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En aquel preciso instante decidió que haría algo por aquellos niños.

En principio había pensado que pasaría unos meses en el país. Nunca imaginó que aún seguiría allí, diecisiete años más tarde, felizmente casado con una mujer rumana, Cristina, y más satisfecho de lo que había estado en toda su vida.

Tilling tenía el aspecto de un hombre fuerte y sano, a pesar de cargar con unos cuantos kilos de más en el vientre, y caminaba con la energía y el paso orgulloso de un poli. Tenía el rostro curtido por los años, un bigote de cepillo y el cabello gris y muy corto. Aquel día, pese al mal tiempo, vestía una camisa azul con el cuello abierto, cómodos pantalones beis y unos viejos zapatos marrones de cuero.

Salió al vestíbulo y sonrió a un grupo de recién llegados de una organización benéfica que esperaban sentados en los vetustos sillones y sofás. Cuatro niños gitanos de piel oscura, un chico de ocho años con pantalón de chándal y una llamativa camiseta, un chico de catorce con un suéter ancho y unos pantalones de deporte negros demasiado cortos, y dos chicas: una de doce años con el pelo largo y un chándal de tela desparejado, y una de quince con tejanos y una chaqueta de punto con agujeros. Cada uno de ellos tenía en las manos un globo de colores hinchado con helio que agitaban, contentos. Todos pertenecían a una familia que no podía mantenerlos y que los había entregado a un orfanato del que habían escapado hacía dos años. Llevaban desde entonces viviendo en las calles y ahora tenían en el rostro la sonrisa que Tilling había visto tantas veces ya y que le rompía el corazón en cada ocasión. Las sonrisas de unos seres humanos desesperados que no podían creerse que su suerte hubiera cambiado.

– ¿Cómo estáis? ¿Todo bien? -les preguntó, en rumano.

Ellos le mostraron una sonrisa radiante y agitaron sus globos de colores. Tilling no tenía ni idea de dónde habían salido los globos, pero de una cosa estaba seguro: aparte de las ropas que llevaban puestas, aquellos globos eran las únicas posesiones que tenían en el mundo.

Los residentes de Casa Ioana tenían una edad que iba de las siete semanas de un bebé, que estaba allí con su madre de catorce años, a los ochenta y dos años de una mujer a la que un depravado estafador le había robado todos sus ahorros y su vida. En Rumania no había servicios sociales para los sin techo, y muy pocos refugios. La anciana tenía suerte de estar allí, compartiendo un dormitorio con otros tres viejos que habían sufrido el mismo cruel destino.

– ¿Señor Ian?

Se giró al oír la voz de Andreea, una de las asistentes sociales, que había salido del despacho tras él. Andreea era una chica de veintiocho años, delgada y guapa, que se iba a casar en primavera, cálida, compasiva e infatigable. Le gustaba muchísimo.

– Llamada de teléfono para usted. De Inglaterra.

– ¿Inglaterra? -dijo, algo sorprendido. Raramente recibía noticias de Inglaterra, salvo de su madre, que vivía en Brighton, y con la que hablaba cada semana.

– Es un policía. ¿Dice que es un viejo amigo? -dijo, como preguntándole-. Nomman Patting.

– ¿Nomman Patting? -Frunció el ceño. De pronto los ojos se le iluminaron-. ¿Norman Potting?

Ella asintió, y él volvió corriendo a su despacho.

54

Lynn soltó una maldición cuando vio dos flashes de la cámara de tráfico en el retrovisor. Siempre pasaba despacio por la maldita cámara que estaba frente al Preston Park, pero aquella mañana se le había pasado completamente por alto. Estaba concentrada en llegar a casa lo antes posible, junto a Caitlin, y nada más. Ahora tendría que sumar una multa a su lista de preocupaciones financieras, y le quitarían otros tres puntos del carné, pero ella siguió sin reducir, manteniendo los noventa kilómetros por hora en una zona limitada a cincuenta, desesperada por llegar junto a su hija.

Cinco minutos más tarde aparcó el coche, bajó de un salto, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Luke estaba de pie en el vestíbulo, con el flequillo caído sobre un ojo, con una sudadera ancha y unos pantalones que podrían haber pertenecido a los cuartos traseros de un caballo de pantomima. Tenía la boca abierta y una expresión de idiota aún más evidente de lo habitual, como si estuviera en el andén de una estación viendo que se le escapaba el último tren de la noche, sin saber qué hacer. Levantó los brazos a modo de saludo y luego los dejó caer otra vez.

– ¿Dónde está? -preguntó Lynn.

– Eh…, ya… sí… ¿Caitlin?

«¿Quién coño si no? ¿Sheba? ¿Cleopatra? ¿Hillary Clinton?», pensó. Entonces vio a su hija, de pie en lo alto de las escaleras, en camisón y bata, balanceándose como si estuviera borracha.

Lynn dejó caer el bolso al suelo y se lanzó escaleras arriba, justo en el momento en que Caitlin daba un paso adelante, perdía contacto con el escalón y caía al vacío. Lynn la cogió como pudo, agarrándola con un brazo y asiéndose a la barandilla con el otro. Se aferró con todas sus fuerzas y consiguió evitar que las dos cayeran escaleras abajo.

Se quedó mirando a Caitlin a la cara, a pocos centímetros de la suya, y vio que ponía los ojos en blanco.

– ¡Cariño! ¡Cariño! ¿Estás bien?

Caitlin balbució una respuesta incomprensible.

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Lynn consiguió erguirla y colocarla de nuevo en el rellano. Caitlin se tambaleó, apoyándose en la pared. Luke se les acercó, deteniéndose a la mitad de las escaleras.

– ¿Habéis estado tomando drogas? -le gritó Lynn.

– No, Lynn, qué va -protestó Luke, que parecía realmente sorprendido.

– Estoy… Estoy… como… -masculló Caitlin, arrastrando las palabras.

La condujo hacia su habitación. Caitlin se dejó caer de espaldas en la cama. Lynn se sentó a su lado y la rodeó con un brazo.

– ¿Qué te pasa, cariño? Cuéntame.

Caitlin volvió a poner los ojos en blanco.

Por un momento, su madre pensó, angustiada, que se estaba muriendo.

– Si le has dado algo, Luke, te mataré. Lo juro. ¡Te arrancaré los ojos!

– No le he dado nada, te lo prometo. Nada de nada. No me meto drogas. Nunca lo haría, no le haría nada.

Ella acercó la nariz a la boca de su hija para ver si olía a alcohol, pero sólo notó un leve olor cálido y agrio. -¿Qué te pasa, tesoro?

– Estoy mareada. Todo me da vueltas. ¿Dónde estoy?

– Estás en casa, cariño. Estás bien. Estás en casa.

Caitlin paseó la mirada, ausente, por la habitación, sin reconocer nada, como si estuviera en un lugar completamente desconocido. Lynn siguió la trayectoria de sus ojos, de la diana a la boa violeta que colgaba de los dardos, luego a la foto de ese cantante de rock cuyo nombre Lynn no recordaba en aquel momento, como si lo viera todo por primera vez.

– No…, no sé dónde estoy -dijo.

Lynn se puso en pie, atenazada por el pánico.

– Luke, quédate aquí con ella un momento.

Luego corrió escaleras abajo, cogió el bolso y se fue a la cocina. Sacó la agenda del bolso y marcó el teléfono móvil de la coordinadora de trasplantes del Royal South London Hospital.

«Por favor, Dios mío, que esté ahí.»

Para su alivio, Shirley Linsell respondió al tercer tono. Lynn le explicó los síntomas de Caitlin.

– Parece una encefalopatía -dijo ella-. Déjame que hable con un especialista y él o yo te volveremos a llamar.

– Está muy mal -insistió Lynn-. ¿Encefalopatía? ¿Eso cómo se escribe?

La coordinadora se lo deletreó. Luego le prometió que volvería a llamarla en unos minutos y colgó.