Выбрать главу

Los últimos días en el Royal South London Hospital habían sido un infierno. Las tres noches anteriores le habían encontrado una habitación para ella en un centro de formación del Ejército de Salvación, enfrente del pabellón de Caitlin, pero apenas se había pasado por allí, ya que no se quería perder ninguno de los exámenes y las pruebas de idoneidad para el trasplante a los que habían sometido a Caitlin a todas horas y había optado por dormir en una silla junto a la cama de su hija.

Ya había perdido la cuenta de la gente que había pasado a ver a su hija. Todos los miembros del equipo de trasplantes, los asistentes sociales, las enfermeras, el médico de admisiones, el hepatólogo, el cirujano, el anestesista. Todos los escáneres, los análisis de sangre, las pruebas para el historial, las resonancias, las pruebas de capacidad pulmonar, las de corazón y los exámenes clínicos aparentemente interminables y repetitivos.

– Soy como una pieza de exposición, ¿no? -se había lamentado Caitlin, desesperada, en un momento dado.

La única persona a la que Caitlin respondía bien, el doctor Abid Suddle, su médico especialista, las había tranquilizado a ambas aquella misma mañana; les había dicho que quizás encontraran un hígado pronto, pese a que Caitlin tuviera un grupo sanguíneo raro. A lo mejor incluso al cabo de unos días.

Siempre la tranquilizaba. Le gustaba la energía de aquel hombre, su calidez y su interés. Veía que era alguien que trabajaba muchísimas horas, y estaba convencida de que él sí pondría de su parte, pero el hecho era que los hígados escaseaban y que Caitlin tenía un grupo sanguíneo raro. Y había otro problema. Tal como ya les habían explicado, su hija tenía una enfermedad crónica, y solía darse prioridad a los enfermos con una enfermedad aguda.

El doctor Suddle les había explicado que había otros grupos sanguíneos no tan raros que podrían servir para el trasplante de hígado, así que aquello no tenía por qué ser motivo de preocupación. Caitlin se pondría bien, le dijo. Y Lynn sabía que el doctor Abid Suddle quería realmente que se pusiera bien.

Sin embargo, también sabía que formaba parte de un sistema. No era más que un agotado miembro de un equipo muy grande, muy presionado y en tensión permanente. Y Luke la había asustado hasta el punto de hacerle consultar Internet personalmente. Era difícil determinar la cifra exacta de la gente que esperaba un trasplante de hígado en el Reino Unido. El doctor Suddle había admitido, en privado, que, en el Royal, el diecinueve por ciento moría antes de que llegara el órgano. Y ella estaba segura de que no le contaba toda la verdad. Las prioridades cambiaban cada miércoles, en la reunión semanal. Los pacientes con los que había hablado en los ratos libres se quejaban de que constantemente los iban desplazando hacia abajo en la lista, al aparecer otros en peores condiciones que ellos.

Era una lotería.

¡Se sentía tan impotente!

Sobre la mesa se encontraba el grueso montón de papel del Observer con todos sus suplementos, y ella echó un vistazo a los titulares de la primera página, que anunciaban mayores penurias económicas, la caída de los precios de las propiedades y el aumento de las bancarrotas. Y al día siguiente, cuando volviera al trabajo, tendría que enfrentarse a las consecuencias humanas de todo aquello.

Le daban pena casi todas las personas con las que hablaba por teléfono desde el trabajo. Personas decentes, normales, que se habían visto en problemas económicos. Había una mujer, Anne Florence, casi de su misma edad y con una hija adolescente enferma. Sus problemas habían empezado unos años atrás, cuando se había comprado un coche a plazos por 15.000 libras. Había llegado un punto en que no podía pagar el seguro, y le robaron el coche. Ella se quedó con los plazos por pagar, pero sin coche.

Al no tener dinero para otro vehículo, se lo había comprado con la tarjeta de crédito. Y luego había contratado otras tarjetas, usando el límite de crédito de cada una de ellas para pagar las deudas de las anteriores.

Llevaba casi un año renegociando la amortización mes a mes de la deuda de 5.000 libras con la emisora de una de las tarjetas, cliente de su empresa, que le permitía efectuar pequeños pagos periódicos. Pero para acabar de empeorar las cosas, Anne se había retrasado en el pago de su hipoteca. Sabía que sólo era cuestión de tiempo hasta que la pobre mujer perdiera la casa… y todo lo demás.

Le habría gustado tener una varita mágica que pudiera arreglar los problemas de Anne Florence y de las decenas de personas como ella con las que trataba a diario, pero lo único que podía hacer era ser simpática pero firme. Y se le daba mucho mejor ser «simpática» que «firme».

Max, su gato atigrado, se frotó contra sus piernas. Ella se arrodilló y lo acarició, sintiéndose mejor al sentir su pelo suave y cálido.

– Tienes suerte, Max -dijo-. No tienes ni idea de toda la mierda con la que tenemos que enfrentarnos las personas, ¿verdad?

Si Max lo sabía, no iba a decírselo. Se limitó a ronronear.

Lynn cogió el teléfono y marcó el número de su mejor amiga, Sue Shackleton, en la que siempre podía confiar para que la animara. Pero saltó el contestador. Recordó, vagamente, algo sobre que el nuevo novio de Sue se la iba a llevar a Roma de fin de semana. Dejó un mensaje y luego colgó, decepcionada.

En aquel mismo momento, sonó la campanilla del microondas. Esperó otro minuto, abrió la puerta y sacó la pizza. La cortó en trozos, la puso en una bandeja y la llevó al salón.

Cuando abrió la puerta, oyó la televisión a todo volumen. En la pantalla reconoció a dos de los personajes de Laguna Beach, una de las teleseries a las que era adicta su hija. Caitlin estaba tumbada en el sofá, con la cabeza apoyada en el pecho de Luke, descalza y moviendo los dedos de los pies. Sobre la mesita auxiliar de vidrio había dos latas de Coca-Cola abiertas. Lynn miró por un momento el rostro de su hija, la vio totalmente absorta en el programa, sonriendo por algo, y por un momento la emoción la sobrecogió. Sintió un fuerte deseo de coger a Caitlin entre sus brazos.

Aquella chica necesitaba que la tranquilizaran -se lo merecía-. Y se merecía a alguien mucho mejor que aquel capullo que estaba en el sofá con ella, con su estúpido peinado caído hacia un lado.

Aún estaba furiosa con él por haber asustado a Caitlin -y a ella misma- con las estadísticas sobre la cantidad de gente en las listas de espera para trasplantes y los índices de mortalidad.

– ¡Pizza! -anunció, con mucha más alegría de la que sentía.

Luke, vestido con una sudadera con capucha, tejanos rasgados y deportivas sin atar, se la quedó mirando desde debajo de aquel flequillo ladeado y luego levantó una mano, como si dirigiera el tráfico.

– ¡Qué guay! Me mola la pizza.

«A mí me molaría ponértela por montera», pensó Lynn. No le habría importado echársela toda por encima. Pero mantuvo la calma, dejó la bandeja en la mesa, salió de la sala y volvió a la cocina. Dejó intacto el periódico del domingo y cogió en su lugar la novela policiaca de Val McDermid que estaba leyendo desde hacía unos días, con la esperanza de poder sumergirse en un mundo diferente durante una horita.

En el libro, un hombre estaba colocando a su víctima en una reproducción de una máquina de tortura medieval. Lynn enseguida pensó en lo agradable que sería colocar a Luke en aquel aparato.

Dejó el libro sobre la mesa y se echó a llorar.

42

Susan Cooper estaba exhausta. Había perdido la cuenta de los días que habían pasado desde el accidente de Nat. Aparte de los breves viajes a casa para ducharse y cambiarse de ropa, llevaba viviendo allí, en la UCI, desde el miércoles anterior. Y según el Daily Mail que tenía en el regazo, era lunes.