A lo mejor es que él era un pervertido, o quizá fuera cierto lo que dicen de que el amor es ciego.
Le sorprendió descubrir que los depósitos de cadáveres tenían algo en común con los abogados. No hay mucha gente que acuda a los depósitos de cadáveres de buen grado, salvo sus trabajadores. Si te quedas a pasar la noche, significa que estás bastante muerto. Y si vienes de visita, significa que alguien a quien conocías y a quien querías acaba de morir, de pronto, inesperadamente y, en muchos casos, de un modo brutal.
El depósito de cadáveres de Brighton y Hove ocupaba un bungaló gris, largo y bajo con un revestimiento rugoso en el exterior, junto a la rotonda de Lewes Road y el bonito panorama del cementerio de Woodvale. Consistía en una entrada cubierta para coches, una oficina, una capilla para creyentes de cualquier fe, un mirador con la pared de cristal, dos zonas de almacenaje, recientemente provistas de neveras más anchas para acomodar a los cadáveres obesos, cada vez más frecuentes, una sala de aislamiento para cadáveres portadores de sida y otras enfermedades contagiosas, y la sala principal de autopsias, donde se encontraban ahora.
Desde el extremo más alejado de la pared se oyó el gemido de una lijadora. Se estaban haciendo obras para ampliar el depósito, y con el fin de acomodar las nuevas neveras más anchas, para el creciente número de cadáveres obesos, tan propios de estos tiempos.
El color gris del cielo, en el exterior, hacía juego con el ambiente del interior. La luz gris entraba por las ventanas traslúcidas. Paredes de azulejos grises. Baldosas moteadas marrones y grises en el suelo que se acercaban mucho al color de un cerebro humano muerto. Aparte de las batas azules de cirujano que llevaba todo el mundo, y de los delantales de plástico verde del personal del depósito y de la forense, el único color en toda la sala era el rosa vivo del detergente del dispensador que colgaba boca abajo junto al lavabo.
La sala de autopsias siempre olía al jabón Jeyes y a desinfectante Trigene, desagradable combinación que a veces se mezclaba con el hedor nauseabundo a cloaca recién desatascada procedente de los cadáveres al abrirlos.
Como siempre ocurría en una autopsia oficial, la sala estaba llena de gente. Además de Grace, Nadiuska y Cleo, estaba el técnico forense auxiliar Darren Wallace, un joven de veintidós años que había empezado como aprendiz de carnicero; Michael Forman, un hombre serio y concienzudo de entre treinta y cuarenta años, que era oficial de justicia; James Gartrell, el robusto fotógrafo forense, y Glenn Branson, que estaba algo retirado, con signos leves de mareo. Grace había observado varias veces en el pasado que, a pesar de ser un tipo grande y fornido, el sargento nunca había llevado bien las autopsias.
La carne del Varón Desconocido era de un color crudo ceroso. Era el color que Roy Grace siempre había asociado con los cuerpos que habían perdido su fuerza vital, pero en los que la descomposición aún no había desplegado -al menos de forma visible- sus temibles procesos. El tiempo invernal y el frío del agua de mar habrían ayudado a retrasar el inicio, pero estaba claro que el Varón Desconocido no llevaba mucho tiempo muerto.
Nadiuska De Sancha, con su cabello pelirrojo bien recogido, sus gafas de carey apoyadas en su fina nariz, calculó que la muerte probablemente se habría producido cuatro o cinco días antes, pero no podía ser más precisa. Ni tampoco podía determinar, al menos de momento, la causa exacta de la muerte, sobre todo porque al Varón Desconocido le faltaban la mayoría de sus órganos vitales.
Era un joven apuesto, con el cabello lacio y corto, una nariz clásica y unos ojos azules con la mirada perdida. El cuerpo era flaco y huesudo, pero más por falta de nutrición que por el ejercicio, a juzgar por la falta de tono muscular. Tenía los genitales decorosamente cubiertos por el triángulo de piel que Nadiuska había retirado del esternón y que había colocado allí, como para darle una mínima dignidad en la muerte. La piel del pecho y del estómago estaba retirada y recogida con pinzas, dejando a la vista una caja torácica sorprendentemente hueca, con los intestinos enroscados al fondo, como una soga brillante y traslúcida.
En la pared de la izquierda había una tabla donde indicar el peso del cerebro, los pulmones, el corazón, el hígado, los riñones y el bazo de cada cadáver examinado en la sala. En cada fila había una raya, salvo en la relativa al cerebro, el único órgano vital que aún poseía el cadáver, y muy probablemente el único que se llevaría a la tumba.
La forense extrajo la vejiga, la colocó sobre la bandeja metálica de disecciones, que estaba sobre los muslos del cadáver, y luego efectuó una fina incisión para abrirla. Con todo cuidado, embotelló y precintó unas muestras del fluido que salió, para analizarlo.
– ¿Cómo lo ves hasta ahora? -le preguntó Grace.
– Bueno -dijo ella, en su exquisito inglés imperfecto-. La causa de la muerte no está clara de momento, Roy. No hay hemorragias petequiales que indiquen asfixia o ahogamiento, y en ausencia de los pulmones, de momento no puedo estar segura de si estaba muerto antes de la inmersión. Pero creo que podemos suponer, por el mero hecho de que le quitaran los órganos, que es bastante probable.
– No hay muchos cirujanos que operen bajo el agua -bromeó Michael Forman.
– El contenido del estómago no me da mucho con lo que trabajar -prosiguió ella-. La mayoría de él ha quedado disuelto por el proceso digestivo, aunque sea más lento post mortem. Pero había partículas de algo que parece pollo, patatas y brécol, lo que indica que fue capaz de ingerir una comida completa en las horas previas a su muerte. Eso no encaja mucho con la ausencia de órganos.
– ¿Por qué? -preguntó Grace, consciente de la mirada inquisitiva del oficial de justicia y de Glenn Branson.
– Bueno -respondió la forense, agitando el escalpelo por el vientre abierto-, ésta es la incisión que haría un cirujano si fuera a retirar los órganos de un donante. Todos los órganos internos han sido extirpados quirúrgicamente, por alguien con experiencia. Y eso coincide con el hecho de que todos los vasos sanguíneos fueran suturados antes de abrir para retirar los órganos -señaló-. La grasa perinéfrica que debería haber sobre los riñones (el sebo, para entendernos) ha sido abierta con una cuchilla.
Grace pensó que no comería tocino en mucho tiempo.
– Así pues -prosiguió Nadiuska-, todo ello indicaría que era un donante de órganos. Y lo que me hace pensar aún más en esa posibilidad es la presencia de rastros externos de una intervención médica. -Volvió a señalar-. Una marca de aguja en el dorso de la mano. -Señaló de nuevo, esta vez al codo derecho-. Otra punción en la fosa antecubital. Coinciden con la inserción de cánulas para goteros y fármacos.
Luego, con una pequeña linterna, abrió suavemente la boca del muerto con los dedos enfundados en los guantes e iluminó el interior.
– Si te fijas, puedes ver un enrojecimiento y una ulceración en el interior de la tráquea, justo por debajo de la laringe, causadas por el globo hinchado del final del tubo de ventilación endotraqueal.
Grace asintió.
– Pero tomó una comida sólida. Eso no pudo hacerlo con una intubación endotraqueal, ¿no?
– Exacto, Roy -confirmó ella-. Eso no lo entiendo.
– ¿Puede ser que fuera un donante de órganos al que le hicieran un funeral en el mar y que luego fuera arrastrado por las corrientes a otro lugar lejos de la zona designada para los funerales? -sugirió Glenn Branson.
La forense frunció los labios.
– Sí, es una posibilidad -admitió-. Pero a la mayoría de los donantes de órganos suelen mantenerlos en vida con sistemas de soporte vital durante un tiempo, en el que deberían estar intubados y alimentados por vena. Me parece raro que tuviera comida a medio digerir en el estómago. Cuando haga el examen toxicológico, puede que aparezcan relajantes musculares y otros fármacos usados para la extracción de órganos para trasplantes.