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Una triste estadística, pensó, pero al menos mantenía su caso fuera de la portada por un día.

Un par de minutos más tarde, Henry Butler reapareció, sosteniendo amorosamente una botella achaparrada entre los brazos.

– Tengo este Krug, muy seductor. Un sorbito y la chica caerá en sus brazos.

Grace esbozó una sonrisita socarrona.

– Doscientas setenta y cinco libras para usted, señor, y eso es con un diez por ciento de descuento.

La sonrisa de Roy se desvaneció de pronto.

– Joder, no quería decir «tan» caro. No soy un oligarca ruso, soy un poli, ¿recuerdas?

El bodeguero se lo quedó mirando con cara de hacerle una confidencia:

– Tengo un delicioso cava español a nueve libras por botella. Es lo que bebemos en casa en verano. Espléndido.

– Demasiado barato.

– Eso quería decir, señor poli: no me parece de los que se conforme con poco. Tengo un champán de la casa bastante especiaclass="underline" diecisiete libras para usted. Con un gran tono mantecoso, un final prolongado y un estilo complejo y abizcochado. Jane McQuitty cantó sus alabanzas en el Sunday Times hace un tiempo.

Grace sacudió la cabeza.

– Aún es demasiado barato. Quiero algo «muy» especial, pero no quiero tener que pedir un crédito.

– ¿Qué tal le suena cien libras?

– Menos doloroso.

El bodeguero desapareció de nuevo en las entrañas de su imperio y volvió a aparecer más tarde.

– ¡Esto es la pera! Un Roederer Cristal del 2000. La mejor cosecha de la década. El último que tengo, a precio de liquidación. ¡Una belleza! Normalmente serían ciento setenta y cinco. Se lo dejaré por cien, por ser usted.

– ¡Trato hecho!

– ¡Usted sí que sabe! -dijo Henry Butler, satisfecho.

Grace sacó la cartera.

– ¿Me aceptas la tarjeta?

Butler puso una cara como si le acabaran de dar una patada en los bajos.

– Sabe cómo apretar las tuercas a un hombre cuando no puede defenderse, ¿eh? Bueno, está bien. -Se encogió de hombros-. ¿Una ocasión especial?

– Muy especial.

– Dele de esto y le amará toda la vida.

Roy sonrió.

– Eso es más o menos lo que espero.

56

Lynn se sentó sobre la cama de Caitlin, con la mirada fija en la pantalla del ordenador. Luke, agazapado sobre un taburete situado frente al atestado tocador, trasteaba en el teclado del portátil de Caitlin, usando sólo un dedo y, por lo que parecía, sólo un ojo.

Caitlin, con la bata puesta, se había pasado gran parte de la hora anterior yendo y viniendo del baño. Pero ya tenía mejor aspecto, tal como había comprobado Lynn con alivio, sólo que volvía a rascarse. Se rascaba los brazos con tanta fuerza que parecía que los tuviera cubiertos de picaduras de insectos. En aquel momento, con el iPod en los oídos, repartía su atención entre un episodio antiguo de O.C. en el televisor sin volumen y su teléfono móvil violeta, en el que estaba enviando algún mensaje de texto, muy concentrada, mientras se frotaba la planta de los pies con los pies de la cama.

Luke llevaba tocando teclas casi una hora, utilizando Google y otros buscadores, probando diferentes combinaciones de palabras y frases con las palabras «órganos», «compra», «humanos», «donantes» o «hígados».

Había encontrado un debate del Consejo de la Asamblea del Parlamento Europeo sobre el tráfico de órganos humanos, y en otra página había descubierto la historia de un cirujano de Harley Street llamado Raymond Crockett al que habían retirado la licencia en 1990 por comprar riñones para cuatro pacientes en Turquía. Y muchos otros debates sobre si la donación de órganos debía ser automática en el momento de la muerte, a menos que la persona haya dispuesto lo contrario.

Pero nada de vendedores de órganos.

– ¿Estás seguro de que no es una leyenda urbana, Luke?

– Hay una página sobre una zona de Manila a la que llaman «La isla de un riñón» -afirmó-. Allí puedes comprar un riñón por cuarenta mil libras, operación incluida. Esa página lo decía todo sobre vendedores.

De pronto se detuvo.

En la pantalla, en un blanco clínico sobre un fondo de un negro intenso, habían aparecido las palabras: «Transplantation-Zentrale GmbH».

En una barra superior, donde podían escogerse diferentes idiomas, hizo clic sobre la bandera británica y un momento después apareció un nuevo texto:

Bienvenidos a la

Transplantation-Zentrale GmbH,

Agencia líder en órganos humanos

para trasplantes.

Servicio global, discreción e intimidad aseguradas.

Contacte con nosotros por teléfono, e-mail

o visite nuestras oficinas de Múnich mediante cita previa.

Lynn se quedó mirando la pantalla del ordenador, sintiendo una intensa y vertiginosa sensación de excitación. Y de peligro.

A lo mejor realmente había otra opción a la tiranía de Shirley Linsell y su equipo. Otro modo de salvar la vida de su hija.

Luke se giró hacia Caitlin.

– Parece que sí, hemos encontrado algo.

– Guay -dijo ella.

Un momento más tarde, Lynn sintió los brazos de Caitlin alrededor de sus hombros y su cálido aliento en la nuca; ella también miraba la pantalla.

– ¡Es genial! -dijo Caitlin-. ¿Crees que habrá algo así como una lista de precios? ¿Cómo cuando vas a comprar al súper?

Lynn soltó una risita nerviosa, contenta de ver que Caitlin volvía a cierta normalidad, aunque fuera temporalmente.

Luke empezó a navegar por el sitio web, pero había muy poca información aparte de lo que ya había leído. Ningún número de teléfono ni dirección postal, sólo una electrónica: post_transplantation-Zentrale.de.

– Muy bien -dijo Lynn-. Envíales un correo.

Ella dictó, y Luke escribió:

Soy la madre de una chica de 15 años que necesita urgentemente un trasplante de hígado. Estamos en el sur de Inglaterra. ¿Nos pueden ayudar? Si es así, díganos qué tipo de servicio pueden ofrecernos y qué información necesitan. Atentamente,

Lynn Beckett

Lynn lo leyó, y luego se giró hacia Caitlin.

– ¿Te parece bien, tesoro?

Caitlin esbozó una sonrisa y se encogió de hombros.

– Sí, como quieras.

Luke lo envió.

Entonces los tres se quedaron mirando al programa de correo en silencio.

– ¿No crees que tendríamos que haber puesto un número de teléfono? -preguntó Caitlin-. ¿O una dirección, o algo?

Lynn se lo pensó por un momento, con la mente confusa.

– Quizá. No sé.

– No tiene nada malo, ¿no? -dijo Caitlin.

– No, nada -respondió su madre.

Luke mandó un segundo mensaje, con el número del móvil de Lynn y el prefijo internacional de Inglaterra.

Diez minutos más tarde, Lynn estaba en la cocina preparándose una taza de té y algo de cena para los tres y sonó su teléfono. La pantalla decía: Número privado.

Lynn respondió inmediatamente.

Se oyó un leve silbido, y luego un ruido de interferencias. Tras unas décimas de segundo, oyó una voz de mujer, con un inglés forzado y gutural y un tono profesional pero amistoso.

– ¿Puedo hablar con la señora Lynn Beckett?

– ¡Soy yo! -dijo Lynn-. ¡Al habla!

– Me llamo Marlene Hartmann. ¿Acaba de enviar un correo electrónico a mi empresa?

– ¿A Transplantation-Zentrale? -preguntó Lynn, temblando.

– Correcto. Por casualidad, resulta que mañana voy a estar en Inglaterra, en Sussex. Si le va bien, quizá podríamos vernos.