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– ¿No había ningún rastro de intervención odontológica que les diera a los dentistas ninguna pista sobre su nacionalidad? -preguntó Lizzie Mantle.

– No -respondió Bella-. No hay rastros de ninguna intervención, así que muy probablemente nunca haya ido a un dentista. En ese caso no vamos a encontrar ninguna coincidencia.

– El lunes tendrás las tres muestras para cotejar -dijo Grace-. Eso debería aumentar nuestras posibilidades.

– No me iría mal contar con un par más de agentes para visitar más rápidamente todas las consultas odontológicas.

– De acuerdo. Comprobaré con qué recursos contamos después de la reunión -concedió Grace, tomando una nota rápida, para luego dirigirse a Norman Potting-. Tú ibas a hablar con los coordinadores de trasplantes de órganos, Norman. ¿Hay algo?

– Estoy intentando hablar con todos los de los hospitales a menos de 150 kilómetros de aquí, Roy -dijo Potting-. Hasta ahora nada, pero he descubierto algo interesante. -Se quedó de pronto callado, con una sonrisita misteriosa en la cara.

– ¿Y vas a compartirlo con nosotros? -preguntó Grace.

El sargento llevaba la misma chaqueta que se le veía todos los fines de semana, fueran de invierno o de verano. Una americana de tweed arrugada, con hombreras y bolsillos externos. Metió la mano en uno, deliberadamente despacio, como si fuera a sacar algo de gran importancia, pero se limitó a dejarla allí dentro y a juguetear con algunas monedas o alguna llave mientras hablaba.

– En el mundo hay una gran demanda de órganos humanos -anunció. Se mordió los labios y asintió con la cabeza solemnemente-. Especialmente de riñones e hígados. ¿Sabéis porqué?

– No, pero estoy segura de que estamos a punto de descubrirlo -dijo Bella Moy con irritación, al tiempo que se metía otro Malteser en la boca.

– ¡Por los cinturones de seguridad! -dijo Potting, triunfalmente-. Los mejores donantes son los que mueren de lesiones en la cabeza, con lo que el resto del cuerpo queda intacto. Hoy en día cada vez más gente lleva el cinturón puesto en el coche, y sólo mueren si quedan completamente destrozados, o calcinados. ¿No es irónico? Antiguamente, la gente se golpeaba con la cabeza en el parabrisas y moría. Hoy en día la mayoría son motoristas.

– Gracias, Norman -dijo Grace.

– Hay algo más que podría resultar interesante -añadió Potting-. Manila, en las Filipinas, recibe actualmente el apodo de «Isla de un solo riñón».

– Venga, hombre -protestó Bella, sacudiendo la cabeza con cinismo-. ¡Eso es una leyenda urbana!

Grace la reprendió levantando una mano.

– ¿Y qué importancia tiene eso, Norman?

– Es donde van los occidentales ricos a comprar riñones de los filipinos pobres. Los filipinos cobran por ello: una cantidad considerable de dinero, teniendo en cuenta su nivel de vida. Pero comprarlo y trasplantarlo cuesta entre cuarenta y sesenta mil.

– ¿De cuarenta a sesenta mil libras? -repitió Grace, asombrado.

– Un hígado puede salir por cinco o seis veces ese precio -respondió Potting-. La gente que lleva años en una lista de espera acaba desesperada.

– Estos tipos no son filipinos -precisó Bella.

– He vuelto a hablar con el guardacostas -dijo Potting, sin hacerle caso-. Le di el peso de los bloques de cemento que llevaba atados el primer desdichado. No cree que las condiciones meteorológicas de la semana pasada bastaran para que las corrientes lo arrastraran. La mayoría son superficiales. Quizá, si hubiera habido un tsunami, pero si no, no.

– Gracias. Esa información es buena -dijo Grace, tomando nota-. ¿Nick?

Glenn Branson, que aún tenía el mismo aspecto desaliñado, levantó la mano.

– Siento interrumpir. Sólo una precisión, Roy. Las tres personas podrían haber sido asesinadas en otro país, o incluso en un barco, y lanzadas al canal, ¿verdad? ¿No es eso lo que dijiste a los del Argus?

– Sí, unas millas más lejos de la costa, y no habrían sido problema nuestro. Pero fueron hallados en aguas territoriales británicas, así que lo son. Ya tengo a dos de nuestros agentes revisando una lista de todos los barcos que se sabe que han pasado por el canal en los últimos siete días. Pero aún no sé cómo vamos a cotejar esa información siquiera, ni si vale la pena intentarlo.

– Bueno -prosiguió Branson-, los cuerpos fueron hallados bajo unos veinte metros de agua, así que si no los ha arrastrado la corriente, es que los lanzaron allí, desde un barco, un avión o un helicóptero. Algunos de los buques cisterna y de carga más grandes necesitan mayor profundidad, así que podríamos eliminar una buena parte del tráfico marítimo. Por otra parte, yo diría que, cualquier patrón de barco tiene acceso a los mapas del Almirantazgo y debería saber que estaba en una zona de dragado, por lo que normalmente se alejaría de la zona si no quería que se descubrieran los cuerpos. Un piloto de avión o de helicóptero podría haber pasado por alto los mapas oficiales. Así que creo que también tendríamos que consultar a los aeropuertos locales, en particular al de Shoreham, y averiguar qué aeronaves han despegado durante la semana pasada e investigarlas.

– Estoy de acuerdo -le secundó la inspectora Mantle-. Lo que dice Glenn tiene sentido. El problema es que desde un aeródromo privado podría haber despegado cualquiera sin comunicar su plan de vuelo, especialmente si se trata de una avioneta que haya salido con la misión de lanzar los cuerpos.

– También podría ser un avión de otro país -añadió Nick Nicholl.

– Eso lo dudo -dijo Grace-. Cualquier avión extranjero, por ejemplo, francés, sólo se adentraría unas millas en el canal. No entraría en el espacio aéreo británico.

Branson sacudió la cabeza.

– Lo siento, jefe, pero no estoy de acuerdo. Podrían haberlo hecho deliberadamente.

– ¿Qué quieres decir con eso de «deliberadamente»? -preguntó la agente Mantle.

– Como para marcarse un doble farol -respondió el sargento-, sabiendo que nosotros supondríamos que venían de Inglaterra.

Grace sonrió.

– Glenn, creo que has visto demasiadas películas. Si alguien de otro país quisiera tirar unos cadáveres en el mar, lo haría porque no quiere que le descubran, y no se acercaría tanto a la costa inglesa -dijo, y tomó una nota-. Pero tenemos que investigar todos los aeropuertos y aeródromos locales, y consultar a los controladores aéreos. Y eso se puede hacer el fin de semana, ya que no cierran.

David Browne levantó la mano. El director de Criminalística, que tenía cuarenta años, podría pasar fácilmente por hermano de Daniel Craig, sólo que con pecas y el pelo rojizo. Durante mucho tiempo había circulado la broma de que, unos años atrás, cuando la compañía cinematográfica estaba probando actores para el nuevo James Bond, habían acabado enviando el contrato a la persona equivocada. Llevaba una chaqueta de cuero, una camisa con el cuello abierto, vaqueros y deportivas; y con aquellos anchos hombros y un corte de pelo militar, tenía toda la pinta de un hombre de acción. Pero tras aquella imagen se ocultaba un tipo que trataba con gran meticulosidad los escenarios de los delitos, y que prestaba la máxima atención a cualquier detalle, lo que le había llevado al puesto más alto que podía alcanzar como criminólogo.

– Los tres cuerpos estaban envueltos en un PVC industrial similar, disponible en cualquier ferretería o tienda de bricolaje. Estaban atados con una cuerda de gran resistencia también muy fácil de conseguir. Yo creo que quienquiera que lo hizo no tenía ninguna intención de facilitar su recuperación. Para él era un «trabajo cerrado».

– ¿Qué posibilidades hay de descubrir dónde se compraron esos materiales? -preguntó Grace.

– No eran grandes cantidades -observó Browne-. No es suficiente como para que el vendedor se acuerde. Hay cientos de lugares donde se venden esas cosas. Pero valdría la pena hacer una visita a las tiendas más próximas. La mayoría de ellas abrirán el fin de semana.