Sin embargo, cuando entró en la cabina de seguridad y firmó en el registro, intercambió un par de cumplidos con el guardia y otros pensamientos empezaron a ocuparle la mente. El motor de estribor del Arco Dee se acercaba a las 20.000 horas, que era el límite de la compañía para una revisión. Necesitaba hacer unos cálculos para escoger el mejor momento. Los diques secos estarían cerrados durante las Navidades. Pero a los propietarios del Arco Dee no les preocupaban las vacaciones. Si él se hubiera gastado diecinueve millones de libras en un barco, probablemente tampoco le preocuparían. Aquello explicaba que intentaran mantenerlo en activo veintitrés horas al día, siete días a la semana, durante la mayor parte del año.
Mientras caminaba con desenvoltura por el muelle hacia el casco negro y la superestructura naranja del barco, no tenía idea de la carga que los acompañaría a la vuelta en su próxima travesía, para la que tenían que zarpar al cabo de unas horas, ni de cómo le afectaría aquello personalment
5
La consulta del doctor Hunter era una sala larga de techos altos, con ventanas de guillotina en el extremo, desde donde se veía un pequeño jardín vallado y, apenas cercada por unos árboles despoblados y unos arbustos helados, la austera salida de incendios del edificio de detrás. Lynn había pensado muchas veces que, en tiempos mejores, cuando todo aquello era una vivienda, la consulta probablemente debía de ser el comedor.
Le gustaban los edificios, en particular los interiores. Uno de sus mayores placeres era visitar casas de campo y mansiones abiertas al público; había habido un tiempo en que a Caitlin aquello también le había gustado bastante. Durante mucho tiempo había pensado que, cuando Caitlin se independizara y la necesidad de ganar dinero no fuera tan acuciante, podía hacer un curso de interiorismo. A lo mejor entonces se ofrecería a hacerle un lavado de cara a la consulta de Ross Hunter. Al igual que la sala de espera, a la consulta le iría bien un repaso. El papel de las paredes y la pintura no habían envejecido tan bien como el propio doctor. Aunque tenía que admitir que había algo reconfortante en el hecho de que aquella sala apenas hubiera cambiado en todos los años que llevaba viniendo. Tenía un aspecto familiar que siempre -por lo menos hasta aquel momento- le hacía sentir cómoda.
Lo único que cambiaba es que tras cada visita parecía más cargada. El número de archivadores grises de cuatro cajones colocados contra una de las paredes parecía ir en aumento constante, al igual que los clasificadores en los que guardaba las notas de sus pacientes junto a un dispensador de agua que parecía fuera de lugar. Había una gráfica de agudeza visual dentro de una caja de luz en una pared, un busto de mármol blanco de algún sabio antiguo que ella no reconocía -quizás Hipócrates, pensó-, y varias fotografías familiares sobre una serie de estantes antiguos abarrotados de libros.
En un lado de la habitación, tapado por un biombo, estaban la camilla, algunos instrumentos eléctricos de exploración, una amplia gama de aparatos médicos y varias lámparas. El suelo de aquella parte era un rectángulo de linóleo encajado en la moqueta, lo que le confería a la zona el aspecto de un quirófano en miniatura.
Ross Hunter acompañó a Lynn a una de las dos sillas de cuero que había frente a su escritorio. Ella se sentó y dejó el bolso en el suelo a su lado, pero no se quitó el abrigo. Él aún tenía una expresión tensa, más seria que nunca, y aquello la estaba poniendo de los nervios. Entonces sonó el teléfono. Él levantó una mano en señal de disculpa y respondió, indicándole con un gesto de los ojos que no tardaría. Mientras hablaba, echó un vistazo a la pantalla de su ordenador portátil.
Paseó la mirada por la habitación, mientras le escuchaba hablar con el pariente de alguien que evidentemente estaba muy enfermo y que estaban a punto de trasladar a Marletts, una residencia para pacientes desahuciados. Aquella llamada la puso aún más incómoda. Se quedó mirando un perchero que sostenía un abrigo solitario -el del doctor Hunter, supuso- y se asombró al ver un aparato eléctrico que no había visto nunca, o en el que no había caído antes; se preguntó para qué serviría.
Él acabó con la llamada, escribió un recordatorio, echó una nueva mirada a la pantalla y a continuación se centró en Lynn. Hablaba con una voz suave, de preocupación:
– Gracias por venir. Pensé que sería mejor verte a solas antes de ver a Caitlin. -Parecía nervioso.
«Bueno», quiso decir ella. Articuló la palabra, pero no emitió ningún sonido. Era como si alguien le acabara de emborronar el interior de la boca y de la garganta con un papel secante.
El doctor cogió un dosier de lo alto de un montón a su derecha, lo puso sobre su escritorio y lo abrió, se ajustó las gafas de media luna y, a continuación, leyó unos momentos, como para ganar tiempo.
– Me han llegado los resultados de los últimos análisis del doctor Granger y me temo que no son buenas noticias, Lynn. Muestran una función hepática muy anormal.
El doctor Neil Granger era el gastroenterólogo que había estado visitando a Caitlin los últimos seis años.
– Los niveles enzimáticos, en particular, son muy altos -prosiguió-. Especialmente los de los enzimas gamma-GT. Y el recuento plaquetario es muy bajo; se ha deteriorado a gran velocidad. ¿Le salen muchos cardenales?
Lynn asintió:
– Sí, además, cuando se hace una herida tarda mucho en cortarse la hemorragia. -Ella sabía que las plaquetas las hacía el hígado, y que un hígado sano enseguida enviaría plaquetas a cerrar las heridas y detener la hemorragia-. ¿A qué nivel están los enzimas? -Tras tantos años estudiando lo que le decían los médicos sobre Caitlin, en Internet, Lynn había acumulado un conocimiento considerable sobre la materia. Suficiente para saber cuándo preocuparse, pero no para saber qué hacer al respecto.
– Bueno, en un hígado sano normal, el nivel de enzimas debería de ser de unos 45. Los análisis que hicimos hace un mes daban 1.050. Pero estos últimos dan un nivel de 3.000. Al doctor Granger esto le preocupa mucho.
– ¿Qué significa, Ross? -preguntó con una voz ahogada y débil-. El aumento, quiero decir.
Él la miró fijamente con una mirada compasiva.
– Granger dice que la ictericia está empeorando. Al igual que la encefalopatía. Para que lo entiendas, las toxinas la están intoxicando. Cada vez sufre más alucinaciones, ¿verdad?
Lynn asintió. -¿Visión borrosa?
– Sí, a veces.
– ¿Los picores?
– La están volviendo loca.
– La verdad es que Caitlin ya no responde a los tratamientos. Tiene una cirrosis irreversible.
Con una sensación de profunda pesadez en su interior, Lynn se giró un momento y miró a través de la ventana, con la mirada perdida. La salida de incendios. Un árbol esquelético y congelado que parecía estar muerto. Ella se sentía muerta por dentro.
– ¿Cómo se encuentra hoy? -preguntó el doctor.
– Está bien, algo apagada. Se queja de que le pica mucho. Se ha pasado la mayor parte de la noche despierta, rascándose las manos y los pies. Dice que ha orinado muy oscuro. Y tiene el abdomen hinchado, que es lo que más le molesta de todo.
– Le puedo dar algún diurético para eliminar el líquido -dijo. Introdujo una nota en la ficha de Caitlin y, de pronto, Lynn se sintió indignada. ¿La cosa se quedaba en una nota en una ficha? ¿Y por qué no usaba para esas cosas un ordenador?
– Ross, cuando… Cuando dices que se ha «deteriorado a gran velocidad»… ¿Cómo…? ¿Qué…? Quiero decir… ¿Cómo se para eso? Ya sabes, ¿cómo se revierte el proceso? ¿Qué tiene que suceder?
Él se puso en pie, se dirigió a una estantería que iba del suelo al techo y volvió con un objeto marrón de forma de cuña en las manos, hizo sitio en su escritorio y lo colocó encima.