– ¿De verdad? -reaccionó Lynn de pronto. Quizás aquel hígado proceda de alguien que no soportara a los capullos con peinados estúpidos.
– Hay casos verificados -añadió Caitlin, animándose aún más-. ¡De verdad! Sabes que me dan miedo las alturas, ¿no?
– Sí.
– ¡Bueno, pues he leído el caso de una mujer de Estados Unidos que tenía pavor a las alturas, a quien le trasplantaron los pulmones de un alpinista y que ahora es una escaladora empedernida!
– ¿No crees que sería sencillamente porque se sentía mejor con unos pulmones que funcionaban bien?
– No.
– Es impresionante -dijo Lynn, que no quería parecer escéptica, dispuesta a mantener el entusiasmo de su hija.
– Y luego está este otro, ¿sabes? ¡Había un hombre en Los Ángeles que recibió el corazón de una mujer, y antes odiaba ir de compras y ahora quiere ir de compras todo el rato!
Lynn hizo una mueca.
– ¿Y qué característica es la que más te gustaría heredar?
– ¡Bueno, he pensado en ello! Yo soy un desastre en dibujo. ¡Quizá me den el hígado de alguien que era un artista brillante!
– ¡Sí, siempre puedes llevarte una sorpresa! -exclamó Lynn, riendo-. ¡Ya verás, te pondrás bien!
– Sí, con el hígado de un cadáver en mi interior -señaló Caitlin-. Sí, estaré bien, sólo un poco «atacada del hígado».
Lynn volvió a reírse, encantada de ver que su hija sonreía. Le apretó la mano y siguieron adelante, amigablemente, unos minutos, escuchando la música y el traqueteo del tubo de escape bajo sus pies.
Luego, a medida que las risas se disipaban, sintió una presión férrea, como de frío acero, en su interior. Aquella operación tenía riesgos que les habían comunicado a las dos. Las cosas podían ir mal, y a veces iban mal. Había una posibilidad real de que Caitlin muriera en la mesa de operaciones.
Pero sin el trasplante, no tenía ninguna posibilidad de vivir más que unos meses.
Lynn nunca había ido mucho a misa, pero desde su más tierna infancia, durante gran parte de su vida, había rezado sus oraciones cada noche. Cinco años atrás, en las semanas inmediatamente posteriores a la muerte de su hermana, había dejado de rezar. Hasta hacía poco, cuando Caitlin había caído gravemente enferma, cuando había vuelto a empezar, pero sin mucha convicción. A veces deseaba poder confiar en Dios y poner en sus manos todas sus preocupaciones. Aquello simplificaría mucho la vida.
Volvió a apretar la mano de su hija. Aquella mano viva y bonita que Mal y ella misma habían creado, quizás a imagen de Dios, o tal vez no. Pero sin duda era su imagen. Dios podía jactarse de lo que fuera, pero era ella la que iba a estar junto a Caitlin durante las horas siguientes, y si el Señor quería portarse bien con ella durante las horas siguientes, ella se lo agradecería enormemente. Pero si pretendía joderle mental y emocionalmente, podía irse a paseo.
Aun así, en los semáforos siguientes cerró por un momento los ojos y recitó una oración en silencio.
46
Roy Grace había caído presa del pánico. Corría por entre la hierba, por el borde del acantilado, junto a un desnivel vertical de cientos de metros, con el viento soplándole en la cara, echándole atrás, por lo que casi no avanzaba.
Mientras tanto, un hombre corría hacia el borde del despeñadero, con el bebé en brazos. Su bebé.
Grace se tiró hacia delante y agarró al hombre por la cintura y lo derribó como en un bloqueo de rugby. El hombre se liberó y se echó a rodar, con el bebé abrazado, como si fuera un balón que no quisiera soltar, rodando y rodando hacia el borde del precipicio.
Grace le agarró de los tobillos y tiró de él hacia atrás. De pronto, el terreno cedió bajo sus pies con un crujido como el de un trueno, y un gran trozo del acantilado se desprendió como un pedazo del pastel seco, y empezó a caer, a caer con aquel hombre y su hijo, a caer hacia las afiladas rocas y las agitadas olas.
– ¡Roy! ¡Cariño! ¡Roy! ¡Cariño!
Cleo.
La voz de Cleo.
– ¡Roy, no pasa nada, cariño, no pasa nada!
Abrió los ojos. Vio la luz encendida. Sintió que el corazón le golpeaba contra el pecho.
Estaba empapado en sudor, como si se hubiera echado a dormir en un río.
– Mierda -murmuró-. Lo siento.
– ¿Otra vez cayéndote? -dijo Cleo, con ternura y con ojos de preocupación.
– En Beachy Head.
Era un sueño recurrente que tenía desde hacía semanas.
Pero no se trataba sólo de un incidente en el que se había visto implicado en aquel lugar. También se trataba de un monstruo al que había arrestado unos meses atrás, en verano.
Un tipo enfermo que había asesinado a dos mujeres en la ciudad y que también había intentado matar a Cleo. El hombre estaba entre rejas, le habían denegado la condicional y, aun así, le hacía perder los nervios. Por encima del golpeteo de su corazón y del latido de las venas que resonaban en sus oídos, escuchó el silencio nocturno de la ciudad.
La pantalla de su radio-despertador marcaba las 3.10.
En la casa no se movía nada. Fuera, caía la lluvia.
Con su hijo en el vientre, Cleo le parecía ahora más vulnerable que nunca. Hacía tiempo que no comprobaba el estado de aquel hombre, aunque recientemente se había ocupado de parte del papeleo previo al juicio. Se recordó a sí mismo que el lunes debía llamar para asegurarse de que aún siguiera convenientemente encerrado y que no hubiera sido liberado por algún juez confuso a quien se le hubiera ocurrido poner de su parte por combatir la superpoblación de las prisiones inglesas.
Cleo le pasó la mano por la frente. Sintió su cálido aliento en la cara. Tenía un olor dulce, ligeramente mentolado, como si se acabara de cepillar los dientes.
– Lo siento -dijo, en una voz tan baja que era casi un suspiro, como para que resultara menos agresiva.
– Pobrecito. Tienes muchas pesadillas, ¿verdad?
Él se quedó allí, con la sábana bajo su cuerpo, empapada y fría de sudor. Cleo tenía razón. Por lo menos un par de veces por semana.
– ¿Por qué dejaste de ir a terapia? -le preguntó ella. Luego le besó ambos ojos delicadamente, uno detrás de otro.
– Porque… -respondió él, encogiéndose de hombros-. No me ayudaba a avanzar.
Se recolocó en la cama y se quedó mirando alrededor. Le gustaba aquella habitación, que Cleo había decorado casi por completo en blanco, con una gruesa alfombra sobre el suelo de roble desnudo, cortinas de hilo blancas, paredes blancas y algunos muebles negros, entre ellos un tocador lacado que aún conservaba marcas del ataque del que había sido víctima.
– Tú eres lo único que me ha ayudado a avanzar, ¿sabes?
– El tiempo lo cura todo -dijo ella, sonriéndole.
– No, tú eres la que lo cura todo. Te quiero. Te quiero muchísimo. Te quiero de un modo en que no pensé que podría volver a querer a nadie.
Ella se lo quedó mirando unos momentos, sonriente, parpadeando lentamente.
– Yo también te quiero. Aún más de lo que tú me quieres a mí.
– ¡Imposible!
Ella le puso mala cara.
– ¿Me estás llamando mentirosa?
Roy la besó.
47
Glenn Branson estaba echado en la cama, completamente despierto, en la habitación de invitados de la casa de Roy Grace, que ya se había convertido en su segunda residencia. O, más bien, en su residencia actual.
Ocurría lo mismo cada noche. Bebía mucho, intentando perder el conocimiento, pero ni el alcohol ni las pastillas que le había prescrito el médico funcionaban. Y su cuerpo, que solía mantener en forma haciendo ejercicio periódicamente en casa o en el gimnasio, estaba empezando a perder tono muscular.
«Estoy cayéndome a pedazos», reflexionó, desazonado.
La habitación había sido decorada por Sandy con el mismo estilo minimalista zen del resto de la casa. La cama era un futón bajo, con un incómodo cabezal laminado en el que, con su gran envergadura, siempre se golpeaba la cabeza al intentar evitar que los pies se le salieran por el otro extremo. El colchón era duro como el cemento y la base de la cama daba la impresión de estar suelta, ya que crujía y se movía precariamente cada vez que él se daba la vuelta. Siempre se decía que intentaría apretar las tuercas con una llave inglesa, pero cuando volvía del trabajo estaba tan apático que no le apetecía hacer nada. La mitad de su ropa, aún en bolsas de plástico con cremallera, estaba tirada sobre la butaca de la pequeña habitación. Había prendas que llevaban allí semanas y aún no había encontrado el momento de colgarlas en el armario, casi vacío.