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Lynn volvió a subir las escaleras corriendo, con el teléfono inalámbrico en la mano.

– Luke, ¿puedes buscar «encefalopatía» en Internet? -dijo, y se lo deletreó.

Luke se sentó frente al tocador de Caitlin, abrió su portátil y escribió algo en el teclado.

Cinco minutos más tarde, Shirley Linsell llamó.

– Tienes que hacer que Caitlin evacúe. ¿Quieres traerla hasta aquí?

– ¿Le habéis encontrado un hígado?

Hubo un momento de duda que a Lynn no le gustó.

– No, pero creo que no sería mala idea que la trajeras.

– ¿Cuánto tiempo?

– Hasta que la estabilicemos.

– ¿Cuándo tendréis un hígado?

– Como te dije ayer, no puedo darte una respuesta. Pero si quieres, puedes tratarle estos síntomas en casa.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Aplicarle una lavativa. Generalmente, en estos casos, vaciando los intestinos el paciente se estabiliza.

– ¿Qué tipo de lavativa? ¿De dónde la saco?

– De cualquier farmacia.

– Estupendo -dijo Lynn.

– ¿Por qué no lo intentas? Espera unas horas, luego mira cómo está y me llamas. Aquí siempre hay alguien, y puede venir en cualquier momento.

– Ya -dijo Lynn-. Bueno, haré eso.

Colgó.

Caitlin estaba tumbada boca arriba en su cama, abriendo y cerrando los ojos.

– ¡Creo que he encontrado lo que buscabas! -anunció Luke.

Lynn miró por encima de su hombro. El pelo le olía a sucio. Leyendo en voz alta, Luke dijo:

– «La encefalopatía es un síndrome neuropsiquiátrico que se produce en casos de enfermedades hepáticas avanzadas. Los síntomas pueden oscilar entre la confusión, los mareos, el cambio de personalidad o incluso el coma.»

– ¡Pues qué bien! -exclamó Lynn. Luego se giró hacia Caitlin, que había cerrado los ojos. Temiéndose de pronto que pudiera caer en un coma, la sacudió-. ¡Cariño! ¡No te duermas, tesoro!

Caitlin abrió los ojos.

– ¿Sabes qué? -farfulló-. Esto del hígado es la hostia.

– ¿La hostia? -dijo Lynn, sorprendida.

– Sí, ¿por qué no? -contestó Luke.

– ¿Por qué es la hostia? -le preguntó Lynn, confusa, a Luke, como si de algún modo pudiera encontrar la respuesta en aquella cara estúpida.

– Esa lista de espera para el trasplante, ¿sabes?

– ¿Qué le pasa?

– Hay un modo de saltársela.

– ¿Qué modo?

– Sí, bueno, he estado mirando en Internet. Se puede comprar un hígado.

– ¿Comprar un hígado?

– Sí, es la bomba.

– ¿«La bomba»? No estoy segura de que vivamos en el mismo planeta. ¿Qué quieres decir con eso de «comprar un hígado»?

– A un intermediario.

– ¿Un qué?

– Un intermediario, un vendedor de órganos.

Lynn se lo quedó mirando, convencida por un momento de que sería una broma. Pero él parecía de lo más serio. Era la primera vez que lo veía remotamente interesado en algo.

– ¿Qué quieres decir con eso de «un vendedor de órganos»?

– Alguien que te consigue el órgano que quieres. En Internet. Venden todo lo que puedas necesitar para un trasplante: corazones, pulmones, córneas, piel, partes del oído, riñones… e hígados.

Lynn se lo quedó mirando en silencio unos momentos.

– ¿Lo dices en serio? ¿Puedes comprar un hígado en Internet?

– Hay un montón de páginas web -prosiguió Luke-. Y, esto te interesará, he encontrado un foro sobre listas de espera de órganos. Dice que la lista para trasplantes en algunos países es aún más larga que en el Reino Unido. Casi un noventa por ciento de las personas que esperan un hígado en Estados Unidos mueren antes de conseguirlo. Eso deja nuestro veinte por ciento en nada.

«A menos que ese veinte por ciento incluya a tu hija -pensó Lynn, lanzando una dura mirada a Luke-. Que sea una de las tres personas que mueren al día en el Reino Unido esperando un trasplante.»

Estaba enferma de preocupación y hecha una furia.

Pensando. Pensando en Shirley Linsell. Su transformación, de su tono cálido a aquella frialdad. Caitlin no era más que otra paciente. Dentro de un año o dos, probablemente ni se acordaría de su nombre; no sería más que una estadística.

No iba a correr aquel riesgo.

– Me voy a la farmacia. Cuando vuelva, me gustaría que me enseñaras eso de los vendedores de órganos -dijo.

De camino, paró en el quiosco, entró y echó un vistazo al Argus en busca de nuevas noticias sobre los tres cuerpos. En la tercera página había un gran artículo con el titular «LA POLICÍA SIGUE DESCONCERTADA ANTE LOS CUERPOS DEL CANAL». Se quedó mirando las fotografías retocadas de los rostros de los tres adolescentes. Leyó las especulaciones sobre la posibilidad de que les hubieran extraído los órganos para trasplantes. Leyó las declaraciones del tal superintendente Roy Grace, quienquiera que fuera.

Sintió que algo oscuro se revolvía en su interior. Dejó el periódico en el montón; no quería que Caitlin lo viera. Compró un paquete de cigarrillos Silk Cut, volvió a su coche y se fumó uno, pensando de nuevo, concentrada, con las manos temblorosas.

55

Unos años atrás, cuando era sargento, Roy Grace había investigado un robo en una pequeña bodega en Queens Park Road, cerca del hipódromo y del horrible edificio del Hospital General de Brighton y Hove.

El propietario, Henry Butler, un joven con cierto encanto distante, de vocabulario impecable y con la cabeza afeitada, parecía más disgustado por la calidad de los vinos robados por los ladrones que por el robo en sí. Mientras los agentes de la científica procedían a empolvar y rociar el lugar en busca de huellas, Butler se lamentaba de que aquel segmento en particular de la amplia gama de delincuentes que campaban por Brighton no tenía ningún gusto. Aquellos filisteos se habían llevado varias cajas del vinillo más barato y habían dejado intactos todos los vinos buenos, que él consideraba que les habrían dado mucha más satisfacción. A Grace enseguida le había caído bien, y cada vez que necesitaba una botella para una ocasión especial, volvía a aquella tienda.

A las cuatro de la tarde de aquel martes, aprovechando la pausa de la comida, algo retrasada, aparcó su Ford Focus sobre la doble línea continua frente al pequeño y nada pretencioso escaparate de The Butler's Wine Cellar y entró a la carrera. Henry Butler estaba allí, con la cabeza igual de afeitada y perilla. Llevaba un pendiente de oro, un peto y una camisa sin cuello, como si acabara de volver de recoger uvas.

La puerta se cerró tras él accionando un timbre y Roy sintió inmediatamente el olor familiar, acre y a vino de la bodega, mezclado con el aroma más dulce de la madera recién serrada de los cajones de vino.

– ¡Buenas tardes, superintendente Grace! -dijo Butler, dejando sobre el mostrador un ejemplar de The Latest-. Es un placer verle. Así pues, ¿ya ha resuelto todos los delitos de la ciudad y viene a compartir mis caldos?

– Ojalá -respondió, sonriendo-. ¿Cómo va el negocio?

Butler se encogió de hombros, mostrándole el local vacío.

– Bueno, diría que con su llegada el día ha mejorado de pronto. ¿Con qué puedo tentarle?

– Necesito una botella de champán bastante especial, Henry.

– ¡Así me gusta! ¡Eso es lo que me gusta oír! -exclamó, y desapareció por una puerta hacia la diminuta y atestada trastienda, desde donde bajó por unas escaleras que resonaban a cada paso.

Grace echó un vistazo a un mensaje de texto que le acababa de llegar, pero no era nada importante; un recordatorio de su cita con el peluquero el día siguiente en The Point, la peluquería a la que su autonombrado gurú del estilo, Glenn Branson, había insistido para que fuera a darse el repaso mensual. Se quedó mirando los estantes cargados de polvorientas botellas apoyadas de lado y las cajas de madera amontonadas en el suelo. Luego echó un vistazo a los titulares del Argus: «Brighton vuelve a ser la capital nacional de las muertes por droga».