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– Sí, me temo que es así como funciona. -Estupendo -dijo Lynn, que sentía cómo le bullía la sangre de nuevo-. Son como un pelotón de fusilamiento, ¿no? Y en cada reunión semanal deciden quién tiene que vivir y quién va a morir. Es como si todos dispararan sus balas, sólo que la de uno de ustedes es de fogueo. Sus pacientes mueren, y ninguno tiene que cargar con la jodida culpa.

49

Simona estaba echada en la camilla, vestida únicamente con una amplia bata. El doctor Nicolai, un hombre serio y de aspecto agradable de unos cuarenta años, le rodeó el brazo con un manguito que ajustó con un velcro y lo apretó, se puso el estetoscopio en los oídos y bombeó con la pera de goma hasta que el manguito le presionó el brazo. Luego se quedó mirando el manómetro conectado.

Unos momentos más tarde aflojó el manguito, asintiendo en señal de que todo estaba bien.

La mujer alemana, que le había dicho que se llamaba Marlene, estaba de pie al lado de Simona. Simona pensó que era guapa. Iba vestida con un elegante abrigo de ante negro con el cuello de piel; debajo llevaba un fino suéter rosa, bonitos vaqueros y botas de cuero negras. Su rubia y elegante melena enmarañada le caía desordenada sobre los hombros, y olía a un perfume estupendo.

A Simona le gustaba, y confiaba en ella. Pensó que Romeo la había juzgado bien. Era una mujer muy segura de sí misma, amable y atenta. Simona no había conocido a su madre, pero si hubiera podido escoger una, le habría gustado que fuera una persona como Marlene.

– Vamos a sacarte un poquito de sangre -anunció el médico, que le retiró el manguito y sacó una jeringa.

Simona se la quedó mirando y se encogió, asustada.

– No pasa nada, Simona -la tranquilizó Marlene.

– ¿Qué va a hacer? -preguntó, con la voz agarrotada.

– Vamos a hacerte un examen completo, para asegurarnos de que estás sana. Para nosotros enviaros a Inglaterra es una gran inversión. Tenemos que conseguiros pasaportes, algo nada fácil, ya que no tenéis papeles. Y no os darán trabajo si no estáis sanos.

Simona se encogió al ver acercarse la aguja.

– No -dijo-. ¡No!

– ¡Simona, cariño, no pasa nada!

– ¿Dónde está Romeo?

Está fuera. Le están haciendo las mismas pruebas. ¿Quieres que venga contigo?

Simona asintió.

La mujer abrió la puerta y Romeo entró. Sus enormes ojos se volvieron aún más grandes cuando vio a Simona vestida con aquella bata.

– ¿Qué están haciendo? -le preguntó Simona.

– No pasa nada -contestó Romeo-. No te harán daño. Tenemos que hacernos este chequeo.

Simona soltó un chillido cuando sintió el pinchazo en el brazo. Luego observó, aterrorizada, mientras el médico tiraba del émbolo y el cilindro de plástico se llenaba, lenta y progresivamente, con su sangre de un rojo oscuro.

– Tenemos que conseguir un certificado médico para entrar en el país -dijo Romeo.

– Hace daño.

Momentos después, la jeringa estaba llena. El médico la extrajo, la dejó sobre una mesilla y le aplicó una gasa con antiséptico en el brazo. La sostuvo unos segundos y luego le colocó una pequeña tirita en su lugar.

– ¡Ya está! -anunció.

– ¿Ahora me puedo ir? -preguntó ella. -Sí, puedes irte -dijo la mujer-. ¿Estaréis en el mismo sitio?

– Sí -respondió Romeo en nombre de ambos.

– Entonces vendré a veros, si todo está bien. Ahora ya puedes vestirte. ¿Estás segura sobre lo de Inglaterra, Simona? ¿Estás segura de que quieres ir, mi pequeña Liebling?

– Allí puede conseguirme un trabajo, ¿verdad? ¿A mí y a Romeo? ¿Y un piso para vivir en Londres?

– Un buen trabajo y un bonito piso. Te encantará.

Simona buscó la mirada tranquilizadora de Romeo. Él se encogió de hombros y asintió.

– Sí -declaró-. Estoy segura.

– Muy bien -dijo Marlene, y le dio un beso a Simona en la frente.

– ¿Cuándo cree que podremos ir? -preguntó Romeo.

– Si los resultados de vuestros exámenes salen bien, muy pronto.

– ¿Cómo de pronto?

– ¿Cuándo queréis ir?

– ¿Podrá venir Valeria con nosotros?

– ¿La que tiene un bebé?

– Sí.

– Eso de momento no puede ser. Quizá más adelante, cuando estéis instalados. Entonces podemos arreglarlo.

– Ella quiere venir con nosotros -insistió Simona.

– No es posible -repitió la alemana-. Al menos de momento. Si preferís quedaros en Bucarest con ella, tenéis que decírmelo.

Simona sacudió la cabeza enérgicamente.

– No.

Romeo también negó con la cabeza, con la misma energía, como si tuviera miedo de que Marlene cambiara de pronto de opinión sobre Simona y sobre él.

– No.

De vuelta en Berlín, a la mañana siguiente, Marlene Hartmann recibió una llamada del doctor Nicolai, desde Bucarest. El grupo sanguíneo de Simona era AB negativo. Ella sonrió y apuntó los detalles: tener un grupo sanguíneo poco común en sus registros le iba muy bien. Estaba segura de que no tardaría en encontrar receptores para todos los órganos de Simona.

50

Tras la reunión de la Operación Neptuno del martes por la mañana, Roy Grace fue hasta la central de la Policía de Sussex, a veinte minutos por carretera, para poner al día a Alison Vosper.

Aunque Vosper iba a dejar el cargo a finales de año, sustituida por un superintendente de Yorkshire llamado Peter Rigg, del que hasta el momento sabía muy poco, ella aún tenía pleno poder sobre él y le exigía que cada semana le dedicara un tiempo para tratar de las investigaciones importantes en las que trabajaba. Para sorpresa y alivio de Roy, en esta ocasión estaba excepcionalmente contenida. Él esperaba que en cualquier momento arrancara, pero aquello no ocurrió. Dejó que le pusiera al día con plena atención y dio por acabado el encuentro al cabo de pocos minutos.

Ya en su despacho, se puso a repasar los interminables mensajes que tenía en la pantalla, pensando en las diversas líneas de investigación. De pronto llamaron a la puerta y entró Norman Potting, apestando a tabaco -sin duda acababa de salir un momento para echar unas caladitas a su pipa-.

– ¿Tienes un momento, Roy? -le preguntó, con su habitual deje de pueblo.

Grace le indicó con un gesto que se sentara.

Potting se situó en la silla frente a su escritorio y soltó un sonoro eructo con olor a ajo.

– Me preguntaba si podíamos tener unas palabras sobre Rumania. Tengo algo que no creo que deba plantear en público en la reunión.

– Claro. -Grace lo miró con interés.

– Bueno, creo que podría disponer de un atajo. Sé que hemos enviado fichas dentales, huellas y muestras de ADN de los tres individuos a la Interpol, pero tú y yo sabemos lo que tardan esos burócratas en enviar resultados.

Grace sonrió. La Interpol funcionaba bien, pero era cierto que estaba llena de burócratas que confiaban en la cooperación de los cuerpos de Policía de los diferentes países y que pocas veces conseguían recortar unos tiempos de actuación muy rígidos.

– Podríamos estar hablando al menos de tres semanas -planteó Norman Potting-. Yo he buscado un poco más por Internet. Hay miles de chicos sin hogar en Bucarest que llevan una vida marginal. Si esas tres víctimas (y es sólo una especulación) son chicos de la calle, es muy improbable que nunca hayan ido a un dentista y, a menos que hayan sido detenidos, es factible que no exista ningún registro de huellas o ADN.

Grace asintió. Estaba de acuerdo.

– Conozco a un tipo con el que hice un curso de formación en Hendon, cuando empezábamos en la Policía. Ian Tilling. Nos hicimos colegas y mantuvimos el contacto. Él se integró en la Policía Metropolitana de Londres, y al cabo de unos años se trasladó a la de Kent. Ascendió a inspector. En pocas palabras, hace unos diecisiete años su hijo murió en un accidente de moto. Se vino abajo, su matrimonio se deshizo y se retiró prematuramente del cuerpo. Entonces decidió hacer algo completamente diferente (ya sabes, ese síndrome), quiso dar sentido a lo que había ocurrido y hacer algo útil. Así que se fue a Rumania y empezó a trabajar con niños de la calle. La última vez que hablé con él fue hace unos cinco años, justo después del fracaso de mi matrimonio. -Potting esbozó una sonrisa nostálgica-. Ya sabes cómo es eso: cuando estás bajo de forma, empiezas a repasar la agenda y a llamar a viejos colegas.