– ¡Tiene que creerme, por favor!
Cosmescu asintió.
– Sí, claro. Yo he hecho las cuentas. La profundidad máxima de una draga es de treinta metros. Sólo con que estuvieran a cuarenta metros de profundidad, nadie los habría encontrado nunca señor Towers. ¿Va a decirme que un marino experimentado como usted no sabía eso? ¿Que en todos esos años que ha gestionado su negocio desde Shoreham nunca vio la zona de dragado marcada en el mapa?
– ¡Cometí un error de navegación, lo juro!
Cosmescu fumó en silencio un rato y luego continuó:
– Mire, señor Towers, yo soy jugador, y creo que usted también lo es. Apostó a la zona de dragado y tuvo suerte. Pensó que si se descubrían los cuerpos, podría hacerme chantaje y pedirme mucho dinero para mantener la boca cerrada.
– Eso no es cierto -se defendió Towers.
– Si tuviera la ocasión de conocerme mejor, señor Towers, sabría que soy un hombre que siempre juega a porcentajes. De este modo no se gana tanto, pero uno se mantiene más tiempo en el juego.
Cosmescu acabó su cigarrillo y tiró la colilla por la borda, observando cómo volaba la punta roja por los aires antes de desaparecer en las negras aguas.
– Estoy seguro de que podemos encontrar una solución, algo que le satisfaga.
Cosmescu observó la brújula. El barco se movía mucho y tuvo que corregir la posición del timón para recuperar la ruta.
– ¿Sabe, señor Towers? Ahora tengo que hacer una apuesta. Si le mato, hay posibilidades de que me cojan. Pero si le dejo vivir, también hay posibilidades de que me cojan. Lamento informarle de que, desde mi punto de vista, estas últimas posibilidades son mucho mayores.
Cosmescu sacó un rollo de cinta americana del bolsillo de su cazadora, junto con la navaja de cachas de hueso que siempre llevaba encima. Nunca le había fallado, pese al paso de los años. Un botón en el lateral liberaba la hoja que, con un giro de muñeca, oscilaba y se bloqueaba en su sitio. Y la experiencia le había demostrado que era lo suficientemente fuerte como para no romperse al topar con hueso humano. La tenía siempre afiladísima y, de hecho, en un viaje en que se había dejado la navaja de afeitar, la había utilizado en su lugar, con un resultado perfecto.
– Por favor… Oiga… Podría…
Pero eso fue todo lo que alcanzó a decir antes de que el rumano volviera a sellarle los labios.
Cuarenta minutos más tarde las luces de la costa de Brighton y Hove aún eran visibles, pero desaparecían de vez en cuando tras las olas, de un negro intenso. Cosmescu liquidó otro cigarrillo, estranguló el motor y apagó las luces de navegación. Tenía unos 45 metros de agua bajo el casco. Era un buen lugar. Aún estaba dolido por la llamada telefónica que había recibido dos noches antes en el casino, cuando su jefa le había dejado bien claro que la había cagado. Tenía razón, la había cagado. Había roto la regla de no involucrar a otros, a menos que sea absolutamente necesario. Debería haberse limitado a alquilar un barco y haber llevado los cuerpos él mismo. Manejar el barco y navegar no tenía ningún misterio: podría hacerlo un niño de cuatro años.
Pero él tenía un buen motivo; o por lo menos en aquel momento le había parecido bueno. Un tipo que alquilaba repetidamente un barco en pleno invierno y que se echaba a la mar solo habría levantado sospechas. Todos los barcos que salían y entraban del puerto llamaban la atención, y las embarcaciones sospechosas podían ser investigadas. Pero el guardacostas no pestañearía siquiera si un pescador del puerto salía y entraba con su barco de alquiler, por muy a menudo que fuera.
Ahora, con las estrellas y los ojos silenciosos del dueño del barco como únicos testigos, soltó y retiró parte de la capota y luego, con ayuda de una linterna, encontró las portas de desagüe. Probó a abrir una, y al momento entró un chorro de agua helada. Bien. Por lo menos, Towers mantenía su barco en buen estado.
Caminó hacia la popa, desenrolló la Zodiac gris que había comprado el día anterior y separó la bombona de oxígeno, el depósito de gasolina y el motor fuera borda Yamaha que había en el interior, junto con un remo.
Diez minutos más tarde, sudando por la fatiga, el rumano ya tenía la Zodiac en el agua, atada al costado del barco, con el motor en marcha al ralentí. Se agitaba tremendamente, pero ya ganaría estabilidad cuando le añadiera el peso de su cuerpo.
La cubierta del barco ya estaba inundada y el agua seguía entrando a ritmo constante de las dos portas de desagüe abiertas. Ya casi llegaba a la barbilla de Jim Towers. Cosmescu se felicitó por haberse traído las botas de agua. Enfocó el haz de luz en la cara de aquel hombre, observando los ojos, que intentaban comunicar con él desesperadamente.
Ahora el agua ya rebasaba la altura de la barbilla de Towers. Cosmescu apagó la linterna y escrutó el horizonte. Salvo por las luces de Brighton y el ocasional brillo de la cresta de alguna ola, la oscuridad era total. Escuchó el embate de las olas contra el casco. Sentía cómo iba hundiéndose el Scoob-Eee en el agua, agitándose cada vez menos a medida que el peso del agua iba aumentando, cada vez más rápido.
Volvió a encender la linterna y vio que Jim Towers intentaba levantar la cabeza desesperadamente por encima del agua, que ya le cubría completamente la boca.
– Yo le aconsejo, señor Towers, que justo antes de que el agua le llegue a la nariz, coja una buena bocanada de aire. Un ser humano puede hacer un montón de cosas en sesenta segundos. Puede que incluso tenga noventa segundos, si está en forma.
Pero para entonces ya no estaba seguro de si el otro hombre podía oírle. Parecía improbable, ya que el agua le cubría el rostro. Y la barca hinchable estaba a la altura de la barandilla.
Era de manuaclass="underline" nunca hay que abandonar un barco hasta que se pueda acceder fácilmente a la barandilla. Noventa segundos más tarde, hizo precisamente eso, soltó la barca hinchable y puso rumbo hacia la oscuridad. Luego esperó, navegando lentamente y en círculos, hasta que la negra silueta desapareció bajo la superficie, emitiendo grandes burbujas, algunas de las cuales sonaban tan fuerte que podía oírlas por encima incluso del ruido del motor fuera borda.
Entonces dio gas y sintió el empuje de la aceleración. La proa de la Zodiac se levantó y golpeó sobre una ola.
Sintió la salpicadura del agua en la cara. La proa se hundió por detrás de la ola y luego golpeó contra otra. El agua, salada y gélida, le bañó por completo. La pequeña embarcación se escoró hacia la izquierda, luego hacia la derecha. Por un momento sintió una punzada de pánico y pensó que no iba a conseguirlo, que iba a volcar. Pero entonces superó la cresta de otra ola y vio que las luces de Brighton, borrosas a través del agua salada que tenía en los ojos, brillaban ya un poquito más. Sólo un poquito más.
El mar se fue calmando progresivamente a medida que se acercaba a la costa. Buscó las luces del muelle y del puerto deportivo, hacia el este. Pasado ese lugar empezaba el camino de ronda. En aquella noche de noviembre, desapacible y gélida, poca gente estaría paseando por allí, si es que había alguien. Ni allí ni en ninguna de las playas.
El que fuera el aniversario de boda de Jim Towers era un problema. Otra cagada potencial. A menos que le hubiera mentido. ¿Y qué pasaría si la mujer del tipo hubiera llamado a la Policía? ¿O al guardacostas? Quizá su desaparición aparecería en algún periódico local. Tendría que estar muy atento y ver qué se publicaba, y luego ya vería.
Veinte minutos más tarde, con la oscura sombra de los acantilados delante y el puerto deportivo a una distancia prudencial a su izquierda, dió el gas al máximo unos segundos y luego estranguló el motor. Desatornilló las dos palometas que mantenían unido el motor de veinticinco caballos al espejo de popa y tiró el motor al mar.