– ¡Eh, colega! ¿Llegas pronto, o es que te vas ahora?
– Muy gracioso -respondió Grace, levantando la vista hacia su amigo, y ahora inquilino permanente, Glenn Branson, que tenía el mismo aspecto inmaculado de siempre, como si estuviera a punto para salir de fiesta. Alto, negro, con la cabeza afeitada brillante como una bola de billar, el sargento iba siempre hecho un pincel. Esta vez llevaba un traje de tres piezas de un gris brillante, una camisa de rayas grises y blancas, mocasines negros y una corbata de seda púrpura. Tenía una taza de café en la mano.
– He oído que anoche fuiste a darte pote con el nuevo comisario -dijo Branson-. ¿O debería decir a lamerle el culo?
Grace sonrió. La noticia de Cleo le había emocionado tanto que había tenido que hacer un esfuerzo por pensar en algo inteligente que decirle al comisario cuando por fin tuvo unos momentos para hablar con él en la fiesta, y sabía que no había conseguido transmitir la buena impresión que buscaba. Pero aquello no importaba. ¡Cleo estaba embarazada! Y llevaba dentro de sí «el niño de los dos». ¿Qué otra cosa podía importarle? Le hubiera encantado contarle la noticia a Glenn, pero Cleo y él habían acordado mantenerlo en secreto. Seis semanas era muy poco tiempo; podrían pasar muchas cosas. Así que se limitó a decir:
– Sí, y está muy preocupado por ti.
– ¿Por mí? -dijo Glenn, de pronto con aspecto de preocupación-. ¿Por qué? ¿Qué dijo?
– Tenía que ver con tu música. Dijo que alguien con tus gustos musicales seguro que sería un agente de Policía horroroso.
Por un momento, el sargento volvió a fruncir el ceño. Luego apuntó a Grace con un dedo:
– Eres un cabrón -le dijo-. Me estás tomando el pelo, ¿verdad?
Grace hizo una mueca.
– ¿Así pues? ¿Hay noticias? ¿Cuándo recuperaré mi casa?
– ¿Me estás echando? -dijo Branson, con cara de decepción.
– Mataría por un café. Podrías prepararme un café a cargo del alquiler del mes que viene. ¿Trato hecho?
– Hecho. Te daría éste, pero tiene azúcar.
Grace puso cara de asco:
– Eso te mata.
– Sí, bueno, cuanto antes mejor -respondió Branson, con gesto sombrío, y desapareció.
Cinco minutos más tarde estaba sentado en una de las sillas frente al escritorio del superintendente, sosteniendo su taza de café frente al pecho. Grace lanzó una mirada escéptica a la suya.
– ¿Le has puesto azúcar a éste?
– ¡Mierda! Te haré otro.
– No, está bien. No lo removeré. -Grace se quedó mirando a su amigo, que tenía un aspecto terrible-. ¿Te has acordado de dar de comer a Marlon?
– Sí-asintió Branson, pensativo-. El destino de Marlon y el mío están unidos. Somos colegas.
– ¿De verdad? Bueno, no te pegues mucho a él.
Marlon era el pez tropical que Grace había ganado en una feria nueve años antes y que aún se mantenía en plena forma. Era una criatura arisca y antisocial que se había comido a todos los compañeros que le había comprado. Aunque el sargento, que medía metro noventa, probablemente fuera demasiado hasta para el apetito insaciable del pez, decidió. Así que volvió a fijar la vista en la pantalla, donde observó que habían actualizado el caso de los coches abiertos en Tidy Street. Dos chavales habían sido detenidos mientras abrían un coche justo debajo de una cámara de vigilancia a la vuelta de la esquina, en Trafalgar Street.
«Bien», pensó, algo aliviado. Sólo que probablemente los dejarían libres bajo fianza y volverían a las calles aquella misma noche.
– ¿Alguna novedad en el caso de los Branson?
Unos meses antes, en un intento por salvar su matrimonio, Branson le había comprado a su mujer, Ari, un caballo muy caro para participar en pruebas de hípica, aprovechando la indemnización que había recibido por una lesión. Pero el resultado de aquello no fue más que una breve tregua en una relación decididamente hostil.
– ¿Algún otro caballo?
– Anoche fui a ver a los niños. Me dijo que recibiré una carta de su abogado -dijo Branson, encogiéndose de hombros.
– ¿Para el divorcio?
Él asintió, desanimado.
Lo único que atenuaba la tristeza que sentía Grace por su amigo era la certeza de que aquello significaba que Branson se quedaría en su casa durante un tiempo considerable, y él no tenía valor para echarle.
– ¿Quieres que salgamos esta noche a tomar una copa y charlar? -preguntó Branson.
– Sí, claro.
Pese a lo mucho que quería Grace a ese hombre, respondió sin ningún entusiasmo. Sus charlas con Glenn sobre Ari eran interminables, y siempre giraban en torno a lo mismo. La realidad era que la esposa de Glenn no sólo ya no le quería, sino que ni siquiera le «gustaba». Grace consideraba que era el tipo de mujer que nunca estaría satisfecha con lo que tuviera en ninguna relación, pero cada vez que intentaba decírselo a su amigo, Glenn se ponía a la defensiva, como si aún creyera que había una solución, por complicada que fuera.
– En realidad creo que haremos otra cosa -propuso Grace-. ¿Estás ocupado esta mañana?
– Sí, pero no es nada que no pueda esperar unas horas. ¿Por qué?
– Tengo un cuerpo que una draga sacó ayer del mar. He puesto a la inspectora Mantle al cargo, pero hoy y mañana estará en un curso en la Academia de Policía de Bramshill. He pensado que querrías venir a la autopsia.
Branson abrió los ojos, al tiempo que sacudía la cabeza, incrédulo.
– ¡Chico, tú sí que sabes cómo tratar a un colega cuando está de bajón, desde luego! Vas a animarme llevándome a ver la autopsia de un cadáver pescado en el mar, una mañana lluviosa de noviembre. Tío, eso seguro que es una fiesta.
– Bueno, a lo mejor te va bien ver a alguien que está peor que tú.
– Muchas gracias.
– Además, la autopsia la efectúa Nadiuska.
Aparte de su capacidad profesional y su carácter jovial, a sus cuarenta y ocho años, Nadiuska De Sancha, la forense del Departamento del Interior, era una mujer que llamaba la atención. Era una pelirroja escultural de familia aristocrática rusa y parecía al menos diez años más joven de lo que era en realidad. Además, a pesar de estar felizmente casada con un eminente cirujano plástico, le gustaba flirtear y gastar bromas picaras. Grace no conocía a ningún agente del Cuerpo de Policía de Sussex a quien no le gustara.
– ¡Ah! -dijo Branson, animándose de golpe-. ¡Eso no me lo habías dicho!
– Ya. Y no es que tú seas tan frívolo como para que eso te haga cambiar de opinión, claro.
– Eres mi jefe. Yo hago todo lo que me dices.
– ¿De verdad? Pues nunca me lo ha parecido.
25
La sargento Tania Whitlock se estremeció al sentir la corriente fría que se colaba por la ventana junto a su escritorio. El lado derecho de su rostro se le estaba quedando helado. Sorbió un poco de café caliente y miró su reloj. Las once y diez. Ya había pasado casi medio día y el montón de informes y formularios por rellenar sobre su mesa aún era alarmantemente alto. En el exterior, una llovizna constante caía del cielo gris.
Por la ventana veía el camino de hierba y los aparcamientos del aeropuerto de Shoreham, el aeropuerto civil más antiguo del mundo. Se construyó en 1910, en el extremo oeste de Brighton y Hove, y actualmente daba servicio sobre todo a aviones privados y a academias de vuelo. Hacía unos años se habían construido unas instalaciones industriales en unos terrenos junto al aeropuerto, y en uno de estos edificios, un almacén reconvertido, era donde se había instalado la Unidad de Rescate Especial de la Policía de Sussex.
Tania apenas había oído el zumbido de un motor de aviación en toda la mañana. No había despegado ni aterrizado prácticamente ningún avión ni helicóptero. Daba la impresión de que con aquel tiempo a nadie le apetecía ir a ninguna parte, y las nubes bajas desanimaban a los pilotos no experimentados que sólo supieran volar con visibilidad.