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Por el hueco que se habían hecho, Omotoso pudo ver, en el otro lado de la rasante, una pequeña furgoneta Ford blanca parada de cara a ellos. En el suelo, cerca de la furgoneta, yacía inmóvil un motorista con las piernas abiertas y un rastro de sangre de color púrpura que le salía del interior del casco, negro, y que iba formando un charco en la carretera. A su lado había dos hombres y una mujer arrodillados. Uno de los hombres parecía estar hablándole. A unos metros se encontraba tirada una moto roja.

– Otra Fireblade -dijo Upperton, con expresión sombría, entre dientes, mientras detenía el coche.

La Honda Fireblade era la típica máquina del motociclista nostálgico, una de las preferidas de los cuarentones que habían llevado moto en su adolescencia y que, ahora que tenían algo de dinero, deseaban volver a tener una. Y naturalmente querían la máquina más rápida de la carretera, aunque no sabían realmente lo rápidas -y lo difíciles de manejar- que se habían vuelto las motocicletas modernas en los últimos años. Era una triste estadística, evidenciada por lo que Omotoso y Upperton -y como ellos decenas de agentes de la Policía de Tráfico- veían a diario: que el grupo de mayor riesgo no era el de los adolescentes gamberros, sino el de los ejecutivos de mediana edad.

Mientras paraban, Omotoso comunicó por radio que estaban en la escena y le dijeron que venían de camino una ambulancia y un equipo de bomberos.

– Más vale que venga el inspector, Hotel Tango Tres Nueve Nueve -le dijo al operador, dándole el indicativo del inspector de la Policía de Tráfico de servicio.

Aquello tenía mala pinta. Incluso desde allí se veía que la sangre no tenía el color claro y brillante de una herida superficial en el cráneo, sino el de una hemorragia interna, lo cual no presagiaba nada bueno.

Ambos hombres salieron del coche y analizaron la escena lo mejor y más rápidamente que pudieron. Algo que Tony Omotoso había aprendido en su trabajo era que no debía sacar conclusiones precipitadas sobre cómo se había producido un accidente. Pero por las marcas de derrape y la posición del coche y de la moto, parecía que el coche había cortado el paso a la moto, que debía de ir a gran velocidad a juzgar por los daños que le había provocado al coche, al que hizo girar sobre sí mismo.

Lo primero en su lista mental de prioridades era eliminar el riesgo para otros usuarios de la vía. Pero parecía que todo el tráfico estaba detenido en ambas direcciones. A lo lejos oyó el aullido de una sirena que se acercaba.

– Se echó a un lado, la muy estúpida. ¡Se echó a un lado, sin más! -le gritó una voz de hombre-. ¡Él no pudo hacer nada!

Haciendo caso omiso de la voz, los agentes se acercaron corriendo al motorista. Omotoso se colocó entre las personas que ya estaban a su lado y se arrodilló.

– Está inconsciente -dijo la mujer.

La pantalla tintada del casco de la víctima estaba bajada. El agente sabía que era importante no moverlo lo más mínimo. Con toda la delicadeza que pudo, levantó la pantalla y tocó el rostro del hombre, le abrió los labios y buscó la lengua en su interior.

– ¿Puede oírme, señor? ¿Me oye?

A sus espaldas, Ian Upperton preguntó:

– ¿Quién es el conductor del BMW?

Una mujer se le acercó, con un teléfono móvil apretado en la mano y blanca como el papel. Tenía unos cuarenta años y aspecto chabacano. Llevaba el pelo teñido de rubio y vestía una chaqueta vaquera con ribetes de piel, vaqueros y botas de ante.

Hablaba bajito, con la voz grave de una fumadora empedernida.

– Yo -dijo-. Mierda, mierda… No lo he visto. Se me acercó como una exhalación. No lo vi. La carretera estaba vacía -dijo. Estaba temblando, sobrecogida.

El agente, muy bregado, acercó la cara a la suya, mucho más de lo necesario para oírla. Quería olería o, más exactamente, olerle el aliento. Tenía buen olfato y en muchos casos lograba incluso detectar el alcohol de la noche anterior en alguien que se hubiera ido de juerga. Podía haber un mínimo rastro en ella, pero era difícil de decir, ya que estaba muy enmascarado en chicle de menta y el tufo a cigarrillo.

– ¿Le importa pasar a mi coche, al asiento del acompañante? Estaré con usted dentro de unos minutos -dijo Upperton.

– ¡Ella giró sin más! -le dijo un hombre vestido con un anorak que parecía no creerse lo que estaba viendo-. Yo estaba justo detrás de él.

– Me gustaría que me diera su nombre y dirección, señor -dijo el agente.

– Por supuesto. Ella giró sin más. Eso sí, él iba como una bala -admitió-. Yo iba en mi Range Rover -dijo, señalándolo con el pulgar-. Me pasó volando.

Upperton vio que llegaba la ambulancia.

– Volveré enseguida, señor -se disculpó, y salió corriendo al encuentro de los paramédicos.

El modo de tratar el caso desde aquel momento dependería mucho de su evaluación inicial. Si a los médicos les parecía que estaba muerto, habría que cerrar la carretera hasta que llegara el Equipo de Investigación de Accidentes e hiciera su examen. Mientras tanto, llamó a la central y pidió dos unidades más.

7

Las celebraciones de Navidad habían empezado pronto ese año. Sólo eran las nueve menos cuarto de la mañana del miércoles, y el superintendente Roy Grace estaba sentado en su despacho, luchando contra la resaca. No solía sufrir de resaca, o por lo menos en muy raras ocasiones, pero últimamente parecían haberse convertido en una presencia regular. A lo mejor era cosa de la edad: cumpliría cuarenta años en agosto. O quizá fuera…

¿Qué, exactamente?

Debería centrarse un poco más en sí mismo, lo sabía. Por primera vez en los casi diez años que habían pasado desde la desaparición de su esposa, Sandy, tenía una relación formal, con una mujer que adoraba. Hacía poco que le habían ascendido al frente de Delitos Graves, y el mayor obstáculo en su carrera, la subdirectora Alison Vosper, a la que nunca le había caído bien, iba a trasladarse al otro extremo del país para asumir el cargo de subcomisaria.

¿Por qué entonces seguía levantándose tan a menudo sintiéndose una mierda? ¿Por qué se ponía a beber de pronto de forma tan irresponsable?

¿Era porque sabía que Cleo, que estaba a punto de cumplir los treinta, estaba presionándole sutilmente -y a veces no de forma tan sutil- para que formalizaran su compromiso? Él ya se había mudado a vivir con ella y Humphrey, su perrito, un cachorro mestizo recogido en la calle, por lo menos de forma semipermanente. En parte era porque él quería estar con ella, pero también porque su colega, el sargento Glenn Branson, cuyo matrimonio estaba rompiéndose en pedazos, se había convertido en un inquilino cada vez más presente en su casa. Por mucho cariño que le tuviera, formaban una extraña pareja, y le resultaba más fácil dejar que Glenn se arreglara solo, aunque a Roy le dolía ver el estado en que le tenía la casa -y en particular el cómo le había dejado su adorada colección de vinilos y CD-. Apuró su segundo café de la mañana y desenroscó el tapón de una botella de agua con gas. La noche anterior había asistido a la cena de Navidad del personal del Depósito de Cadáveres de la Ciudad de Brighton y Hove, en un restaurante chino en el puerto deportivo, y luego, en vez de hacer lo sensato y volverse a casa, había seguido al grupo hasta el Rendezvous Casino, donde se había tomado varios coñacs -que siempre le daban una resaca terrible-, y había perdido en un momento 50 libras en la ruleta y 100 más en la mesa de blackjack hasta que, afortunadamente, Cleo le había sacado de allí.