La mujer que le abrió la puerta tenía unos cincuenta y cinco años y era alta y pechugona, con una melena pelirroja que parecía recién salida de la peluquería. Llevaba un amplio blusón gris, sobre unos vaqueros azules, y unos zuecos. Las oscuras ojeras bajo los ojos y las manchas de rímel revelaban su tristeza.
– ¿La señora Janet Towers? -preguntó él, mostrando su identificación.
– Sí.
– Sargento Branson, de la Policía.
– Gracias por venir -dijo ella, haciéndose a un lado para dejarle paso. De pronto, en un arranque repentino de esperanza, preguntó-: ¿Tienen alguna noticia?
– De momento nada. Lo siento.
Branson entró, encogiéndose para rebasarla, y accedió a un estrecho recibidor decorado con grabados antiguos de Brighton, de temática náutica. En la casa hacía calor y el ambiente estaba cargado; olía a humo de cigarrillos y a perro. Algo que había observado en experiencias pasadas era que, cuando la gente estaba en estado de shock o de duelo, tendía a cerrar las cortinas y a subir la calefacción.
Ella le hizo pasar a un diminuto salón donde hacía un calor bochornoso. La mayor parte del espacio lo ocupaba un tresillo marrón de velour; y el resto, un gran televisor, una mesita auxiliar en forma de timón sobre la que había un cenicero lleno de colillas manchadas de pintalabios, y varias vitrinas llenas de botellas de diversos tamaños con barcos dentro. En el hueco de la chimenea brillaba un antiguo calefactor de tres barras con carbón falso. En la repisa de encima había varias fotografías de familia y una gran tarjeta de felicitación.
– ¿Puedo ofrecerle algo de beber, agente…? ¿Sargento Branson, dijo? ¿Como el tipo de la Virgin, Richard Branson?
– Sí, sólo que yo no soy rico como él. Un café sería estupendo.
– ¿Cómo lo toma?
– Manchado, sin azúcar, gracias.
– ¿Manchado?
– Fuerte, con sólo un chorrito de leche.
Ella salió de la habitación y él aprovechó para echar un vistazo a las fotografías. Una mostraba a una pareja frente a una iglesia. Era la de Todos los Santos, en Patcham; la reconoció, porque era la iglesia en que se había casado con Ari. El marido, que suponía que sería Jim, llevaba un traje ajustado con una camisa que parecía demasiado grande para él, el pelo rizado y cardado y una sonrisa socarrona. La novia, una Janet mucho más delgada, lucía unos tirabuzones que le llegaban a los hombros y un vestido de encaje y cola larga.
Dispuestas a ambos lados había otras fotos de dos niños en diferentes estados de crecimiento y una de un joven de aspecto tímido con birrete y toga de graduación.
«Graduación», pensó, compungido. ¿Llegaría a presenciar la graduación de alguno de sus hijos? ¿O le excluiría la zorra de su mujer? Sacó su móvil y miró la pantalla. Por si acaso.
«¿Por si acaso qué?», pensó, volviendo á meterlo en el bolsillo, malhumorado, y preguntándose de nuevo quién sería el hombre que había respondido al teléfono. El hombre que estaba solo con sus hijos.
¿Estaría esperando ese mierda a que Ari volviera a casa, para follársela? Oyó una respiración afanosa y se giró: por el quicio de la puerta le miraba un viejo golden retriever algo gordo.
– ¡Hola! -le saludó Glenn, tendiéndole la mano.
El perro depositó una gota de baba en la alfombra y se le acercó, tambaleándose. Él se arrodilló y le dio unas palmaditas. Casi inmediatamente, el perro se le puso panza arriba.
– Bueno, parece que eres una estupenda vigilante, ¿verdad? -dijo-. ¡Y también eres una cochina, enseñándome así las tetas!
Le frotó el vientre unos momentos, se puso de nuevo en pie y cogió la tarjeta de felicitación.
En el anverso, en caracteres dorados leyó la inscripción: «A mi amor».
En el interior, había una nota escrita: «A Janet, el amor de mi vida. Te adoro y te echo de menos cada segundo que estamos separados. Gracias por los veinticinco años más felices de mi vida. Con todo mi amor, Jim. XXXXXXX».
– ¡Espero que esté lo suficientemente fuerte!
– Bonita tarjeta -dijo Glenn, cerrándola y colocándola de nuevo en su sitio.
– Es un buen hombre -dijo ella.
– Lo he notado al leerla.
Janet Towers posó sobre la mesita auxiliar una bandeja con dos tazas de café y un plato de galletas Digestive de chocolate, y se sentó en el sofá. La perra arrimó el morro al plato.
– ¡Goldie! ¡No! -la reprendió ella.
La perra se alejó contoneándose. Glenn escogió el sillón que estaba más lejos del fuego y se fijó en las galletas; de pronto se dio cuenta de que tenía hambre. Pero le pareció que podría parecer maleducado si comía en un momento tan delicado para aquella pobre mujer.
– Tengo unas cuantas preguntas que hacerle, para seguir con la conversación telefónica de ayer -dijo-. ¿Le importa? -Estoy desesperada. Lo que sea, cualquier cosa.
– ¿Son ésos sus hijos? -dijo Glenn, señalando a la repisa-. ¿Qué edad tienen? -Se quedó mirando los ojos de ella atentamente.
Ella miró hacia la derecha, y luego centró la mirada y la fijó en él, frunciendo el ceño.
– Jamie, veinticuatro años, y Cloe… ¿veintidós? Sí. ¿Por qué?
Él no respondió.
– Supongo que aún no tiene noticias, ¿verdad?
Roy Grace le había enseñado, tiempo atrás, que se puede saber si una persona está mintiendo o diciendo la verdad observando los movimientos de sus ojos. Era un concepto de la programación neurolingüística. El cerebro humano está dividido en dos partes. Aunque la cosa es más complicada de como lo explicó Grace, se puede decir que básicamente, en las personas diestras, la imaginación -o «construcción»- se produce en el hemisferio izquierdo, y la memoria a largo plazo y los datos fácticos tienen lugar en el hemisferio derecho. Cuando le preguntas algo a alguien, los ojos suelen moverse hacia el lado de la construcción o el de la memoria, dependiendo de si mienten o dicen la verdad.
Glenn ya había determinado, observándola, que Janet Towers era diestra. Si ahora observaba bien sus ojos, vería que se movían a la izquierda si estaba mintiendo, o hacia la derecha, si estaba diciendo la verdad.
Ella desvió la mirada muy hacia la derecha.
– Ni una palabra -respondió-. Le ha pasado algo, créame, por favor.
Él sacó su cuaderno y su bolígrafo.
– Lo último que supo de él fue el viernes por la noche, ¿verdad?
– Sí. -De nuevo sus ojos se desviaron claramente hacia la derecha.
– ¿Se ha ausentado su marido alguna vez así, anteriormente?
– No, nunca.
Parecía que seguía diciendo la verdad. Él tomó una nota y le dio un sorbo al café, pero estaba demasiado caliente, así que volvió a dejarlo en la mesa.
– Perdóneme si le parezco insensible, señora Towers: ¿habían tenido alguna discusión usted y su marido antes de que… desapareciera?
– ¡No, en absoluto! Era nuestro aniversario de boda, el vigesimoquinto. La noche anterior me había dicho que quería que renováramos nuestros votos de matrimonio. Éramos…, somos… muy felices.
– Muy bien. -Miró las galletas con ganas, pero siguió resistiéndose a la tentación.
– ¿Le hablaba mucho de sus clientes?
– Me contaba un montón de cosas, si eran interesantes, o curiosos.
– ¿Curiosos?
– Este verano un tipo alquiló el barco para ir a pescar en alta mar y resultó que tenía la manía de que le gustaba pescar desnudo -comentó, dejando escapar una sonrisa de sorna.