Grace volvió a mirar sus notas.
– Ray Packard, de la Unidad de Delitos Tecnológicos, tiene algo que decirnos.
El analista informático, sentado en el otro extremo, no tenía en absoluto el aspecto del típico cerebrito. Packard siempre le recordaba el «Q» original de las películas de James Bond. Tenía poco más de cuarenta años, era muy inteligente y siempre se mostraba lleno de entusiasmo, pese a lo deprimente de su trabajo, en el que tenía que estudiar fotografías de abusos a menores procedentes de ordenadores incautados, día sí, día no. Cualquiera que se encontrara con él por primera vez, vestido con su traje gris y su corbata de rayas, podría tomarlo por un director de banca de la vieja escuela.
– Sí, hemos comprobado los países que forman parte de las redes internacionales de órganos humanos, señor, y Rumania es uno de ellos -dijo Packard-. Eso confirma lo que el sargento Potting nos ha dicho antes. Seguimos investigando.
Grace le dio las gracias.
– Bueno, esta tarde he hablado con varios miembros del equipo responsable de la Operación Pentámetro, que está investigando el tráfico de personas. Jack Skerritt, de la central del Departamento de Investigación Criminal, y el inspector Paul Furnell y el sargento Justin Hambloch, de la comisaría de Brighton, me han pasado una lista de nombres con conexiones en el sureste de Europa, entre ellos un par de rumanos. Hay unas cuantas chicas rumanas trabajando en los burdeles de Brighton. Tenemos que visitarlas a todas y ver si alguna reconoce a alguno de estos tres adolescentes. Y si podemos, que nos hablen de sus contactos, sea aquí o en Rumania.
– ¿Tienes algo de qué informar, Glenn? -dijo entonces Grace, dirigiéndose al sargento Branson.
– Sí, aún no hay noticias del barco pesquero desaparecido. Tengo una cita para una entrevista con la esposa del patrón del Scoob-Eee esta noche, tras esta reunión. Tal como quedamos esta mañana, he pedido a la División de Apoyo Científico que enviaran las dos colillas que encontré en el puerto de Shoreham al laboratorio para que les hagan pruebas de ADN.
Grace asintió, volvió a repasar sus notas y dijo:
– Puede que no esté relacionado en absoluto, pero esta mañana se ha encontrado un motor fuera borda Yamaha de cinco caballos en la playa al bajar la marea, entre el puerto deportivo y Rottingdean, en Black Rock. Van a analizarlo con una nueva tecnología de detección de huellas que están probando en el laboratorio. Glenn, me gustaría que me consiguieras un listado de todos los vendedores de motores fuera borda Yamaha de la zona y que descubrieras quién ha vendido uno hace poco.
– ¿Dónde está ahora, Roy?
– En el almacén de pruebas.
– Muy bien.
Roy miró de refilón su reloj de pulsera, permitiéndose una leve distracción momentánea. Le había dicho a Cleo que esperaba estar en su casa a las ocho. Luego volvió a concentrarse en la reunión.
– Estoy asumiendo que nos enfrentamos a un caso de tráfico humano, a menos que algo me convenza de lo contrario. Por lo que me ha dicho el inspector Furnell, la totalidad del tráfico conocido hasta la fecha ha sido para la explotación sexual. De las chicas que han llegado a Brighton con ese fin se ocupan unos cuantos capos de la zona. El equipo de Furnell está investigando a varios de ellos, pero él mismo supone que hay muchos otros que no tiene detectados. Creo que una línea clave de investigación será hablar con las chicas que trabajan en los burdeles de Brighton y ver si podemos ampliar nuestra lista de capos.
La Policía de Brighton, consciente de que el comercio sexual iba en aumento en todas las ciudades, prefería que las chicas trabajaran en lugares cerrados en lugar de que invadieran las calles, sobre todo por su propia seguridad. También hacía más fácil el seguimiento de cualquier chica menor de edad o víctima del tráfico ilegal.
– Bella y Nick, creo que vosotros dos sois los que mejor podéis sacar información a las chicas -dijo Grace.
Pensó que quizá las prostitutas se sentirían más cómodas ante una mujer, y como Nick Nicholl acababa de tener un bebé, era poco probable -en comparación con alguien como Norman Potting, por ejemplo- que se dejara seducir por sus encantos sexuales.
– Estuve cubriendo burdeles durante un tiempo cuando iba de uniforme -dijo ella.
Nick Nicholl se sonrojó.
– ¡Mientras alguien le explique a mi esposa…, ya sabe…, lo que voy a hacer a esos lugares!
– Las mujeres pierden el impulso sexual después de parir -observó Norman Potting-. Hazme caso. Dentro de nada, necesitarás algo de acción fuera de casa.
– ¡Norman! -le amonestó Grace.
– Lo siento, jefe. No era más que una observación.
Grace le echó una mirada, pensando en cómo le gustaría que aquel hombre supiera callarse y que se limitara a hacer lo que sabía hacer.
– Bella y Nick -prosiguió-, quiero que habléis con todas las chicas con las que podáis. Sabemos que muchas de ellas ganan mucho y están muy contentas con su suerte. Pero hay algunas que cargan con una gran deuda.
– ¿Qué deuda? -preguntó Guy Batchelor.
– Unos cabrones las rescatan de la pobreza y les aseguran que les pueden conseguir una nueva vida maravillosa en Inglaterra: pasaporte, visado, trabajo, piso…, pero por un precio que nunca conseguirán pagar. Llegan a Inglaterra, con una deuda de miles de libras, y algún gran capo se frota las manos. Las mete en un burdel, aunque tengan trece años, y les dice que es el único modo que tienen para pagar los intereses de la deuda. Si se niegan, les dicen que irán a por sus familiares o amigos. Pero estos capos suelen tener las manos metidas en más de un chanchullo. A veces están en el negocio de la droga… Y a veces, por lo que parece, también en el negocio de los órganos.
Todos le escuchaban atentamente.
– Creo que es probable que ése sea nuestro principal sospechoso: un capo local.
58
Glenn Branson detuvo su Hyundai negro en la rotonda y levantó la vista hacia un edificio moderno que le gustaba en particular, el Centro Ropetackle para las Artes de Shoreham. Luego tomó la primera salida y siguió por una amplia calle flanqueada a ambos lados por tiendas, restaurantes y pubs, todos cubiertos de luces y decoraciones navideñas. Aunque eran las ocho y media de aquella lluviosa noche de martes, el lugar estaba lleno de gente y bullía de actividad; era la época propicia para las cenas de empresa. Pero a él le traía sin cuidado.
Se sentía fatal.
La Navidad estaba al caer. Ari ni siquiera quería hablar de ello con él. ¿Iba a pasarla solo, en el salón de Roy Grace? Tenía tres llamadas perdidas de Ari en el móvil, que había recibido durante la reunión, pero cuando la había llamado, más tarde, le había respondido un hombre.
Un «hombre» en su casa, y que le decía que su mujer no estaba.
Cuando Glenn le había preguntado quién cojones era, el hombre, con una voz arrogante y repulsiva, le había dicho que era el canguro y que Ari estaba en clase de literatura inglesa.
¿Un canguro hombre?
Si hubiera tenido la voz de un adolescente, habría sido otra cosa. Pero no; tenía voz de adulto, como de alguien de entre treinta y cuarenta. ¿Quién demonios era? Cuando se lo había preguntado, aquel mierda le había respondido, con toda su mala leche que era un «amigo».
¿Qué coño se creía Ari, dejando a sus hijos, Sammy y Remi, en manos de un hombre que él ni conocía y del que no tenía referencias? Por Dios, podía ser un pedófilo. Podía ser «cualquier cosa». Decidió que en cuanto acabara su entrevista iría directamente a verlo por sí mismo. Y a sacar a aquel capullo de su casa.
Según las instrucciones que había memorizado, el desvío estaba cerca. Redujo la marcha, puso el intermitente a la izquierda y giró por una estrecha calle residencial. A marcha lenta, pasó por un puesto de pescado frito con patatas que estaba atestado de gente, mientras intentaba leer los números de las casitas adosadas. Entonces vio el número 64. Unos cincuenta metros más adelante había un espacio libre entre dos coches aparcados. Era muy justo, pero consiguió meter el pequeño Hyundai en el sitio, tocando el parachoques del coche de atrás una vez, y salió del vehículo. Corrió bajo la lluvia, con el cuello de su gabardina color crema subido, y llamó al timbre.