Выбрать главу

Y les dijo que el diablo los veía a todos y que estaban condenados por sus pecados, y que deberían tener cuidado cuando durmieran por si salía arrastrándose de la oscuridad en busca de uno de ellos.

– Valeria, ¿me está castigando Dios? -dijo Simona, de pronto.

La otra dejó al bebé dormido sobre una camita hecha con una chaqueta guateada, y se acercó a Simona, agachándose para evitar golpearse la cabeza con los remaches que sobresalían de los travesaños que sujetaban la carretera. Llevaba la misma ropa que siempre, su anorak verde esmeralda sobre aquel chándal de vistosos colores, con su melena castaña y lacia que colgaba a ambos lados de su rostro circunspecto como unas cortinas. Rodeó a Simona con un brazo.

– No, eso no era un castigo de Dios. No era más que una mala persona, sólo una mala persona. Nada más.

– No quiero seguir con esta vida. Quiero irme de aquí.

– ¿Y adónde quieres ir? -le preguntó.

Simona se encogió de hombros en un gesto de impotencia, y empezó a sollozar de nuevo.

– Yo quiero ir a Inglaterra -declaró Valeria, con una sonrisa nostálgica y la cara de pronto se le iluminó. Asintió-. Inglaterra. Ahora estamos en la Unión Europea. Podemos ir.

Simona siguió llorando unos minutos; luego paró.

– ¿Qué es la Unión Europea?

– Es una cosa. Quiere decir que los rumanos podemos ir a Inglaterra.

– ¿Se vivirá mejor en Inglaterra?

– Yo conocía hace tiempo a unas chicas que iban a ir. Habían conseguido trabajo como bailarinas de striptease. Mucho dinero. A lo mejor tú y yo podríamos ser bailarinas de striptease.

Simona se sorbió la nariz.

– Yo no sé bailar.

– Creo que hay otros trabajos. Ya sabes, en bares, restaurantes. Quizás incluso en una panadería.

– Me gustaría mucho ir -decidió Simona-. Querría irme ahora mismo. ¿Vendrás conmigo? A lo mejor tú y yo, y Romeo…, y el bebé, claro.

– Hay gente que sabe. He encontrado a alguien que puede ayudarnos. ¿Tú crees que Romeo también querrá venir?

Ella se encogió de hombros. Entonces, a sus espaldas, se oyó la voz de Romeo.

– ¡Eh! ¡Ya estoy aquí, y tengo algo!

Saltó varios escalones de golpe y se dirigió hacia ellas, empapado y jadeando, con la capucha sobre la cabeza.

– He tenido que correr -dijo-. Mucho. En varios sitios me controlaban. Ya nos conocen, ¿sabes? He tenido que ir muy lejos. ¡Pero lo he conseguido!

Sus enormes ojos, como platos, brillaban de alegría. Metió la mano en el interior de la chaqueta y sacó la bolsa de plástico rosa.

Se detuvo y tosió con fuerza unos momentos; luego sacó una pequeña botella de plástico llena de pintura metálica y giró el tapón para romper el precinto.

Simona lo miró, ajena de pronto a todo lo demás.

El vertió una pequeña cantidad de la pintura en la bolsa y luego, sosteniéndola por el cuello, se la pasó, asegurándose de que la tuviera bien agarrada antes de soltarla.

Ella se llevó la bolsa a la boca, sopló en su interior, como si hinchara un globo, y luego inhaló intensamente. Exhaló y volvió a inhalar. Y una tercera vez. Al momento se le relajó el rostro y mostró una sonrisa distante. Puso los ojos en blanco y luego bajó la vista al suelo, con la mirada vidriosa.

Por un momento, el dolor desapareció.

El Mercedes negro avanzó lentamente por la carretera. Las ruedas dejaban surcos entre el agua de la lluvia; los limpiaparabrisas emitían su golpeteo regular. Pasó junto a un pequeño supermercado decadente, una cafetería, una carnicería, una iglesia ortodoxa cubierta de andamios, un túnel de lavado de coches donde tres hombres lavaban una furgoneta blanca, y un grupo de perros con el pelo enmarañado por el viento.

Había dos personas en los asientos traseros del coche, un hombre de aspecto pulcro y casi cuarenta años con un abrigo negro sobre un suéter gris de cuello alto, y una mujer, algo más joven, guapa y de aspecto franco, con una melena de cabello claro, una chaqueta de cuero con el cuello de borreguillo y un suéter ancho debajo, vaqueros ajustados y botas de ante negras, y mucha bisutería. Parecía una estrella del rock de segunda fila, o una actriz de serie B venida a menos.

El conductor se paró frente a un decrépito bloque de pisos con ropa tendida en la mitad de las ventanas y una docena de parabólicas fijadas a las paredes desnudas, y apagó el motor. Luego señaló a través del parabrisas a un agujero irregular entre la carretera y el suelo.

– Allí -dijo-. Ahí es donde vive.

– Así que es probable que haya varios de ellos ahí dentro -supuso el hombre de detrás.

– Sí, pero cuidado con la que les he dicho -les avisó el conductor-. Es una luchadora.

Con los limpiaparabrisas parados, el goteo constante de la lluvia hacía que el parabrisas pareciera opaco. Los peatones se convertían en formas borrosas. Eso estaba bien. Eso, junto con los vidrios tintados, haría que resultara aún más difícil que los vieran. Los coches de aquel barrio eran tartanas desvencijadas. Cualquiera que pasara por allí se fijaría en el reluciente Mercedes Clase S, y se preguntaría qué estaba haciendo allí y quién viajaba dentro.

– Muy bien -dijo la mujer-. Vamos.

El coche se puso en marcha.

Por debajo del asfalto de la calzada, el bebé dormía. Valeria leía un periódico de unos días antes. Tracy Chapman volvía a cantar Fast Car. Romeo tenía la boca de la bolsa de plástico pegada a la suya, exhalando e inhalando.

Simona estaba estirada en su colchón, ahora ya más tranquila, con la cabeza llena de sueños sobre Inglaterra. Veía una torre alta con un reloj al que llamaban Big Ben. Ponía cubitos de hielo en un vaso y luego echaba whisky. Las luces pasaban ante sus ojos. Las luces de la ciudad. La gente de la ciudad sonreía. Oía risas. Estaba en una sala enorme con pinturas y estatuas. Allí no llegaba el agua. No sentía dolor en el cuerpo ni en el corazón.

Cuando se despertó, mucho más tarde, estaba decidida.

29

Lynn Beckett se despertó sobresaltada. Por unos momentos, no tenía ni idea de dónde se encontraba. Tenía la pierna derecha dormida y le dolía la espalda. Desconcertada, vio unos dibujos animados en un televisor en lo alto de una pared, colgado de un brazo de metal. En la pantalla había un hombre al que habían atado a una catapulta, orientada hacia un muro de ladrillo. Unos momentos después salió volando, dejando el muro intacto, pero con un orificio con su silueta, como una figura troquelada.

Entonces se acordó, y empezó a darse golpes en el muslo para intentar activar la circulación. Estaba en la habitación de Caitlin, en un pabellón de la Unidad de Hepatología del Royal South London Hospital. Al parecer se había quedado traspuesta. Olía levemente a comida. Puré de patata. Y a desinfectante y limpiador para muebles. Luego vio a Caitlin a su lado, tumbada en la cama, con el camisón puesto y el cabello alborotado, como siempre con la mirada fija en su teléfono móvil, leyendo algo en la pantalla. Más allá, a través de la ventana de la pequeña habitación, vio parte de una grúa, y los bloques de cemento y las vigas de un edificio en construcción.

Había pasado allí la noche anterior, junto a Caitlin. En un momento dado, cuando no soportaba más la incomodidad de la silla, se había subido a la cama y se había quedado dormida, acurrucada contra su hija, encajadas como dos cucharas. Las habían despertado a una hora indecente de la madrugada y se habían llevado a Caitlin para hacerle un escáner. Algo más tarde la habían traído de vuelta. Habían entrado varias enfermeras y le habían extraído muestras de sangre.