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– Sí. Porque normalmente tengo un camarote privado con balcón.

– Te pagan bien en el DIC, ¿eh?

El barco vibraba y se zarandeaba tremendamente. Glenn tomaba aire en profundas bocanadas, todas ellas cargadas de humo del motor, pintura y pescado podrido y, ocasionalmente, de rastros de jabón Jeyes, el olor que todo policía asocia con la muerte. Se estaba mareando. Empezaba a ver borroso el mar.

– Espero que hayas traído el esmoquin -bromeó JIPE-. Vas a necesitarlo si quieres cenar en la mesa del capitán esta noche.

– Sí, claro que lo he traído -respondió Glenn. Cada vez le costaba más hablar. Y hacía un frío de perros.

– No dejes de mirar al horizonte, Glenn -dijo Tania, amablemente-, si te mareas.

Glenn intentó hacerle caso. Pero le era casi imposible distinguir la línea de unión de aquel cielo gris con las olas, también grises. Sentía como si su estómago estuviera saltando a la comba. El cerebro intentaba seguirlo, pero sin conseguirlo del todo.

Entre donde se encontraba él y el timonel, Jonah, que estaba apoyado en un asiento acolchado y agarrado al gran timón, estaba la pantalla de sónar de barrido lateral Humminbird.

– Ésas son las anomalías que vimos ayer, Glenn -dijo Tania Whitlock.

Puso la repetición de la imagen en la pequeña pantalla azul. Había una línea en el centro, creada por el sonar Towfish arrastrado por el barco. Ella señaló dos pequeñas sombras negras apenas visibles.

– Podrían ser cuerpos -añadió.

Glenn no estaba seguro de qué era lo que tenía que mirar exactamente. Las sombras eran minúsculas, del tamaño de hormigas.

– ¿Eso? -preguntó.

– Sí. Estamos a una hora, más o menos. ¿Café?

Glenn Branson sacudió la cabeza. «Una hora. Mierda. Una hora más de esto», pensó. No estaba seguro de que pudiera tragar nada. Intentó mirar al horizonte, pero eso le hacía sentir aún peor.

– No, gracias -dijo-. Estoy bien.

– ¿Estás seguro? Pareces un poco mareado -observó Tania.

– ¡No me he sentido mejor en mi vida!

Diez segundos más tarde saltó de su taburete y se lanzó al lateral del barco, donde vomitó con todas sus fuerzas: la lasaña al microondas de la noche anterior y un montón de whisky, así como la tostada de la mañana. Afortunadamente para él -y más aún para los que tenía cerca-, estaba a sotavento.

33

Poco después, Glenn se despertó con el traqueteo de la cadena del ancla. El motor se apagó y de pronto la cubierta dejó de vibrar. Sentía el movimiento del barco. La cubierta que le impulsaba hacia arriba y luego se hundía de nuevo, y que lo zarandeaba a izquierda y derecha. Oyó el crujido de un cabo. El quejido de un cabrestante. El sonido del gas al salir de una lata de refresco. El chisporroteo estático de una radio. Y luego la voz de Tania.

– Hotel Uniform Oscar, Oscar. Aquí Suspol, Suspol a bordo del MV Scoob-Eee, llamando al guardacostas de Solent -dijo. «Suspol» era el nombre que usaba la Policía de Sussex en las transmisiones náuticas.

Llegó la respuesta:

– Guardacostas de Solent. Guardacostas de Solent. Canal sesenta y siete. Corto.

– Aquí Suspol. -Era Tania de nuevo-. Tenemos diez personas a bordo. Nuestra posición es diez millas náuticas al sureste del puerto de Shoreham. -Dio las coordenadas-. Estamos sobre nuestra zona de inmersión, a punto de empezar.

De nuevo la voz entrecortada:

– ¿Cuántos submarinistas hay ahí, Suspol? ¿Cuántos en el agua?

– Nueve a bordo. Dos entrando en el agua.

Glenn apenas se había dado cuenta de que tenía una manta o una lona sobre los hombros y de que ya no tenía tanto frío. La cabeza le daba vueltas. Quería estar en cualquier parte, en cualquier lugar del mundo, menos allí. De pronto vio a Arf, que lo miraba desde arriba.

– ¿Cómo te encuentras, Glenn?

– He estado mejor -respondió una voz incorpórea que le recordó la suya.

De pronto la peste a jabón Jeyes se hizo más intensa.

Art mostraba una expresión paternal y agradable bajo la sombra de la visera de su gorra de béisbol. Unos mechones de cabello blanco flotaban a ambos lados de su cara, como hebras de algodón empujadas por el viento.

– Hay dos tipos de mareo -dijo Arf-. ¿Lo sabías?

Glenn sacudió la cabeza levemente.

– El primero es cuando te temes que vas a morir.

Glenn se lo quedó mirando.

– El segundo es cuando te temes que «no» vas a morir.

A su alrededor, Glenn oyó unas risas.

Había un tercer tipo, pensó Glenn, que era el que estaba experimentando él en aquel momento. Era cuando ya habías muerto, pero no conseguías abandonar tu cuerpo.

Tania, con su traje de neopreno puesto, estaba cortando las puntas de la bolsa blanca para cadáveres que iba a llevarse consigo, para que en caso de recuperar un cuerpo el agua pudiera salir. Al igual que gran parte del equipo policial, aquellas bolsas no estaban pensadas para operar bajo el agua, así que tenían que adaptarlas.

Tras conectar el cordón umbilical al panel de abastecimiento en superficie y el sistema de comunicaciones, del que se ocupaba Gonzo, comprobó que no hubiera fugas en el traje y en las gafas, y luego probó los tubos de respiración y de comunicaciones del cordón. Cuando los dos quedaron satisfechos con el resultado, Tania miró su reloj. Todos los submarinistas experimentados tenían muy en cuenta el riesgo de sufrir la enfermedad del buzo, y las medidas de seguridad formaban una parte esencial de su procedimiento operativo. La enfermedad del buzo consiste en la acumulación de partículas de nitrógeno en la sangre. Puede resultar dolorosísima, a veces mortal, y el único modo de evitarla es realizar frecuentes pausas durante la ascensión a la superficie, a veces largas, dependiendo de la duración y la profundidad de la inmersión. El momento de inicio de la inmersión empezaba a contar en cuanto el submarinista abandonaba la superficie.

Miró una vez más su cordón umbilical, comprobó la posición de la boya rosa, a unos metros del barco, y se dejó caer hacia atrás, zambulléndose en las agitadas aguas.

Por un momento, mientras se sumergía entre una vorágine de burbujas, experimentó la belleza y la calma de las profundidades. Un silencio total, excepto por el sonido hueco de su respiración. Luego sacó la cabeza del agua y, al momento, sintió el golpeteo de las olas. Levantó el pulgar para indicarle a Gonzo que todo iba bien.

Aunque se había sumergido innumerables veces, tanto por trabajo como cada vez que había tenido ocasión en vacaciones, meterse en el agua le daba un subidón de adrenalina cada vez. No había dos inmersiones iguales. Nunca sabías lo que ibas a encontrar o experimentar. Y aún no podía creerse la suerte que había tenido al conseguir aquel trabajo, con aquella unidad, que le daba la ocasión de sumergirse casi cada semana.

Eso sí, tenía que reconocer que sumergirse en busca de cadáveres en apestosos canales llenos de neveras viejas, herramientas de jardín, alambradas de corral, carritos de supermercado y coches robados no era lo mismo que hacerlo entre los peces tropicales y la fauna marina de las Maldivas.

Miró a su alrededor en busca de la boya rosa, que había desaparecido momentáneamente tras una ola, dio unas cuantas brazadas hacia allí, aferró el cable lastrado con sus guantes de goma y se sumergió unos metros bajo la superficie.

Allí volvía a reinar la calma de pronto. Aquél era el momento que más le gustaba, descender desde la altura de las olas y el viento hacia un mundo completamente diferente. Siguió bajando poco a poco, tragando saliva para equilibrar la presión de los oídos, con un brazo pasado alrededor de la cuerda. La visibilidad iba disminuyendo rápidamente, hasta que se encontró en una oscuridad total.

Cuando llegó al fondo y hundió los pies en la arena, no veía nada. En días de buen tiempo la visibilidad bajo el canal era bastante buena. Pero aquel día las corrientes habían levantado la arena y el limo del fondo, y habían formado una nube oscura como una carbonera. No tenía sentido encender la cámara y la linterna; tendría que hacerlo todo a través del tacto.