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– Éste es el aspecto que tiene un hígado humano adulto. El de Caitlin sería sólo un poco más pequeño.

Lynn se lo quedó mirando, del mismo modo que lo había mirado mil veces antes. En un cuaderno en blanco él empezó a dibujar lo que parecía unos ramilletes de brécol. Ella le escuchó pacientemente mientras le explicaba cómo funcionaban los conductos biliares, pero cuando acabó su diagrama, Lynn no sabía más de lo que ya sabía antes sobre el funcionamiento de los conductos biliares. Y además, sólo le importaba una cosa.

– Tiene que haber algún modo para hacer que vuelvan a funcionar -dijo. Pero su voz no mostraba ninguna convicción. Como si supiera, como si ambos supieran, que después de seis años de esperar contra toda esperanza, estaban llegando por fin a lo inevitable.

– Me temo que lo que está pasando no es reversible. El doctor Granger cree que se nos está acabando el tiempo.

– ¿Qué quieres decir?

– No ha respondido a ninguna medicación y no existen más medicamentos que podamos darle.

– Tiene que haber algo que se pueda hacer. ¿Diálisis?

– Para el fallo renal sí, pero no para el hepático. No hay un equivalente.

El doctor se quedó callado unos momentos.

– ¿Por qué no, Ross? -insistió ella.

– Porque las funciones del hígado son demasiado complejas. Te puedo hacer un esquema y verás…

– ¡No quiero más dibujitos de mierda! -le gritó. Entonces se echó a llorar-. Sólo quiero que cures a mi niña. Tiene que haber algo que puedas hacer -sollozó-. ¿Qué ocurrirá si no, Ross?

Él se mordió el labio.

– Va a tener que someterse a un trasplante.

– ¿Un trasplante? ¡Pero si tan sólo tiene quince años! ¡Quince!

Él asintió, pero no dijo nada.

– No quería gritarte… Lo siento, yo… -se disculpó, rebuscando en el bolso un pañuelo. Luego se enjugó las lágrimas-. Ya ha pasado por muchas cosas, pobrecita. ¿Un trasplante? -volvió a preguntar-. ¿Realmente es la única opción?

– Me temo que sí.

– ¿O…?

– En pocas palabras, no sobrevivirá.

– ¿Cuánto tiempo tenemos?

– Eso no te lo puedo decir -respondió él, levantando las manos en señal de impotencia.

– ¿Semanas? ¿Meses?

– Unos meses, como mucho. Pero podría ser mucho menos si el hígado sigue fallando a este ritmo.

Hubo un largo silencio. Lynn bajó la vista. Por último, en voz muy baja, preguntó:

– Ross, ¿tiene riesgos el trasplante?

– Te mentiría si te dijera que no. El mayor problema va a ser encontrar un hígado. No es fácil, porque se hacen pocas donaciones.

– Además tiene un grupo sanguíneo raro, ¿no?

Él comprobó sus notas.

– AB negativo. Sí, es poco común: un dos por ciento de la población, más o menos.

– ¿Es importante el grupo sanguíneo?

– Es importante, pero no estoy seguro de los criterios exactos. Creo que existen algunas combinaciones posibles.

– ¿Y yo? ¿No le puedo dar mi hígado?

– Es posible hacer un trasplante parcial de hígado, usando uno de los lóbulos, sí. Pero tendrías que tener un grupo sanguíneo compatible, y no creo que tu hígado sea lo suficientemente grande.

Rebuscó entre unas cuantas fichas, y se quedó leyendo un momento.

– Tú eres A positivo -dijo-. No sé. -El doctor esbozó una sonrisa que denotaba empatía, pero también impotencia-. Eso es algo que el doctor Granger podrá decirte con más seguridad. Tu diabetes también influirá.

Le asustó que aquel hombre en quien tanto confiaba de pronto pareciera perdido y sin recursos.

– Estupendo -se lamentó.

La diabetes era otro de los desagradables recuerdos que le había dejado su ruptura matrimonial. De aparición tardía, tipo 2, según el doctor Hunter probablemente desencadenada por el estrés. Así que ni siquiera se había podido refugiar en los caprichos del paladar para consolarse.

– ¿Caitlin va a tener que esperar que muera alguien con el grupo sanguíneo correcto? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

– Probablemente, sí. A menos que haya un miembro de la familia o un amigo próximo de ese grupo y que esté dispuesto a donar parte de su hígado.

Las esperanzas de Lynn se reavivaron un poco.

– ¿Es eso posible?

– El tamaño es importante: tendría que ser una persona grande.

La única persona de gran tamaño en la que podía pensar y a la que pudiera recurrir era Mal. Pero desechó la idea, al recordar que él había tenido la hepatitis B tiempo atrás, lo que le eliminaba como donante, algo que había descubierto hacía unos años, en una época en que se habían propuesto ser ciudadanos responsables y habían donado sangre periódicamente.

Lynn hizo un cálculo rápido. Había 65 millones de personas en el Reino Unido. Quizás unos 45 millones serían adolescentes o adultos. Así que el dos por ciento serían unas 900.000 personas. Eso era mucha gente. Seguramente cada día debía de morir alguien del grupo AB negativo.

– ¿Vamos a tener que ponernos a la cola, verdad? Como buitres, esperando que alguien muera. ¿Y si Caitlin se agobia sólo de pensarlo? -dijo-. Ya sabes cómo es. No aprueba la muerte de «nada». ¡Se enfada hasta cuando mato una mosca!

– Creo que tendrías que traérmela. Si quieres, puedo hablar con ella hoy mismo. Muchas familias consideran que donar los órganos de alguien que muere da cierto sentido y valor a su muerte. ¿Quieres que intente explicárselo a ella?

Lynn se agarró a los brazos de la silla, intentando ahuyentar sus propios miedos.

– No puedo creerme que esté pensando en esto, Ross. No soy una persona violenta: ni siquiera antes de que Caitlin influyera en mí, me «gustaba» matar las moscas de la cocina. Y ahora estoy aquí, sentada, hablando de «desear» que se muera un extraño.

El tráfico de Coldean Lane, en plena hora punta, se había quedado detenido a causa del accidente y ya llegaba casi a los pies de la colina. A la izquierda se veía parte de las amplias dependencias de la finca de Moulescomb, de la posguerra; a la derecha, tras un muro de pedernal, se levantaban los árboles que marcaban el límite oriental de Stanmer Park, uno de los espacios verdes más grandes de la ciudad.

El agente Ian Upperton acercó lentamente el morro del coche patrulla al autobús parado que se encontraba al final de la cola y se asomó para ver la situación de la carretera más adelante. Luego, con la sirena rompiendo el frío silencio del invierno, se lanzó por el carril contrario.

El agente Tony Omotoso estaba sentado a su lado, en silencio, escrutando los vehículos de delante por si alguno, vencido por la impaciencia, intentaba hacer algo estúpido como salirse de la fila o dar media vuelta. «La mitad de los conductores no ven nada o llevan la música demasiado alta como para oír una sirena, y no miran al espejo más que para peinarse», pensó. Estaba tenso, agarrotado por la ansiedad, como siempre que se encontraba con una «colisión en carretera», tal cómo denominaban oficialmente a los accidentes de coche en el siempre cambiante léxico policial. Nunca sabías lo que te podías encontrar.

Si el accidente era grave, en muchos casos el coche pasaba de ser un amigo del conductor a un enemigo mortal que podía atravesarlo, rebanarlo, aplastarlo o, en algunos casos especialmente horribles, hasta cocerlo. En una fracción de segundo, de un tranquilo paseo escuchando música o charlando distendidamente, podías pasar a estar agonizando entre una maraña de metal con bordes afilados como cuchillas, perplejo e indefenso. Detestaba a los idiotas al volante, gente que conducía mal o temerariamente, y a los capullos que no se ponían el cinturón.

Ya estaban llegando a lo alto de la loma, donde había una intersección con una curva pronunciada, donde Ditchling Road se cruzaba con Coldean Lane, que discurría de oeste a este. Vio un Range Rover azul al principio de la cola, con las luces de avería puestas. Algo más allá había un BMW Serie 3 cabriolet atravesado en la carretera, con la puerta del conductor abierta y vacío. Tenía una hendidura enorme en forma de V detrás de la puerta. La rueda de atrás estaba hundida; la ventanilla, hecha añicos. Justo detrás se había concentrado un grupo de personas. Muchos se giraron al llegar el coche de Policía. Algunos se apartaron.