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En la pantalla plana colgada de la pared, a poca distancia de su mesa, Lynn leyó las palabras que estaban escritas en dorado: «Diez máximos recaudadores de la semana».

A continuación había una lista de nombres. En primer lugar estaba Andy O'Connor, de un equipo rival, los Silver Sharks. La pantalla decía que Andy había recaudado un total de 9.987 libras en efectivo aquella semana, hasta el momento. Si mantenía aquella posición, recibiría una paga extra de 871 libras.

¡Lo bien que le irían a ella!

Repasó con envidia los otros nueve nombres que había debajo. El último era el de su amiga y compañera de equipo Katie Beale, con 3.337 libras. Lynn estaba fuera de la lista. Pero un cliente importante acababa de aceptar un plan de pagos. Haría un pago inicial de 500 libras y 50 libras más cada mes, hasta liquidar una deuda de 4.769 contraída con MasterCard. No obstante, esas 500 libras -si es que llegaban a cobrarlas- sólo le harían alcanzar un total semanal de 1.650 libras, lo que la dejarían a una distancia imposible de recuperar.

Sin embargo, quizá podía quedarse hasta tarde y recuperar las horas perdidas. Luke iba a pasar a ver a Caitlin, así que, por lo menos, tendría compañía. Aunque no quería estar lejos de ella demasiado tiempo.

De pronto apareció en la pantalla un correo electrónico. Era de Liv Thomas, su directora de equipo: le pedía que volviera a intentarlo con uno de los clientes que menos le gustaban.

Lynn gruñó para sus adentros. Una regla de oro de su empresa era que nunca había que quedar con los «clientes», como se les llamaba. Ni había que hablarles de una misma. Pero ella siempre tenía una imagen mental de todos con los que hablaba. Y la imagen mental que tenía de Reg Okuma era una mezcla de Robert Mugabe y Hannibal Lecter.

Tenía una cuenta acumulada de 37.870 libras de un préstamo personal solicitado al Bradford Credit Bank, lo que le situaba como uno de los mayores morosos de su lista de clientes, a la cabeza de la cual estaba uno que alcanzaba las 48.906 libras.

Unas semanas atrás había abandonado cualquier esperanza de recuperar un solo penique de Okuma, y había pasado su expediente al departamento legal. Por otra parte, pensó, si conseguía algún resultado, sería fantástico, y la pondría en posición de disputar el incentivo de la semana.

Marcó el número.

Al primer tono respondió la voz profunda y resonante de aquel hombre.

– ¿Señor Okuma?

– Vaya, parece que es mi buena amiga Lynn Beckett, de Denarii, si no me equivoco.

– Efectivamente, señor Okuma.

– ¿Y qué puedo hacer por ti en esta bella jornada?

«Será bella para ti -pensó Lynn-, pero, en mi cabeza, es como si lloviera mierda, y lo que se ve por la ventana no es mucho mejor.» Siguiendo el guión que tan bien tenía aprendido, dijo:

– Pensé que no sería mala idea buscar una solución a su deuda, para que podamos evitar un molesto proceso legal.

– Estás pensando en mi bienestar, Lynn -dijo él, con una voz confiada y melosa-. ¿Es eso?

– Estoy pensando en su futuro -dijo ella.

– Yo estoy pensando en tu cuerpo desnudo -respondió él.

– Yo de usted no me haría muchas ilusiones.

– Sólo de pensar en ti se me pone dura.

Lynn se quedó callada un momento, maldiciéndose por no encontrar una respuesta.

– Yo querría sugerirle un plan de pagos. ¿Cuánto cree usted que podría amortizar cada semana o cada mes?

– ¿Por qué no quedamos tú y yo y tenemos un pequeño tête-à-tête?

– Si quiere tener una reunión con alguien de la compañía, puedo organizado.

– Tengo una polla enorme, ¿sabes? Me gustaría enseñártela.

– No dejaré de comentárselo a mis colegas.

– ¿Son tan guapas como tú?

Aquellas palabras le produjeron un escalofrío que la atravesó.

– ¿Tienen tus colegas una melena castaña y larga? ¿Tienen una hija que necesita un trasplante de hígado?

Lynn colgó de un golpe, aterrorizada. ¿Cómo demonios sabía aquello?

Al cabo de un momento sonó su teléfono móvil. Respondió al instante, espetando un «¿Sí?» dedicado a Reg Okuma, convencida de que de algún modo habría conseguido su número privado.

Pero era Caitlin. Y daba la impresión de que estaba fatal.

53

Había ocasiones en que Ian Tilling echaba de menos la vida en la Policía británica. También había muchos momentos en que añoraba Inglaterra, a pesar de los dolorosos recuerdos que le suscitaba. Especialmente aquellos días en que el atenazador frío del invierno de Bucarest congelaba todos los huesos de su cuerpo, ahora que tenía cincuenta y ocho años. Y los días en que el sórdido caos de aquel lugar periférico, en el distrito 14, y la burocracia, la corrupción y la crueldad de su país de adopción le hacían perder el ánimo.

Cada vez que se sentía decaído, volvía con la mente a aquella noche terrible, diecisiete años atrás, cuando dos de sus colegas se presentaron en su casa de Kent y le dijeron que su hijo, John, había muerto en un accidente de moto.

Pero tenía un remedio instantáneo para enfrentarse a aquel dolor. Se levantaba de su despacho, en aquella oficina destartalada llena de muebles donados que compartía con tres jóvenes asistentes sociales y se daba un paseo por el refugio que había creado para cincuenta de los indigentes de aquella cruel ciudad, para ver las sonrisas en los rostros de sus ocupantes.

En aquel preciso momento decidió hacerlo.

Cuando Ceaucescu llegó al poder, en 1954, tenía un retorcido plan para convertir Rumania en la mayor nación industrializada del mundo occidental. Para conseguirlo necesitaba aumentar exponencialmente el volumen de población con el objetivo de crear mano de obra. Una de sus primeras iniciativas consistió en hacer que, desde los catorce años de edad, todas las chicas se sometieran a una prueba de embarazo una vez al mes. Si estaban embarazadas, se les prohibía abortar.

El resultado, al cabo de los años, fue un crecimiento enorme del tamaño de las familias, y los niños nacidos en aquella época fueron conocidos como los Niños del Decreto. Muchos de ellos eran entregados a instituciones gubernamentales y criados en enormes y frías residencias, donde muchos sufrían brutales maltratos y abusos. Un enorme número de ellos aún seguía teniendo una vida muy dura, en chabolas construidas junto a las redes de tuberías de calefacción que atravesaban los barrios periféricos o en agujeros junto a las carreteras, bajo los tubos, que se repartían por todos los bloques de pisos de la ciudad, que aportaban una calefacción central que se encendía en otoño y se apagaba en primavera.

Después de que la tragedia de la muerte de John llevara al fracaso al matrimonio de Tilling, le había resultado imposible concentrarse en su trabajo como policía. Dejó el cuerpo y se trasladó a un piso, donde se pasaba los días bebiendo para olvidar y viendo la televisión sin parar. Una noche vio un documental sobre la dura vida de los niños de la calle rumanos y aquello le impactó profundamente. Se dio cuenta de que quizá podía hacer algo diferente con su vida. Nada le devolvería a John, pero quizá podría ayudar a otros niños que nunca habían tenido las mismas oportunidades que su hijo o la mayoría de los niños ingleses. A la mañana siguiente llamó a la embajada de Rumania.

Recordaba el primer centro de acogida de niños que había visitado al llegar al país. Entró en un dormitorio en el que cincuenta niños discapacitados de entre nueve y doce años yacían en cunas con barrotes, con la mirada perdida al frente o fija en el techo. No tenían ningún juguete. Ningún libro. Nada que los mantuviera entretenidos.

Había salido corriendo y había comprado varias bolsas de juguetes para darle un juguete a cada niño. Para su asombro, ninguno de ellos mostró ninguna reacción. Se quedaron mirando a los juguetes inexpresivamente, y en aquel momento se dio cuenta de que no sabían qué hacer con ellos. No porque fueran retrasados mentales, sino porque nunca nadie les había dado un juguete y no sabían cómo jugar con él. A aquellos niños nadie les había enseñado nada. Ni siquiera cómo jugar con una mísera muñeca.