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– Allí hay trabajo. En Inglaterra te puedes hacer rico y tener un bonito apartamento.

– ¿De verdad? -dijo ella, fingiendo sorpresa.

– Eso he oído.

Romeo miró en el interior de la bolsa de plástico, para asegurarse de que no se dejaba nada, y luego la tiró. El viento se la llevó revoloteando. Inmediatamente otro perro, un animal contrahecho, marrón y blanco, corrió tras ella, se abalanzó y la cogió con las patas.

La mujer seguía agarrando el bolso de piel con fuerza.

– ¿Te gustaría conseguir un billete de avión a Inglaterra? Quizá podría conseguírtelo, si quieres ir realmente. Podría conseguirte un trabajo.

Cruzaron sus miradas. Los ojos de ella eran bonitos, del color del acero azul. Sonreía, parecía sincera. Él volvió a mirar hacia el bolso. Ella no lo soltaba, casi como si supiera lo que estaba pensando.

– ¿Qué tipo de trabajo?

– ¿Qué quieres hacer? ¿Qué sabes hacer?

Un camión pasó por su lado muy despacio, cerca del arcén. Romeo levantó la vista hacia sus grandes ruedas sucias, los bajos negros y oxidados, el humeante tubo de escape. Si iba a hacerlo, aquél sería un buen momento. «¡Dale un empujón, agarra el bolso, corre!»

Pero de pronto le interesaba más lo que estaba diciendo.

¿Qué sabía hacer? Un chico que se había quedado con ellos hacía poco hablaba de su hermano, que trabajaba de camarero en una coctelería en Londres y ganaba más de 400 leis al día. ¡Aquello era una fortuna! Aunque no es que tuviera ni idea de hacer cócteles. También había oído a alguien hace poco que le había dicho que en Londres también se podía ganar ese dinero limpiando habitaciones de hotel.

– Puedo preparar cócteles -respondió-. También se me da bien limpiar.

– ¿Tienes amigos en Londres, Romeo? -preguntó ella.

Artur soltó un gemido, como si quisiera más comida.

La mujer abrió su bolso y sacó un grueso monedero, del que extrajo un billete. Era de 100 leis. Se lo dio a Romeo.

– Quiero que le compres algo de comida a Artur. ¿Vale?

Él levantó la vista y la miró con solemnidad. Entonces ella le dio otro billete. Éste era de 500 leis.

– Esto es para que te compres lo que quieras. ¿Vale?

Él se quedó mirando el dinero. Luego volvió su mirada sobre ella. Después, como si de pronto tuviera miedo de que pudiera quitárselo, se metió el dinero en el bolsillo del pantalón.

– Es muy amable -dijo.

– Quiero ayudarte -respondió ella.

– ¿Cómo se llama?

– Marlene.

A pesar de su sonrisa y su generosidad, había algo en aquella mujer que le hacía desconfiar. Sabía, por otros, que había organizaciones que ayudaban a la gente de la calle, pero nunca había intentado ponerse en contacto con una. Le habían avisado de que a veces, si ibas a verlos, podías acabar en un orfanato. Pero quizás aquella mujer querría de verdad ayudarle a ir a Inglaterra.

– ¿Beneficencia? -preguntó-. ¿Trabaja en la beneficencia?

Ella dudó por un momento. Luego, sonriendo y asintiendo enérgicamente, respondió:

– Sí, beneficencia. ¡Claro, beneficencia!

35

A pesar de la llegada de dos bolsas de grueso plástico negro al depósito de cadáveres de Brighton y Hove con los cuerpos recuperados en el canal aquella misma mañana, Roy Grace estaba de mejor humor que desde hacía años.

No le importaba que fueran las tres menos cuarto de una tarde de viernes y que, dependiendo de la llegada de Nadiuska De Sancha, las autopsias pudieran cargarse sus planes para la noche. Estaba como en una nube.

¡Iba a ser padre! Aquella idea se imponía a todo lo demás. ¡Y en la partida de póker de la noche anterior había ganado 550 libras, más que en ninguna otra timba que recordara!

Lo que más le gustaba del póker, aparte de la camaradería de una velada tranquila pasada en compañía de amigos y colegas, era la psicología del juego. Era muy improbable ganar si te plantabas en la mesa con ánimo de perdedor. Pero si estabas animado, tu entusiasmo podía ser contagioso y podías conseguir dominar el juego incluso con cartas modestas. Pero es que él no había tenido unas cartas modestas la noche anterior: había tenido una racha tremenda. Cuatro dieces, innumerables tríos, full tras full, y un montón de escaleras altas.

En el pequeño despacho del depósito, con el sonido de fondo del hervidor de agua que iba calentándose lentamente, rodeó a Cleo con los brazos y la besó.

– Te quiero -le dijo.

– ¿De verdad? -dijo ella, con una sonrisa-. ¿Lo dices en serio? -Levantó los brazos, mostrando el aparatoso vestuario que llevaba puesto-. ¿Incluso vestida así?

– Hasta el fin del mundo.

La quería. Tras la partida de póker había vuelto a la casa de ella y había desparramado el dinero sobre la cama. Luego se había tumbado, despierto, a su lado, demasiado excitado como para dormir, pensando en su vida. En Sandy. En Cleo. Quería casarse con ella, estaba seguro de ello. Más seguro que de nada en el mundo. Lo había decidido el día que había iniciado, con mucho retraso, el procedimiento para declarar a Sandy legalmente muerta.

Y lo primero que había hecho aquella mañana era contactar con una abogada de Brighton que le habían recomendado, Susan Ansell, y había hecho aquello precisamente. Había pedido una cita.

Cleo le besó.

– ¿Sólo hasta el fin del mundo?

Él sonrió, comprobó que la puerta estuviera bien cerrada, para que nadie entrara, y volvió a besarla.

– ¿Qué tal hasta el fin del universo?

– Mejor -dijo ella. Luego levantó las palmas de las manos hacia arriba y movió los dedos, indicando que tenía que subir más.

– Y hasta el extremo de cualquier otro universo que puedan llegar a descubrir.

– Mejor aún -respondió ella, y volvió a besarle.

Entonces él se quedó inmóvil de pronto, deseando no haber empezado con aquella metáfora. Sandy era una gran aficionada a la Guía del autoestopista galáctico. Recordaba que su libro favorito era el segundo de la serie, El restaurante del fin del mundo. ¿Por qué tenía que aparecer siempre su sombra sobre todo, algo que oscurecía sus momentos más felices? A veces daba la impresión de que su fantasma le acechaba.

– ¿Estás bien? -preguntó Cleo.

– ¡Perfectamente!

– Es como si hubieras desaparecido por un momento.

– Estaba sobrecogido por tu belleza.

Ella sonrió con una mueca.

– Qué bien mientes, ¿eh, Grace?

– ¡No estaba mintiendo! -se defendió él, sonriendo a su vez.

– Te pasas la mitad del tiempo interrogando a delincuentes que mienten de un modo muy convincente. ¡No me digas que no se te ha pegado algo!

Él la cogió por los hombros, suavemente pero con firmeza, y se le quedó mirando a los ojos.

– Yo nunca te mentiría -dijo-. No querría mentirte nunca.

– Es lo mismo que siento yo.

Se quedaron sumidos en un cómodo silencio unos momentos. El calentador de agua se puso a hervir y se desconectó con un clic. Roy Grace se distrajo por un instante y miró tras ella, a una fila de sillas en L tras la atestada mesa. A una mesa de la esquina, en la que había un pequeño árbol de Navidad, cubierto de espumillón y bolas brillantes. A las paredes, que estaban aún más recargadas que la mesa, con diplomas enmarcados, un calendario, una fotografía de una puesta de sol en el muelle de Brighton y una serie de dosieres colgados de ganchos, con detalles de los desdichados residentes de las neveras. Y al periódico Argus, tirado sobre una silla. El artículo de Kevin Spinella sobre el hallazgo del Varón Desconocido aparecía en la página cinco. Era una pequeña columna que se ceñía a los hechos tal como Grace los había contado, incluido su llamamiento. Afortunadamente, Spinella había respetado su acuerdo de no mencionar nada sobre los órganos.