– ¿Dónde te crees que vas vestido así? -le dijo Jon Lelliot-. ¿A un crucero con el Queen Mary?
Lelliot, delgado y musculoso, con la cabeza rapada, era conocido como JIPE, siglas de «Jodido Idiota a Propulsión Eólica». Le pasó una bolsa para cadáveres plegada que apestaba a jabón Jeyes a Arf, un tipo de cuarenta y pico con cara de niño y pelo canoso. Éste la cogió y la colocó en su sitio.
– Sí, mi mayordomo me ha reservado un camarote de primera -respondió Glenn Branson con una mueca. Hizo un gesto con la cabeza hacia el barco de pesca-. Supongo que éste es el bote que me llevará hasta el transatlántico, ¿no?
– Tú ve soñando.
– ¿Puedo hacer algo para ayudar?
Arf le tendió un grueso anorak rojo.
– Necesitarás esto. El mar va a moverse mucho y te vas a mojar.
– No hace falta, gracias.
Arf, el mayor y más experimentado miembro del equipo, le miró con aire divertido.
– ¿Estás seguro de eso? Creo que necesitarás unas botas.
Glenn levantó una pierna, dejando a la vista su fino calcetín amarillo.
– Son zapatos náuticos -dijo-. No resbalan.
– Resbalar va a ser el menor de tus problemas -replicó Lelliot.
Glenn esbozó una mueca y se arremangó el abrigo, dejando a la vista la muñeca.
– ¿Ves esto, Arf, el color? Negro, ¿verdad? Mis antepasados atravesaron el Atlántico remando en barcos de esclavos, ¿vale? ¡Llevo el mar en las venas!
Cuando acabaron de cargar el material, se reunieron en el muelle para recibir las órdenes previas a la inmersión de Tania Whitlock, que leía sus notas de un dosier.
– Vamos a dirigirnos a una zona diez millas náuticas al sureste del puerto de Shoreham, e informáremos al guardacostas de que vamos a sumergirnos allí -dijo-. En cuanto al nivel de riesgo, estaremos en una zona de paso de grandes rutas marítimas, así que todo el mundo tiene que estar atento, para informar al guardacostas de si algún barco se nos acerca demasiado. El calado de algunos de los buques cisterna y cargueros más grandes que pasan por el canal es tal que por algunos puntos del lecho marino dejan sólo unos metros de espacio, así que suponen un peligro real para los submarinistas.
Hizo una pausa y todo el mundo asintió.
– Salvo por los barcos, el nivel de riesgo de la inmersión es bajo -añadió.
«Ya -pensó Steve Hargrave-. Salvo por el riesgo de ahogarse, por la descompresión, las enfermedades y el peligro de quedar atrapado con algo.»
– Nos sumergiremos en una zona de unos veinte metros de profundidad y con mala visibilidad, pero es una zona de dragado y el lecho del mar será ondulado, sin obstáculos sumergidos. El Arco Dee esta mañana está dragando en otra zona. Ayer supervisamos la zona con el sónar e identificamos y marcamos con boyas dos anomalías. Empezaremos la inmersión por ahí. Habrá corriente de marea, así que llevaremos botas para movernos por el fondo, en vez de aletas. ¿Alguna pregunta?
– ¿Crees que esas «anomalías» pueden ser cuerpos?
– Nooo, sólo un par de pasajeros de primera disfrutando de la piscina -bromeó Rod Walker, al que todos conocían como «Jonah».
Tania Whitlock no hizo caso de las risas:
– Yo me sumergiré primero, y luego JIPE. Gonzo me asistirá a mí, y Arf a JIPE. Cuando hayamos investigado y grabado en vídeo las anomalías, las traeremos a la superficie y, si procede, nos plantearemos si vale la pena una nueva inmersión, o si es mejor dedicar el tiempo a barrer una zona más amplia. ¿Alguna pregunta hasta aquí?
Un par de minutos más tarde, Lee Simms, un robusto ex marine, le daba la mano a Glenn Branson para ayudarle a saltar del muelle a la resbaladiza cubierta, encharcada con la lluvia.
Al momento, Glenn sintió el balanceo del barco. Apestaba a pescado podrido y a pintura. Vio unas cuantas redes, un par de jaulas de langostas y un cubo. El motor cobró vida con un traqueteo y la cubierta vibró. Inspiró y se tragó una buena bocanada de humo de gasoil.
Mientras zarpaban bajo la lluvia, envueltos en una luz mortecina, nadie salvo Glenn observó el brillo apagado del cristal de unos binoculares orientados en su dirección, tras una de las cubas de petróleo, al otro lado del puerto. Pero cuando volvió a mirar hacia aquel punto en penumbra, no vio nada. ¿Se lo habría imaginado?
Vlad Cosmescu vestía un gorro negro y un mono azul oscuro de obrero, con botas de trabajo a juego. Sobre la piel llevaba lo último en ropa interior térmica, que le estaba ayudando mucho a protegerse del frío intenso. Pero lamentó que los guantes de cuero no llevaran forro; los dedos se le estaban quedando dormidos.
Llevaba en el puerto desde las cuatro de la mañana.
A lo lejos, en la distancia, había observado a Jim Towers, el viejo lobo de mar, con esa espesa barba hirsuta, y a quien habían alquilado el barco. Había visto cómo lo preparaba, llenaba los depósitos de gasolina y de agua, y luego cómo lo trasladaba desde su amarre en el Sussex Motor Yacht Club hasta el otro lado del puerto, el lugar de partida acordado en la esclusa Arlington. Towers había amarrado el barco y lo había dejado allí, tal como habían acordado. Ya les había dado a los de la Unidad de Rescate Especializado un equipo de arranque y un juego de llaves la noche anterior.
Era paradójico, pensó Cosmescu, que teniendo en cuenta el número de barcos de pesca disponibles para alquilar en aquella época del año, la Policía hubiera escogido el mismo barco que él. Siempre suponiendo, claro, que «fuera» una coincidencia. Y él no era de los que se quedaba tranquilo con las suposiciones. Prefería los hechos contundentes y las probabilidades matemáticas.
Hasta que no habían zarpado y había empezado a charlar con Jim Towers no había descubierto que, antes de retirarse para organizar excursiones en barco, Towers había sido detective privado. Los detectives privados a menudo eran a su vez ex policías, o por lo menos tenían muchos amigos en la Policía. Cosmescu le había pagado a Towers generosamente. Más dinero por aquel viaje del que habría ganado en un año con sus excursiones. ¡Y sin embargo, sólo unos días más tarde, permitía que diez polis zarparan en aquel mismo barco!
A Cosmescu aquello no le olía bien.
Siempre había creído en el viejo proverbio: «Los amigos, cerca; los enemigos, más cerca aún».
Y en aquel momento, Jim Towers no podía estar más cerca.
Estaba atado con cinta americana, tan fuerte que parecía una momia egipcia, convenientemente tumbado en la parte trasera de la pequeña furgoneta blanca de Cosmescu. El vehículo estaba registrado a nombre de una empresa de construcción que existía, pero que nunca había hecho transacciones. Solía tenerla oculto, aparcado en el interior de un garaje seguro.
De momento estaba aparcado en una calle lateral, junto a la carretera principal, que quedaba detrás. A sólo unos doscientos metros.
Lo suficientemente cerca.
Veinte minutos más tarde, tras pasar lentamente por la esclusa, el barco abandonó la protección de los diques del puerto y se adentró en mar abierto. Casi al instante el agua empezó a agitarse más y el pequeño barco empezó a saltar por entre las olas impulsado por el creciente viento de tierra.
Glenn estaba sentado en un taburete duro, refugiado bajo el saliente de la cabina abierta, que era poco más que un toldo, junto a Jonah, que estaba al timón. El sargento estaba agarrado a la bitácora que tenía delante, mirando el teléfono cada pocos minutos a medida que el puerto y la costa iban alejándose, por si llegaba algún mensaje de Ari. Pero la pantalla seguía en blanco. A la media hora empezó a sentirse cada vez más mareado.
La tripulación se metía con él sin compasión.
– ¿Eso es lo que llevas puesto siempre que subes a un barco, Glenn? -le preguntó Chris Dicks, apodado Clyde.