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– ¿Puedes hacer un cálculo aproximado de las horas que pasaron entre la comida y la hora de la muerte?

– Por el estado de la comida, de cuatro a seis, máximo.

– ¿No pudo haber sufrido una muerte repentina? -preguntó Grace-. ¿Un infarto, un accidente de coche, o de moto?

– No tiene lesiones propias de un accidente grave, Roy. No tiene ningún trauma craneal ni cerebral. Cabe la posibilidad de un infarto de miocardio o de un ataque de asma, pero teniendo en cuenta su edad, menos de veinte años, diría que ambas cosas son improbables. Creo que deberíamos buscar otra causa.

– ¿Como cuál? -insistió Grace, mientras garabateaba algo en su cuaderno, pensando en una pista que tendría que seguir.

– En este momento no puedo especular. Esperemos que los test de laboratorio nos digan algo. Si pudiéramos descubrir su identidad, eso también podría ayudarnos.

– Estamos trabajando en eso.

– Estoy segura de que los test de laboratorio serán la clave. Creo que es muy poco probable que encontremos nada repasando los vídeos, ya que no estaba envuelto en una bolsa estanca -prosiguió la forense, e hizo una breve pausa-. Tengo otra idea. Esa comida del estómago. En el Reino Unido, al no producirse la recogida automática de órganos sin consentimiento, suele tardarse muchas horas a partir de la muerte cerebral hasta que se consigue el consentimiento por parte de los familiares. Pero en países donde lo habitual es que se usen los órganos a menos que se disponga lo contrario, como Austria, el proceso es mucho más rápido. Así que es posible que este hombre sea de uno de esos países.

Grace pensó en aquello.

– Vale. Pero si hubiera muerto en Austria, ¿qué estaba haciendo a diez millas de la costa de Inglaterra?

Se oyó el estridente ruido del timbre. Darren, el técnico forense auxiliar, salió corriendo de la sala. Un par de minutos más tarde volvió con la sargento Tania Whitlock, de la Unidad de Rescate Especial, provista de botas y mascarilla protectora.

Roy Grace la puso al corriente. Ella pidió que le enseñaran la bolsa de plástico y los lastres que se habían encontrado con el cuerpo, y Cleo se la llevó al almacén para enseñárselo. Luego volvieron a la sala de autopsias. La forense del Departamento de Interior estaba absorta dictando notas en la grabadora. Grace, Glenn Branson y Michael Forman estaban de pie junto al cadáver. El fotógrafo salió al almacén y empezó a tomar primeros planos de la bolsa y de las cuerdas.

– ¿Crees que pudo haber sido arrastrado por la corriente desde una zona designada para funerales en el mar? -le preguntó Grace a Tania.

– Es posible -dijo ella, que tomó aire con la boca para intentar que no le afectara el hedor-. Pero ese lastre pesa bastante, y últimamente el mar ha estado bastante tranquilo. Puedo hacer una recreación para ver de dónde podría proceder si llevara menos lastre. ¿Te iría bien eso?

– Quizá sí. ¿No podría ser que se tratara de un funeral en alta mar en el que hubieran calculado mal la posición?

– Es posible -dijo ella-. Pero he consultado al Arco Dee. Lo encontraron quince millas náuticas al este del lugar designado para estos funerales en Brighton y Hove. Significaría que se han equivocado de mucho.

– Eso es lo que pienso yo también -coincidió él-. Tenemos una descripción bastante precisa del lugar de donde lo sacaron, ¿verdad?

– Muy precisa -confirmó la sargento-. Con un margen de error de unos doscientos metros.

– Creo que deberíamos echar un vistazo, a ver qué más hay ahí abajo, y lo más rápidamente posible -dijo Grace-. ¿Tienes tiempo para empezar hoy mismo?

Tania miró el reloj de la pared y luego, como si no se fiara, el voluminoso reloj de buzo que llevaba en la muñeca. Luego echó un vistazo por la ventana.

– Hoy el sol se pone hacia las cuatro -dijo-. A diez millas de la costa el mar va a estar bastante picado. Tenemos que alquilar un barco de inmersiones más grande; nuestra embarcación hinchable no vale para esas aguas. Nos quedan unas tres horas de luz de día. Yo sugiero que preparemos un barco para primera hora de la mañana: en esta época del año hay unos cuantos barcos de pesca de altura de alquiler que no tienen muchos clientes. Podemos empezar al alba. Pero mientras tanto podemos ir hasta allí y marcar el lugar con boyas, para asegurarnos de que las dragas no alteran nada.

– Bien pensado -dijo Grace.

– ¡Para eso estamos! -respondió ella, mucho más contenta que a su llegada. Podría organizar todo aquello y, aun así, llegaría a casa a tiempo de preparar la cena.

Grace se giró hacia Glenn Branson y le dijo:

– Estás algo paliducho.

– Sí -dijo Branson, asintiendo-. Siempre me pasa, en este sitio.

– ¿Sabes lo que necesitas?

– ¿Qué?

– ¡Que te dé el aire del mar! Un bonito crucero.

– Sí, un crucero me iría muy bien.

– Estupendo -dijo Grace, dándole una palmadita en la espalda-. Porque te vas mañana de crucero con Tania.

Branson frunció el ceño y señaló hacia la ventana.

– ¡Joder, tío, la previsión dice que hará un tiempo de perros! ¡Pensé que querías decir en el Caribe, o algo así!

– Empieza por el canal. Es un buen lugar para irse habituando.

– ¡Ni siquiera tengo el equipo necesario!

– No lo necesitarás. ¡Irás como un señor, en la cubierta de primera!

Tania miró a Glenn con expresión de escepticismo.

– La previsión no es nada buena. ¿Se le da bien la navegación?

– No, en absoluto -dijo él-. ¡Créeme!

27

El estado de Nat no había empeorado durante la noche, lo cual era un alivio, pensó Susan, intentando buscar aspectos positivos, aún sentada junto a la cama. Pero tampoco se había registrado ninguna mejoría. Seguía siendo un extraño silencioso, tumbado en aquella posición, con medio cuerpo levantado treinta grados, enchufado y conectado a una impresionante cantidad de aparatos de monitorización y de apoyo.

El reloj de la pared, redondo y frío, marcaba las 12.50. Era casi la hora de comer, lo cual no significaba mucho para Nat, ni para la mayoría de sus compañeros de la UCI. Los nutrientes entraban en su cuerpo todo el día y toda la noche, en un goteo constante por la sonda nasogástrica. Y de pronto, a pesar del agotamiento, a Susan se le ocurrió algo que le hizo sonreír. Siempre se metía con Nat por llegar tarde a las comidas. Sus horarios en el hospital eran impredecibles y muchas noches, sin previo aviso, tenía que quedarse hasta tarde. Pero incluso cuando estaba en casa, siempre tenía «una cosita más que hacer, cariño» cada vez que ella le decía que el almuerzo o la cena estaban en la mesa.

«Bueno, por lo menos aquí no llegas tarde a las comidas», pensó ella, y sonrió de nuevo con añoranza. Luego se sorbió la nariz, sacó un pañuelo de papel del bolsillo de sus tejanos y se secó las lágrimas que le caían por las mejillas.

«Mierda. Esto no puede acabar así. ¿Verdad que no?»

Como si estuviera de acuerdo, o para reconfortarla, el bebé dio una patadita en su interior.

– Gracias, Bultito -susurró ella.

Desde que el especialista, vestido con pantalones grises y una camisa con el cuello abierto, y acompañado por un grupo de médicos con bata, había acabado su ronda, hacía una media hora, un silencio fantasmagórico había invadido la UCI. Prácticamente los únicos sonidos que oía eran las alarmas que se disparaban cada pocos minutos, sonidos que cada vez le ponían más nerviosa. Cada uno de los pacientes tenía monitores con alarmas para todos sus constantes vitales.

A pesar de que había una enfermera de guardia para cada paciente, el lugar parecía desierto. Había cierta actividad tras las cortinas azules de la cama de al lado, y Susan veía a una mujer que limpiaba el suelo; cerca de ellas, había una señal de advertencia amarilla en la que ponía: «Limpieza». Un par de camas más allá, una fisioterapeuta estaba haciéndole un masaje en las piernas a un hombre mayor que estaba conectado con cables e intubado. Todos los pacientes estaban en silencio, algunos dormían, otros miraban al vacío. Susan había visto algunas visitas que entraban y salían, pero en aquel momento ella era la única en la sala.