Volvió a oír el biip-biip-bong casi musical de una alarma, como el sonido que se oye en la cabina de un avión cuando un pasajero irritado llama repetidamente a una azafata. Procedía de algún lugar que ella no veía, en el otro extremo de la sala.
Nat estaba en la cama 14. La enfermera de la noche le había explicado que las camas estaban numeradas del 1 al 17. Pero de hecho sólo había dieciséis. Por superstición, no había cama 13. Así que la 14 era en realidad la 13.
Nat era un buen médico. Pensaba en todo, lo analizaba todo, lo racionalizaba todo. No creía en ningún tipo de superstición, mientras que Susan siempre había sido muy supersticiosa. No le gustaba ver una urraca si no veía otra, ni mirar a la luna nueva a través de un cristal, y nunca pasaría bajo una escalera por voluntad propia. No le gustaba nada que Nat estuviera en aquella cama precisamente. Pero la unidad estaba llena, así que no podía pedir que le cambiaran de sitio.
Se puso en pie, reprimiendo un bostezo, y dio un par de pasos hacia el extremo de la cama, donde había un carrito con el ordenador portátil de la enfermera. El día anterior había sido muy largo. Se había quedado allí hasta casi medianoche, luego había vuelto a casa en coche y había intentado dormir, pero al cabo de unas cuantas horas de sueño intermitente, no había podido más y se había dado una ducha, se había hecho un café cargado, había cogido algunos de los CD de los Eagles y de Snow Patrol de Nat y sus cosas de aseo, como le había sugerido la enfermera, y había vuelto al hospital con el coche.
Llevaba los auriculares del iPod conectados a los oídos desde hacía varias horas, pero de momento no mostraba ninguna respuesta. Generalmente, incluso sentado en su sillón, cuando escuchaba música se balanceaba, movía la cabeza, levantaba los hombros y agitaba los brazos lentamente. Bailaba muy bien, cuando se dejaba llevar. Susan recordaba que la noche que se conocieron, en la fiesta de cumpleaños de una enfermera, se quedó fascinada al verlo bailar un rock'n'roll.
Ahora lo miraba. Miraba el transparente tubo endotraqueal con nervaduras que tenía en la boca. La minúscula sonda de su cráneo, fijada con un esparadrapo, que medía la presión intracraneal. Las otras cosas que tenía pegadas y clavadas en el cuerpo. El bulto del armazón que le fijaba las fracturas de las piernas, visible bajo las sábanas. Miró el monitor principal, las puntas y las ondas que indicaban el estado de sus constantes vitales.
La frecuencia cardiaca de Nat ahora mismo era de 77, lo cual estaba bien. Su presión arterial, de 160 sobre 90, también bien. Sus niveles de saturación de oxígeno en sangre estaban bien. La presión intracraneal oscilaba entre 15 y 20. Lo normal en una persona sana era menos de 10. Por encima de 25 sería motivo de preocupación.
– Hola, Nat, cariño -dijo ella, tocándole el brazo derecho, por encima del brazalete identificativo y de los esparadrapos que sujetaban las vías. Luego le retiró con suavidad los auriculares del iPod y acercó la boca a su oreja derecha, intentando parecer todo lo alegre y positiva que pudiera-. Estoy aquí contigo, cielo. Te quiero. El Bultito está dando bastantes patadas últimamente. ¿Me oyes? ¿Cómo te encuentras? Te estás portando muy bien, ¿sabes? Estás aguantando. ¡Vas muy bien! ¡Vas a ponerte bien!
Esperó unos momentos. Luego volvió a ponerle los auriculares y rodeó el soporte giratorio que sostenía diferentes tipos de instrumental, incluidas las jeringas con las que le aplicaban los fármacos que le mantenían estable y sedado, y con la presión alta. Siguió por el suelo de linóleo azul, rebasó las cortinas azules recogidas en la cabecera de la cama y llegó a la ventana, con sus persianas venecianas azules. Luego miró abajo, hacia la izquierda, a la cola de coches que hacían fila para entrar en el aparcamiento. Justo por debajo de ella había un moderno patio con bancos y mesas de picnic, y una escultura alta y estilizada que le pareció horrible, porque recordaba un fantasma.
Ya estaba llorando de nuevo. Entonces, mientras se secaba los ojos, oyó aquella maldita alarma de nuevo. Pero esta vez mucho más fuerte. BIIP-BIIP-BONG.
Se giró. Se quedó mirando las ondas del monitor. Sintió de pronto un pánico terrible.
– ¡Enfermera! -gritó, mirando alrededor, desconcertada, y corrió hacia el puesto de enfermeras-. ¡Enfermera! ¡Enfermera!
El volumen de la alarma aumentaba a cada segundo, ensordeciéndola.
Entonces vio al enfermero calvo, grandote y sonriente, que había entrado a las siete y media de la mañana, que pasó a su lado a la carrera en dirección a Nat, con la angustia reflejada en el rostro.
28
El bebé llevaba callado varias horas y ahora era Simona la que lloraba. Se quedó hecha un ovillo, apretando a Gogu contra su cara, junto a la tubería de calefacción. Sollozó, durmió un poco, se despertó y volvió a sollozar.
Todos los demás, salvo Valeria y el bebé, estaban fuera. En el viejo radiocasete, Tracy Chapman cantaba Fast Car. Ponía mucho Tracy Chapman; al bebé parecía gustarle y se quedaba tranquilo, como si sus canciones fueran nanas. Ahí fuera, en la carretera que tenían encima, hacía frío y llovía. Estaba a punto de caer aguanieve y una ráfaga helada entró en el refugio. Las llamas de las velas, pegadas a estalagmitas de cera fundida sobre el suelo de cemento, se agitaban, haciendo temblar las sombras.
No tenían electricidad, así que la única luz de la que disponían era la de las velas, y las usaban con mesura. A veces las compraban con el dinero que conseguían vendiendo cosas robadas, o con la calderilla de los monederos o bolsos que tironeaban, pero la mayoría de las veces se las llevaban de las tiendas.
En casos de desesperación -aunque a Simona aquello no le gustaba nada- robaban velas de las iglesias ortodoxas. En colaboración con Romeo, tras distraer a los mirones, podían llenarse los bolsillos con las finas velas marrones, las de las ofrendas que la gente encendía por sus seres queridos y que colocaban en grandes cajas metálicas abiertas por delante: una caja para los vivos y otra para los muertos.
Pero a ella siempre le había dado miedo que Dios la castigara por aquello. Y mientras yacía allí, llorando, se preguntaba si lo que le había pasado aquella noche sería un castigo de Dios.
Nunca había ido a la iglesia, y nadie le había enseñado a rezar, pero el cuidador del orfanato en que había estado le había hablado de Dios, le había dicho que él la veía siempre y que la castigaría por todas las cosas malas que hiciera.
Más allá del resplandor amarillo de las llamas, donde las sombras se mantenían inmóviles, la oscuridad se extendía a lo lejos, hasta el final del túnel que albergaba la tubería, en el punto en que ésta salía al exterior y atravesaba el barrio de Crânqsi. Allí había comunidades enteras de vagabundos -ella lo había visto- que vivían en poblados inmundos, en barracas improvisadas contra la tubería. Simona había vivido en una durante un tiempo, pero era un lugar pequeño y lleno de gente, y cuando llovía el techo tenía goteras.
Ella prefería estar aquí. Había más sitio y estaba seco. Aunque nunca le había gustado estar sola del todo: siempre había tenido miedo de la oscuridad más allá de las velas, y de los ratones, las ratas y las arañas que ocultaba. Y algo peor, mucho peor. Romeo solía salir a explorar la oscuridad, pero nunca encontraba nada más que esqueletos de roedores y, en una ocasión, una cesta rota de supermercado. Hasta que un día Valeria había traído a un hombre. Ella se traía hombres de vez en cuando, y follaban sin ocultarse ni reprimir los ruidos, sin importarles quién lo viera. Pero aquel hombre en particular les dio a todos mala espina. Llevaba una cola de caballo, una cruz plateada colgando del cuello y una Biblia. Le dijo que no quería acostarse con ella. Sólo quería hablarles a todos sobre Dios y sobre el diablo. Les dijo que el diablo vivía en la oscuridad, más allá de las velas, porque, al igual que ellos, el diablo necesitaba el calor de las tuberías.