si quisiera estirar los últimos minutos con él. Era una mujer combativa pero encantadora, con su corta melena pelirroja y su naricilla respingona; llevaba una chaqueta de cuero sobre una camiseta blanca y unos vaqueros rasgados. ¡Cuánta diferencia había entre ambas mujeres! Jane, que era terapeuta especialista en fobias, le dijo que apreciaba su independencia, que le encantaba el hecho de tener tres semanas de libertad, que eso le hacía valorar más el tiempo en que lo tenía en casa.

Mientras que Lynn, que trabajaba para una agencia de recaudación de impuestos, siempre le había necesitado. Demasiado. Una cosa era sentirse querido por una mujer, deseado por ella. Pero otra que le «necesitara»… Era aquella necesidad la que había acabado por separarlos. Él esperaba -de hecho, ambos esperaban- que tener un hijo cambiara aquello. Pero no había sido así.

En realidad, había empeorado las cosas.

El coche estaba deteniéndose. Jane había puesto el intermitente. Pararon, dejaron que pasara un camión cargado de madera, giraron a la derecha y atravesaron la verja abierta de Solent Aggregates. Luego ella detuvo el coche frente a la cabina de seguridad.

Mal salió con su mono blanco y sus botas de trabajo con suelas de goma ya puestas y levantó el maletero. Sacó su enorme petate y se puso su casco amarillo. Luego se inclinó y besó a Jane por el hueco de la ventanilla. Fue un beso largo y prolongado. A pesar de los siete años que llevaban juntos, la pasión aún era intensa. Era una de las ventajas de alejarse periódicamente durante tres semanas.

– Te quiero -dijo él.

– Yo te quiero aún más -respondió ella, y volvió a besarle.

Mal era un hombre alto, delgado y fuerte, de buen aspecto, de expresión abierta y honesta, y con una mata de pelo claro y corto que se iba haciendo más fino. Era el tipo de hombre que enseguida se ganaba el aprecio y el respeto de sus colegas: no tenía caras ocultas. Era tal como parecía.

Se quedó de pie mirando la maniobra del coche, escuchando el borboteo del tubo de escape, preocupado por el ruido del motor al subir de revoluciones. Habría que sustituir uno de los deflectores de los silenciadores. Tendría que subir el coche en el elevador cuando volviera. Además tenía que echar un vistazo a los amortiguadores; no parecía que el coche fuera todo lo bien que debía cuando encontraba baches. Quizá tuviera que cambiar los amortiguadores de delante.