Выбрать главу

Ambos estaban envueltos en sus abrigos, bufandas y gorros, de modo que apenas se les veía la cara. Ahora estaban al lado de Roy Grace, junto a un puñado de padres y unos cuantos colegas de los policías. Era la primera vez que Grace visitaba el complejo y, como presidente del equipo de rugby de la Policía, estaba planteándose las posibilidades de disputar un partido de rugby en aquel lugar. Los jóvenes de aquel equipo eran duros y arrojados, y le divertía la idea de que pusieran en aprietos a sus jugadores.

Un grupo pasó a su lado entre empujones, gruñidos e improperios, y el balón sobrepasó la línea. Inmediatamente sonó el silbato del árbitro.

Pero él estaba distraído pensando en las autopsias a las que había asistido aquel día y el anterior, y en la labor que le esperaba. Sacó su agenda electrónica y apuntó algunas reflexiones, agarrando el puntero con los dedos ateridos.

De pronto se oyó una explosión de júbilo y levantó la vista, confuso por un momento. Alguien se había anotado un tanto. Pero ¿qué equipo?

Por los vítores y los comentarios, dedujo que era el equipo del Crew Club. Ahora el marcador estaba 4-0.

Volvió a sonreír para sus adentros. El entrenador del equipo de la Policía de Sussex era el superintendente Dave Gaylor, que había sido árbitro de fútbol americano. Y que era amigo personal suyo. No veía la hora de ir a meterse con él tras el partido.

Alzó la vista a las estrellas por un momento y de pronto viajó con la mente a su infancia. Su padre tenía un pequeño telescopio en un trípode y se pasaba muchas horas estudiando el cielo; a menudo animaba a Roy a que él también mirara. Lo que más le gustaba a Grace eran los anillos de Saturno, y en otro tiempo podía distinguir todas las constelaciones, pero ahora la única que reconocía con facilidad era la Osa Mayor. Decidió que necesitaba reciclarse, de modo que un día pudiera transmitir aquellos mismos conocimientos -y aquella pasión- a su hijo. Aunque… ¿volverían a perderse con el tiempo?

Entonces su mente volvió a concentrarse en la investigación. Varón Desconocido 1 y 2 y Mujer Desconocida.

Tres cuerpos. Todos ellos desprovistos de los mismos órganos vitales. Todos adolescentes. Sólo tenían una posible pista identificativa: un tosco tatuaje en la parte superior del antebrazo izquierdo de la chica muerta. Un nombre, quizá…

Un nombre que no le decía nada. Pero que tenía la impresión que albergaba la clave de la identidad de los tres.

¿Procederían de Brighton? Si no, ¿de dónde? Escribió en su cuaderno: «Informe del guardacostas. ¿Corrientes?».

No podían haber sido arrastrados por la corriente desde muy lejos con aquellos lastres. Personalmente, estaba seguro de que la proximidad a Brighton hacía muy probable que los tres adolescentes hubieran muerto en Inglaterra.

¿Qué estaba sucediendo? ¿Había un monstruo suelto por Brighton matando a gente y robándoles los órganos?

«Cirujano con experiencia», escribió, recordando la evaluación de Nadiuska De Sancha.

Volvió a mirar aquel cielo estrellado por un momento, y luego al foco. La Unidad de Rescate Especializado de Tania Whitlock había rastreado la zona y no había encontrado más cuerpos. De momento. Pero el canal de la Mancha era muy grande.

39

– Ya sabes, Jim -dijo Vlad Cosmescu-. El canal de la Mancha es muy grande, ¿no?

Jim Towers, atado de pies a cabeza con cinta americana, hasta la boca, sólo podía comunicarse con su captor por los ojos. Estaba tirado sobre la dura cubierta de fibra de vidrio de la cabina de proa del Scoob-Eee y cubierto por una lona que olía ligeramente a vómito y que le ocultaba de cualquier mirada indiscreta desde el muelle.

Cosmescu, con los pies enfundados en altas botas de goma, dirigió el barco hacia la bocana del puerto de Shoreham y a mar abierto, algo preocupado por la marejada. El viento del norte allí afuera era más fuerte de lo que pensaba y el mar estaba mucho más movido. Se sentó en el asiento de plástico, con las luces de navegación encendidas, asegurándose de dar la imagen -de cara al guardacostas y a cualquier otro que mirara- de un barco de pesca más que saliera a faenar.

Arrugó la nariz al oler el humo del gasoil que el viento empujaba hacia la proa y observó la brújula iluminada oscilando sobre la bitácora. Puso rumbo a 160 grados, trayectoria que consideró que le llevaría al medio del canal, muy lejos de la zona de dragado que había estudiado meticulosamente en el mapa.

Sonó un teléfono móvil, un gorjeo muy apagado. Por un momento, el rumano pensó que procedería de algún lugar bajo la cubierta; luego se dio cuenta de que debía de estar en uno de los bolsillos del detective jubilado. Al cabo de un rato dejó de sonar.

Towers levantó la vista hacia él, con los ojos inertes de un pez varado en la arena.

– Supongo que ahora ya puedes hablar. No hay mucha gente que te pueda oír por aquí -decidió Cosmescu.

Quitó gas, bajó a la cabina y arrancó la cinta americana que le tapaba la boca al viejo.

Towers jadeó, agónico. Era como si le hubieran arrancado la mitad de la cara.

– Oiga -le dijo-, hoy es mi aniversario de boda.

– Tendrías que habérmelo dicho antes. Te habría comprado una tarjeta -respondió Cosmescu, con un tono muy poco jocoso, y enseguida volvió al timón.

– No me ha dado ocasión de avisarle. Mi mujer va a preocuparse. Me esperaba en casa. Habrá contactado con el guardacostas y con la Policía. Debe de haber sido ella la que llamaba.

Como si esperara la señal, el teléfono emitió dos pitidos cortos: un mensaje.

– ¿Tú crees? -dijo Cosmescu alegremente, sin mostrar ni rastro de preocupación ante aquella noticia inesperada. No perdía de vista las luces de un barco de pesca que estaba a cierta distancia, y las de un gran barco muy alejado que se dirigía hacia el este-. ¡En ese caso tendré que ir rápido! Así que dime lo que tengas que decirme.

– Me he equivocado -dijo Towers-. He cometido un error, ¿vale? La he cagado.

– ¿Un error?

Cosmescu hurgó en los bolsillos y sacó un Marlboro Light.

Protegiendo del viento con las manos la llama de su encendedor de oro, lo encendió, aspiró profundamente y luego exhaló el humo hacia el hombre.

Aquel dulce aroma tentó al ex detective.

– ¿Me da uno, por favor?

– Fumar es muy malo para la salud -respondió Cosmescu, sacudiendo la cabeza. Dio otra fuerte calada-. Y en Inglaterra ahora tenéis una ley, ¿no? Está prohibido fumar en el lugar de trabajo. Éste es tu lugar de trabajo.

Le echó una nueva bocanada.

– Señor Baker, seguro que podemos arreglar esto, ya sabe… Puedo compensarle.

– Oh, sí, claro -dijo Cosmescu, agarrando el timón con fuerza mientras el barco saltaba sobre una gran ola-. Estoy de acuerdo con usted.

Echó un vistazo al profundímetro. Veinte metros de agua por debajo. No era suficiente. Siguieron adelante en silencio unos momentos.

– Le pagué veinte mil libras, señor Towers. Pensé que estaba siendo muy generoso. Y que podía ser el inicio de un buen acuerdo comercial entre los dos.

– Sí, fue extremadamente generoso.

– Pero ¿no lo suficiente?

– Sí, suficiente.

– No lo creo. Usted es un marino experimentado, así que conoce estas aguas. ¿Sabe lo que creo, señor Towers? Que me llevó a la zona de dragado deliberadamente. Pensó que allí habría muchas posibilidades de que encontraran los cuerpos.

– ¡No, eso no es cierto!

Cosmescu no le hizo caso y prosiguió:

– Yo soy jugador. Me gusta calcular probabilidades. El canal de la Mancha tiene una extensión de setenta y cinco mil kilómetros cuadrados. Yo le pago para que me lleve a un sitio donde nunca se encuentren esos cuerpos. Me lleva a una zona de dragado de sólo 250 kilómetros cuadrados. Haga las cuentas, señor Towers.