A las nueve, Lynn, con la desagradable sensación de no haberse lavado, había llamado al trabajo y le había dicho a Liv Thomas, su jefa de equipo -una mujer dura pero amable-, que no sabía cuándo volvería. Liv se mostró comprensiva, pero le preguntó si querría hacer unas horas extra el resto de la semana para mantener los objetivos. Lynn dijo que haría todo lo que pudiera.
Y desde luego necesitaba el dinero. Aquello le estaba costando una fortuna. Tres libras al día para que Caitlin tuviera televisión y teléfono. Quince libras al día por el aparcamiento. La comida en la cantina del hospital. Y todo aquel tiempo arriesgándose a que sus jefes decidieran que ya tenían bastante y la despidieran. Había gastado la modesta compensación económica que había acordado con Mal tras el divorcio para el pago de la casa en la que vivía con Caitlin, esperando poder mudarse algún día a otra mejor, para que su hija creciera con toda la normalidad y la seguridad posibles. Pero había tenido que hacer un esfuerzo económico, y seguía haciéndolo. Y por si fuera poco, ahora tenía que hacer frente al gasto de la reparación del coche para pasar la inminente inspección técnica.
Su trabajo estaba bien pagado, pero dependía de su rendimiento, como el de un vendedor. Tenía que echarle horas para alcanzar objetivos y les tentaban con el cebo de un incentivo semanal a quien rindiera mejor. En una semana normal, ganaba más de lo que una secretaria, una recepcionista o una asistente personal ganarían normalmente en Brighton, y como no estaba especialmente cualificada se consideraba afortunada. Pero después de pagar las facturas de la casa y la gasolina, las clases de guitarra de Caitlin y todo lo que necesitaba -como el móvil para mantenerse en contacto con sus amigos, el portátil y la ropa-, así como algunos lujos -como el paquete de vacaciones de oferta a Sharm El Sheikh de aquel verano-, le quedaba muy poco. Además, siempre tenía que estar pagando los gastos que Caitlin cargaba en la tarjeta de débito. Tras ocho años en la agencia de recaudación de impuestos, había desarrollado un miedo atroz a las deudas, por lo que evitaba usar tarjetas de crédito.
Por lo menos, Mal había sido justo con su acuerdo de divorcio, y la ayudaba un poco con su hija, pero ella era demasiado orgullosa como para pedirle nada más. Su madre también hacía lo que podía, pero también iba justa de dinero. En aquel momento tenía apartadas poco más de mil libras, que llevaba ahorrando todo el año, decidida a darle a Caitlin unas buenas Navidades, aunque no estaba muy segura de que a su hija le hiciera mucha gracia la Navidad. Ni los cumpleaños. En realidad, ni nada de lo que ella consideraba la «vida normal».
No estaba segura de que pudiera arriesgarse a dejar a Caitlin sola y volver a Brighton a trabajar. A ella no le gustaba estar allí y estaba de un humor extraño aquel día, más enfadada que asustada. Si la dejaba, tenía miedo de que su hija pudiera pedir el alta. Miró su reloj de pulsera. Eran las 12.50. En la pantalla, un hombre estaba dentro de una casa, poniendo caras raras y cogiendo aire. Salió corriendo, llevándose la puerta por delante y toda la fachada de la casa de paso. Lynn no pudo reprimir una sonrisa. Siempre le habían gustado los dibujos animados.
Caitlin estaba tecleando en su teléfono.
– Lo siento, cariño -se disculpó Lynn-. Me he quedado traspuesta.
– No te preocupes -dijo Caitlin, sonriendo de pronto, sin apartar los ojos del teléfono-. La gente mayor necesita dormir.
A pesar de sus preocupaciones, Lynn soltó una carcajada.
– ¡Muchas gracias!
– No, de verdad -dijo Caitlin, con una mueca traviesa-. Acabo de ver un programa en televisión. Me he acordado de ti, porque tenías que haberlo visto. Pero ya sabes, como decía que la gente mayor necesita dormir, pensé que era mejor no despertarte.
– ¡Serás descarada! -Lynn intentó moverse, pero tenía ambas piernas dormidas. Entonces se abrió la puerta y entró la coordinadora de trasplantes que habían visto la noche anterior.
Shirley Linsell, que de día y tras haber descansado estaba aún más esplendorosa, llevaba un chaleco azul de punto, una blusa blanca y pantalones deportivos marrón oscuro.
– Hola -saludó-. ¿Cómo estamos hoy?
Caitlin siguió escribiendo mensajes sin mirarla siquiera. -Bien -dijo Lynn, que se puso en pie de un salto y se golpeó los muslos con ambos puños -. ¡Un calambre! -dijo, para justificarse.
La coordinadora de trasplantes le dedicó una breve sonrisa de simpatía
– La siguiente prueba que vamos a hacer es una biopsia del hígado -anunció. Se acercó a Caitlin y prosiguió-. Estás muy ocupada. ¿Muchos mensajes?
– Estoy enviando instrucciones -contestó ella-. Ya sabes, lo que tienen que hacer con mi cuerpo, y esas cosas.
Lynn vio la sorpresa en el rostro de la coordinadora y aquella mirada misteriosa en su hija, la expresión que ponía tantas veces y que hacía imposible discernir si estaba de broma o hablaba en serio.
– Creo que tenemos muchas opciones para que mejores, Caitlin -dijo Shirley Linsell, en un tono agradable que no parecía condescendiente.
Caitlin apretó los labios y la miró con aire nostálgico.
– Bueno, sí, lo que usted diga. -Se encogió de hombros-. Pero más vale estar preparada, ¿no?
– Creo que lo mejor es ser positivo -dijo Shirley Linsell con una sonrisa.
Caitlin ladeó la cabeza unas cuantas veces, como si estuviera considerando aquello. Luego asintió.
– Vale.
– Lo que querríamos hacer ahora, Caitlin, es darte un pequeño anestésico local, y luego te extraeremos una porción minúscula del hígado con una aguja. No notarás ningún dolor. El doctor Suddle vendrá dentro de un minuto para contarte más al respecto.
Abid Suddle era el especialista de Caitlin. Un hombre joven y atractivo, de treinta y siete años y de origen afgano. También era la única persona con quien, tal como lo veía Lynn, Caitlin siempre se sentía cómoda. Pero él no siempre estaba allí, ya que el equipo médico efectuaba constantes rotaciones.
– No me quitarán mucho, ¿no? -preguntó Caitlin.
– Una cantidad mínima.
– Es que ya sé que está jodido, ¿sabe? Así que necesito lo poco que me queda.
La coordinadora la miró con extrañeza, dudando una vez más de si estaba de broma.
– Extraeremos la mínima cantidad necesaria. No te preocupes. Es una minucia.
– Ya, bueno. Es que me jodería bastante si me quitaran mucho.
– Si no quieres, podemos cancelar la extracción -le tranquilizó la coordinadora-. No lo haremos si no quieres.
– Sí, claro. Estupendo -dijo Caitlin-. Y eso implicaría el plan B, ¿verdad?
– ¿El plan B? -preguntó la coordinadora.
– Sí, si decido que no quiero hacerme las pruebas -respondió Caitlin, sin levantar la vista del teléfono, inmutable-. Eso significaría pasar al plan B, ¿no?
– ¿Qué es lo que quieres decir exactamente, Caitlin? -preguntó Shirley Linsell con tono amable.
– El plan B significa que me muero. Pero personalmente creo que el plan B es un plan de mierda.
30
Tras la autopsia del Varón Desconocido, Roy Grace volvió en coche al cuartel general del DIC. Se pasó todo el viaje hablando por el manos libres con Christine Morgan, la enfermera jefa del Departamento de Donaciones del Royal Sussex County Hospital, informándose todo lo que pudo sobre el proceso de trasplante de órganos humanos, en particular de la gestión de los órganos donados y de los procedimientos de donación.
La llamada terminó en el momento en que entraba en el aparcamiento frente a la Sussex House. Rodeó un cono que marcaba el espacio reservado para los visitantes y ocupó su plaza. Luego apagó el motor y se quedó sentado, absorto en sus pensamientos, preguntándose quién podía ser aquel joven muerto y qué podía haberle sucedido. La lluvia repiqueteaba en el tejado y sobre el parabrisas, cubriéndolo poco a poco y convirtiendo la pared blanca que tenía enfrente en un mosaico brillante pero difuso.