– Pero al menos una parte de él seguirá viva en ese niño.
Susan volvió a quedarse mirando fijamente el té. Era como si tuviera un grillete de acero apretándole la garganta.
– Cómo… Quiero decir si yo… Si él… donara sus órganos, ¿quedaría… desfigurado?
– Recibiría la misma atención médica que un paciente vivo. No quedaría desfigurado, no. Sólo se le practicaría una incisión en el pecho.
Tras un largo silencio, Susan dijo:
– Nat siempre estuvo a favor de la donación de órganos.
– Pero ¿no llevaba un carné de donante? ¿Ni estaba apuntado en el registro?
– Creo que lo habría hecho, con el tiempo -respondió Susan, encogiéndose de hombros y secándose los ojos de nuevo-. No creo que esperara…, que esperara…
La enfermera asintió, ahorrándole acabar la frase:
– No hay mucha gente que lo haga -dijo.
Susan soltó una amarga risa.
– Esa jodida moto. Yo no quería que se la comprara. ¡Joder! ¡Sólo con que me hubiera puesto dura…!
– Es muy difícil detener a la gente de carácter decidido, Susan. No puede culparse por eso, ni ahora ni nunca.
Otro largo silencio.
– Si doy mi consentimiento, ¿le aplicarán un anestésico?
– Si eso es lo que quiere, sí. Pero no es necesario. No puede sentir nada en absoluto.
– ¿Cuánto le quitarían?
– Lo que usted quiera.
– No quiero que le quiten los ojos.
– Está bien. Lo entiendo -respondió. De pronto sonó su buscapersonas. Le echó un vistazo y volvió a meterlo en su funda-. ¿Quiere otra taza?
Susan se encogió de hombros.
– Le prepararé otra taza y traeré los impresos de consentimiento. Necesito repasar su historia médica con usted.
– ¿Saben quién recibirá sus órganos? -preguntó Susan.
– No, de momento no. Hay una base de datos nacional de órganos (riñones, corazón, hígado, pulmones, páncreas e intestino delgado) con más de ocho mil personas en lista de espera. Los órganos de su marido serían asignados siguiendo un criterio de coincidencia y prioridad, buscando los receptores con mayores posibilidades de éxito. Le escribiremos y le diremos quién se ha beneficiado de su donación.
Susan cerró los ojos para detener las lágrimas.
– Tráigame los impresos -dijo-. Usted tráigame esos jodidos impresos antes de que cambie de opinión.
43
La Agencia de Recaudación Denarii, para la que trabajaba Lynn Beckett, ocupaba dos plantas en uno de los bloques de oficinas más nuevos de Brighton y Hove, cerca de la estación de tren, en el moderno barrio de New England.
La agencia, llamada así en referencia a los denarios romanos, trabajaba con clientes de toda una serie de empresas que ofrecían crédito -bancos, constructoras, venta por catálogo, tiendas que emitían sus propias tarjetas de crédito, empresas de venta a plazos-; con el empeoramiento de la situación económica, el negocio iba al alza. Parte de su negocio procedía simplemente de la recaudación de grandes deudas de clientes específicos. Pero una parte importante eran carteras enteras de morosos que compraban en lote, sin saber cuánto serían capaces de recuperar.
Eran las cinco y cuarto de un lunes por la mañana y Lynn estaba sentada en su despacho con otras nueve personas. Su equipo se llamaba Harrier Hornets. Cada equipo tenía su nombre escrito en un cartel que colgaba del techo. Los otros equipos, muy competitivos, se llamaban Silver Sharks, Leaping Leopards y Denarii Demons. En el otro extremo de la oficina estaba el departamento legal, bajo un cartel que decía Legal Eagles, y más allá estaba el equipo de gestión de llamadas, que monitorizaba las llamadas efectuadas por los agentes de recaudación.
A Lynn solía gustarle trabajar allí. Le encantaba la camaradería y el clima de rivalidad amistosa, alimentado por unas enormes pantallas planas en las paredes que mostraban constantemente los incentivos que podían ganar, que iban desde una caja de bombones a una salida -como una cena en un restaurante elegante o una noche en las carreras de galgos-. La pantalla que tenía en aquel momento a la vista mostraba una animación de un caldero lleno de monedas de oro, con las palabras: «Bote actual 673 £». Muchas veces tenía la sensación de que el ambiente era parecido al de un casino.
Hacia el final de la semana, el bote habría aumentado aún más, y uno de los agentes de recaudación de su equipo o de uno rival se lo llevaría a casa como paga extra. Pensó que no le iría nada mal, y aún era posible. Hasta el momento llevaba un buen inicio de semana, a pesar de las interrupciones.
«¡Dios, cómo me gustaría ganar eso!», pensó. Le serviría para pagar el coche, y algún capricho para Caitlin, además de los pagos mensuales cada vez mayores de la tarjeta de crédito.
Desde la oficina disponía de unas bonitas vistas de Brighton, ahora sumida en la oscuridad, pero cuando estaba en el trabajo se concentraba tanto que raramente tenía tiempo de apreciarlas. Tenía el auricular del teléfono puesto, una taza de té enfriándose delante, y estaba todo lo concentrada que podía en su lista de llamadas.
Paró un momento, como solía hacer cada pocos minutos, y miró apesadumbrada la fotografía de Caitlin, clavada en la divisoria roja, justo por encima de su pantalla de ordenador. Estaba apoyada contra una casa encalada en Sharm El Sheikh, bronceada, con una camiseta, pantalones cortos y un bonito par de gafas de sol, y poniendo morritos de supermodelo a la fotógrafa, que era Lynn. Luego volvió a su hoja de llamadas, marcó un número y le respondió una áspera voz masculina con acento del norte de Inglaterra.
– ¿Sí?
– Buenas tardes -dijo ella, educadamente-. ¿Es el señor Ernest Moorhouse?
– Sí… ¿Quién habla? -respondió, de pronto con aire evasivo.
– Me llamo Lynn Beckett. ¿Es usted el señor Moorhouse?
– Bueno, sí, podría ser.
– Le llamo de la Agencia de Recaudación Denarii. Recientemente le enviamos una carta en referencia a una deuda de 862 libras adquirida con su tarjeta de compra HomeFixIt. ¿Podría confirmarme su identidad?
Hubo un momento de silencio.
– Ah -dijo él-, lo siento, no la he entendido bien. No soy el señor Moorhouse. Debe de tener el número mal.
Se cortó la comunicación.
Lynn volvió a llamar y respondió la misma voz.
– ¿Señor Moorhouse? Soy Lynn Beckett, de Denarii. Creo que se ha cortado la línea.
– Le acabo de decir que no soy el señor Moorhouse. Ahora váyase a freír espárragos y deje de molestarme, o iré a New England y le meteré este teléfono por el culo.
– ¿Así que le llegó mi carta? -insistió ella, imperturbable.
La voz del tipo aumentó varias octavas y decibelios.
– ¿Qué parte de «No soy el señor Moorhouse de los cojones» no entiende, foca inútil?
– ¿Cómo ha sabido que estaba en el barrio de New England, a menos que haya recibido mi carta, señor Moorhouse? -preguntó ella, manteniendo la calma y la educación.
Entonces tuvo que apartarse el teléfono del oído, del que surgió una oleada de insultos. De pronto empezó a sonar su teléfono móvil. Lo sacó y miró la pantalla. Ponía «Número privado». Apretó el botón de colgar…
Cuando acabaron los insultos, dijo:
– Debo advertirle, señor Moorhouse, que todas nuestras llamadas son grabadas con fines didácticos y de monitorización.
– ¿Sí? Bueno, pues yo voy a advertirle de otra cosa, señorita Barnett: no me llame nunca más a estas horas del día para empezar a hablarme de dinero. ¿Me entiende?
– ¿Qué hora del día le iría mejor?
– ¡Ninguna hora del puto día ni de la noche! ¿Me entiende?
– Me gustaría ver si podemos establecer un plan para que usted pueda empezar a pagar esto semanalmente. En cantidades que se pueda permitir.