El periódico estaba lleno de artículos y consejos alegres y festivos. ¡Cómo evitar la resaca navideña! ¡Cómo evitar ponerse unos kilos de más durante las fiestas! ¡Cómo decorar el árbol con basura doméstica reciclada! ¡Cien ideas para regalos de Navidad! ¡Cómo comprarle a tu chico un regalo que nunca olvide!
¿Y qué taclass="underline" «Cómo ayudar a tu chico a que viva hasta Navidad»?, pensó, casi sin fuerzas. ¿«Cómo hacer que tu chico viva lo suficiente como para que vea nacer a su hijo»?
En los últimos cinco días no se habían producido cambios. Los cinco días más largos de su vida. Cinco días de vivir en una silla junto a la cama de Nat, en aquella UCI azul. Estaba harta de ver tanto azul. Harta del azul pálido de las paredes, del azul de las cortinas que en aquel momento rodeaban su cama, del azul de las persianas venecianas, del azul del uniforme de las enfermeras y de los médicos. El único color diferente era el de las tarjetas que había recibido Nat. Las flores las había dado a otro pabellón, ya que allí no había espacio.
Contempló la idea de ir a la zona de las cortinas, pero en aquel momento estaba llena de médicos. De pronto sonó una alarma. BIIIP-BIIIP-BONG. Casi al instante, paró. Cada vez odiaba más aquella alarma. Cada vez le daba un susto de muerte. Luego sonó otra en el otro extremo de la sala. Dejó el periódico sobre la silla y se puso en pie. Necesitaba un respiro.
Sonó otra alarma junto a la cama de Nat y se preguntó de nuevo si debía ir a ver tras las cortinas. Pero había estado haciéndolo constantemente, interrogando a todo el personal médico todo el día, y sabía que estaría volviéndolos locos. Decidió salir de la sala unos minutos para cambiar de ambiente.
Dejó atrás varias camas, cuyos ocupantes estaban en su mayoría intubados y en silencio, durmiendo o con la mirada perdida, y se detuvo junto al dispensador de solución limpiadora que había en la pared, al lado de la puerta. Cumplió con la norma de aplicarse un chorrito de aquella porquería y frotársela por las manos y a continuación apretó el botón verde para desbloquear la puerta, la empujó y salió de la unidad. Caminó por el pasillo, como un zombi, dejando a su izquierda la puerta que daba a la sala de descanso y a su derecha la que daba a la sala de espera, más grande pero no más alegre. Pasó junto a un cuadro abstracto que daba la impresión de que representaba un choque entre dos camiones llenos de calamares de colores, y siguió por el pasillo hasta que llegó a la ventana, del otro lado del ascensor.
Aquélla se había convertido en su ventana al mundo exterior.
Era la ventana por la que veía una realidad alternativa. Tejados y gaviotas que volaban en lo alto; más allá, el canal. Un mundo de tranquila normalidad. Un mundo en el que Nat estaba bien. Un mundo en el que los cascos grises de los barcos pasaban por el gris horizonte y en el que el día anterior había visto a lo lejos las velas blancas de las embarcaciones que salían del puerto deportivo y competían rodeando boyas. La serie de regatas de invierno, las Frostbite Series. Ella las conocía muy bien, porque durante un par de años, los domingos por las mañanas que no trabajaba, Nat había sido tripulante en una de aquellas embarcaciones, donde se ocupaba de los cabrestantes. Disfrutaba del aire libre y le servía como válvula de escape para huir del estrés del hospital.
Entonces se había comprado la moto, y desde aquel momento había dedicado los domingos por la mañana a correr por el campo con un grupo de motoristas renacidos como él. La moto que ella tanto odiaba.
«Mierda -pensó-. ¡Mierda, mierda, mierda!»
Como si detectara su estado de ánimo, el bebé se movió en su interior.
– Hola, Bultito -dijo. Y sacó el teléfono móvil. Ocho llamadas perdidas. Un mensaje nuevo tras otro, tras otro y otro más. El hermano de Nat. Los amigos de las regatas. Su hermana. Jane, la mejor amiga de Susan, y otras dos amigas.
Oyó pasos tras ella. Ligeros, chirriando contra el linóleo. Luego una voz femenina que no reconoció.
– ¿Señora Cooper?
Se giró y vio a una mujer de aspecto agradable que llevaba en las manos un dosier lleno de impresos. La mujer, que no tendría aún cuarenta años, tenía el pelo largo y claro, recogido en un moño. Llevaba un top marrón y crema de rayas, pantalones negros y zapatos del mismo color de suela blanda. En el pecho llevaba una chapita en la que ponía «Enfermera especializada».
– Me llamo Chris Jackson -se presentó, con una sonrisa amable-. ¿Cómo está?
Susan se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.
– No muy bien, si quiere saber la verdad.
Hubo un breve momento de duda y Susan se sintió extraña. Notaba que se acercaba algo malo.
– ¿Podríamos hablar unos minutos, señora Cooper? -preguntó la enfermera-. Si no la interrumpo, por supuesto.
– Sí, claro.
– A lo mejor podríamos ir a la sala de descanso. ¿Le puedo traer una taza de té?
– Gracias.
– ¿Cómo lo toma?
– Con leche, sin azúcar.
Unos minutos más tarde, Susan estaba sentada en una gran silla verde con reposabrazos de madera, en la sala de descanso, que no tenía ventanas. Había una mesa en la esquina, y una lamparita encima con la pantalla fruncida. De una pared colgaba un pequeño espejo, de otra un grabado de un lúgubre paisaje y había también un ventilador diminuto, apagado. El ambiente era opresivo.
Chris Jackson volvió con dos tazas de té y se sentó frente a ella. Le dedicó una sonrisa amable pero algo forzada.
– ¿Puedo llamarla Susan?
Asintió.
– Susan, me temo que la cosa no pinta bien -dijo, removiendo su té-. Hemos hecho todo lo que hemos podido por su marido. Sabiendo quién es, y por el afecto que le tiene el personal, todo el mundo ha realizado un esfuerzo incluso superior a lo normal. Pero en cinco días no ha respondido, y me temo que ha habido un cambio esta mañana.
– ¿Cuál?
– Los frecuentes controles de sus pupilas revelan un cambio en el cerebro relacionado con un aumento de presión.
– Se le han dilatado las pupilas, ¿verdad?
– Sí, claro -respondió Chris Jackson, con una sonrisa apesadumbrada -. Usted tiene experiencia y lo entiende.
– Y entiendo la gravedad de sus daños cerebrales. ¿Cuánto tiempo más cree…, cree… -balbució, cada vez con más dificultad- que estará con nosotros?
– Vamos a repetir las pruebas, pero parece terminal. ¿Hay alguien a quien quisiera llamar? ¿Algún pariente que quiera que esté aquí, para despedirse de él y apoyarla?
Susan puso la taza y el platillo en la mesa, rebuscó en el bolso en busca de un pañuelo de papel, se secó los ojos y asintió.
– Su hermano… Viene de camino de Londres. Debería estar aquí muy pronto. Yo… Yo… -Sacudió la cabeza, se sorbió la nariz y respiró hondo, intentando calmarse y reprimir las lágrimas-. ¿Con qué seguridad se sabe?
– Ha habido un aumento de la tensión arterial hasta 220 sobre 110. Luego ha caído a 90 sobre 140. Usted es enfermera, ¿verdad? ¿Sabe lo que eso significa?
– Sí -asintió Susan, con los ojos convertidos en un mar de lágrimas-. Nat está prácticamente muerto, ¿verdad?
– Me temo que sí -respondió Chris Jackson, con una voz muy suave.
Susan asintió, apretándose el pañuelo contra cada uno de los ojos alternativamente. La otra mujer esperaba pacientemente. Al cabo de unos minutos, Susan dio un sorbo al té.
– Mire -dijo Chris Jackson-, hay algo de lo que tengo que hablarle ahora mismo. Como su marido está aquí y su cuerpo está en gran medida intacto, tiene la opción de donar sus órganos vitales para salvar la vida de otros.
Hizo una pausa, a la espera de una reacción.
Susan miraba fijamente su taza, en silencio.
– A mucha gente eso les reconforta. Significa que la muerte de su ser querido al menos puede contribuir a salvar la vida de otros. Significaría que la muerte de Nat deja algo positivo.
– Estoy embarazada -dijo Susan-. Llevo dentro un hijo suyo. Ahora ya no va a verlo, ¿verdad?