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Roy tenía bastante razón al decirle que estaba convirtiendo la casa en un basurero.

Eran las 3.50. Su teléfono móvil estaba en el suelo, junto a la cama, y él esperaba, como cada noche, que Ari llamara de pronto, que le dijera que había cambiado de opinión, que se lo había pensado mejor y que se había dado cuenta de que aún le quería profundamente y que deseaba encontrar un modo de hacer que su matrimonio funcionara.

Pero el maldito aparato permaneció en silencio aquella noche, como todas las anteriores.

Y antes habían tenido otra discusión. Ari estaba enfadada porque él no podía ir a buscar a los niños al colegio la tarde siguiente, porque había una conferencia en Londres a la que quería ir. Aquello a Glenn le parecía sospechoso. Ella nunca iba a conferencias en Londres. ¿Habría un hombre?

¿Estaba saliendo con alguien?

La distancia ya era bastante dura de soportar. Pero la idea de que pudiera estar saliendo con alguien, de que empezara otra relación, de que presentara a aquella persona a sus hijos, era más de lo que podía soportar.

Y él tenía trabajo en el que pensar. Tenía que encontrar el modo de concentrarse.

Oyó a dos gatos que maullaban en el exterior. Y en algún lugar, a lo lejos, sonó el alarido de una sirena. Un coche patrulla de la División de Brighton y Hove. O una ambulancia.

Se dio media vuelta, deseando de pronto sentir el cuerpo de Ari. Tentado de llamarla.

A lo mejor estaba…

Estaba… ¿qué?

Dios santo, cuánto se querían antes…

Intentó dejar de pensar en aquello y centrarse en el trabajo, en la conversación telefónica de la noche anterior, con la esposa del capitán desaparecido del Scoob-Eee. Janet Tower estaba muy angustiada. El viernes por la noche había sido su vigésimo quinto aniversario de boda. Tenían una mesa reservada en el restaurante Meadows de Hove. Pero su marido no había vuelto a casa. Desde entonces no había tenido noticias suyas.

Estaba absolutamente segura de que había tenido un accidente.

Lo único que había podido decirle a Glenn era que se había puesto en contacto con el guardacostas el sábado por la mañana, y éste le había dicho que habían visto al Scoob-Eee pasando por la bocana del puerto de Shoreham el viernes a las nueve, junto a un carguero argelino. Era frecuente que los pesqueros locales atravesaran la bocana tras un barco de carga, con lo que se ahorraban la tasa de paso. Nadie había prestado ninguna atención a la embarcación.

Desde entonces, nadie había vuelto a ver el barco ni a Jim Towers.

Por lo que sabía ella, el guardacostas no tenía registrado ningún accidente. Jim y su barco habían desaparecido en la nada.

De pronto, en aquel estado de insomnio, recordó algo. Puede que no fuera nada. Pero Roy Grace le había enseñado muchas cosas importantes para ser un buen investigador, y una de ellas le estaba rondando por la cabeza en aquel mismo momento: «Primero despeja lo más inmediato». Estaba pensando en el viernes por la mañana, cuando estaba en la esclusa Arlington, esperando a embarcar en el Scoob-Eee. En el brillo que había visto en el otro extremo del puerto, tras un montón de bidones de petróleo.

A las seis y media de la mañana, Glenn aparcó su Hyundai Getz sin distintivos, montando dos de las ruedas en la acera de Kingsway, frente a una fila de casas. Apenas estaba amaneciendo y caía una fina llovizna. Saltó el murete y luego, linterna en mano, se dejó caer, medio corriendo y medio deslizándose, por el terraplén de hierba que había tras el montón de depósitos blancos de petróleo hasta llegar abajo. Al otro lado del agua, de color gris oscuro, distinguía el almacén de maderas, el puente de la grúa y, más allá, las luces de la draga Arco Dee, que vomitaba su última carga de grava y arena. Oía el traqueteo de su cinta transportadora y el ruido de la grava al caer.

Estableció la posición desde la que había embarcado en el Scoob-Eee con el equipo de submarinistas de la Policía, justo enfrente del almacén de maderas, donde había visto aquel brillo al otro lado del agua, entre el cuarto y quinto depósitos, y se dirigió hacia aquel hueco.

Un pesquero, con las luces de navegación encendidas, entraba en el puerto, con el put-put-put de su motor rompiendo el silencio de la mañana. Las gaviotas lo seguían, chillando desde lo alto.

La nariz se le llenó de los olores del puerto: algas descompuestas mezcladas con aceite, óxido, serrín y asfalto quemado. Enfocó el haz de luz de la antorcha directamente entre sus pies, y luego lo dirigió brevemente a las blancas paredes de los depósitos cilíndricos de petróleo. Había seis depósitos arracimados, y ahora le parecían mucho más grandes que el viernes.

Consultó el reloj. Apenas tenía una hora y media antes de que fuera la hora de irse, si quería llegar a tiempo a la reunión. Volvió a apuntar con la linterna hacia la hierba húmeda. Buscando una huella que aún estuviera ahí desde el viernes por la mañana. O cualquier otra pista.

De pronto vio una colilla. Probablemente no sería nada significativo, pensó. Pero aquellas palabras de Roy Grace le resonaban en la cabeza, como un mantra.

«Primero despeja lo más inmediato.»

Se arrodilló y la recogió, apoyando la abertura de una bolsa de pruebas que había traído por si acaso. Alrededor de la colilla había una inscripción en violeta: «Silk Cut».

Un momento después, vio una segunda colilla. Era de la misma marca.

Una colilla tirada por el suelo podía significar simplemente que alguien había pasado por allí. Pero dos… Aquello quería decir que alguien había estado allí esperando. ¿El qué?

Quizá, con un poco de suerte, los análisis de ADN revelarían algo. Siguió buscando durante una hora. No encontró más pistas, pero se dirigió hacia la reunión matinal con los zapatos empapados y la sensación de haber conseguido algo.

48

– Por favor, dígame que está de broma -imploró Lynn.

Estaba agotada tras la noche sin dormir que acababa de pasar en la silla junto a la cama de Caitlin, en la pequeña y claustrofóbica habitación del pabellón hepatológico. Sobre la cama, en el pequeño televisor, mal sintonizado y unido a la pared por un brazo extensible, brillaban unos dibujos animados mudos. En el baño goteaba un grifo. La habitación olía a huevos pochados, al café aguado de las bandejas del desayuno del pabellón principal y a desinfectante.

Lynn había pensado que aquello debía de ser como la última noche de los prisioneros antes de ser ejecutados al amanecer, tensa y desesperada, a la espera de un indulto de última hora.

Luces encendiéndose y apagándose. Constantes interrupciones. Constantes exámenes, inyecciones y pastillas que había tenido que tomarse Caitlin, y extracciones de sangre y fluidos. El tirador de la alarma colgaba sobre su cabeza. Los goteros vacíos y la toma de oxígeno que no necesitaba.

Caitlin estaba inquieta, incapaz de dormir, y le decía una y otra vez que tenía picores y que estaba asustada, y que quería irse a «casa». Lynn intentaba reconfortarla, tranquilizarla y decirle que por la mañana todo habría pasado. Le decía que dentro de tres semanas dejaría el hospital con un hígado nuevo, que, si todo iba bien, en Navidad podría estar en casa; no en Winter Cottage, claro, pero sí en el lugar que actualmente era su casa.