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Normalmente estaba en su despacho a las siete de la mañana, pero sólo hacía diez minutos que había llegado, y hasta aquel momento la única tarea que había podido llevar a cabo, aparte de prepararse un café, era conectarse al sistema informático. Y por la noche tendría que volver a salir, a la fiesta de jubilación de un superintendente en jefe llamado Jim Wilkinson.

Miró por la ventana, hacia el aparcamiento y el supermercado ASDA, al otro lado de la calle, y luego más allá, al paisaje urbano de su querida ciudad. Era una mañana fresca y luminosa, con un aire tan transparente que podía ver a lo lejos la alta chimenea blanca de la central eléctrica del puerto de Shoreham, con la franja azul del canal de la Mancha detrás, fundiéndose con el cielo a lo lejos, en el horizonte. Sólo llevaba en aquel despacho un par de meses, desde su traslado del otro extremo del edificio, donde sus únicas vistas consistían en el muro gris del bloque de celdas, así que aquellas vistas aún eran para él algo nuevo y motivo de alegría. Pero no aquel día.

Con la taza de café sujeta entre ambas manos, cayó en la cuenta de que estaba temblando. Mierda, ¿hasta qué punto se había emborrachado la noche anterior? Y por lo poco que podía recordar, Cleo no había bebido nada, lo cual no estaba mal, ya que así había podido llevarle de vuelta a casa. Y -¡joder!- ni siquiera recordaba si habían hecho el amor.

No debería de haber ido a trabajar en coche, lo sabía. Probablemente aún superaba la tasa. Sentía el estómago como una hormigonera y no estaba seguro de que comerse los dos huevos fritos que Cleo le había obligado a ingerir hubiera sido una buena idea. Tenía frío. Descolgó la americana del respaldo de su silla y volvió a ponérsela, luego echó un vistazo a la pantalla del ordenador, repasando los expedientes desde el día anterior -la lista de incidentes registrados en la ciudad de Brighton y Hove-. Cada minuto aparecían nuevas entradas, y las antiguas que seguían abiertas se iban actualizando.

Entre los casos más destacados había un ataque homófobo en Kemp Town y una agresión grave en King's Road. Uno, que acababa de actualizarse, era una CC en Coldean Lane: una colisión entre un coche y una motocicleta. Se había introducido a las 08.32 y acababan de actualizar la información con la solicitud de un H900, el helicóptero de la Policía con personal sanitario.

«No pinta bien», pensó, estremeciéndose ligeramente. Le gustaban las motos; en sus años de juventud había tenido una, cuando se alistó en la Policía y salía con Sandy, pero desde entonces no había vuelto a subirse a una. Un ex compañero que acababa de jubilarse, Dave Gaylor, se había comprado una estupenda Harley negra con ruedas rojas y, ahora que su nuevo puesto le permitía disponer libremente de un coche del cuerpo, sentía la tentación de cambiar su Alfa Romeo, declarado recientemente siniestro total tras una persecución, por una moto. Eso cuando los cabrones de la compañía de seguros por fin soltaran la pasta -o más bien, «si» la soltaban-. Pero cuando se lo había mencionado a Cleo, ella se había encendido, a pesar de que ella misma era algo temeraria al volante.

Cada vez que él sacaba el tema, Cleo, que era «técnica superior de patología anatómica» (como eran denominados los forenses jefes) del Depósito de Cadáveres de la Ciudad de Brighton y Hove, solía recitarle una letanía de lesiones mortales que presenciaba de forma regular en los desdichados motoristas que acababan en las camillas del depósito. Y Roy sabía que en algunos círculos médicos, especialmente entre los que trabajaban con accidentados, donde el humor negro dominaba, los motoristas eran apodados «donantes sobre ruedas».

Aquello explicaba la presencia de un montón de revistas de motor, con pruebas de carretera y anuncios de coches usados -pero no motos- apiladas en unos pocos centímetros cuadrados, a un lado de su congestionado escritorio.

Además de todos los dosieres relacionados con su nuevo puesto y las montañas de archivos del Departamento de Justicia Criminal sobre juicios en curso, tras la marcha repentina de un colega había heredado de nuevo el mando de todos los archivos de casos abiertos de asesinatos de la Policía de Sussex. Algunos estaban en cajas de plástico verdes, que ocupaban la mayoría de la superficie del suelo que dejaban libre su escritorio, la pequeña mesa de reuniones redonda y sus cuatro sillas, y su maletín de cuero negro, que contenía todo el equipo y las prendas protectoras que necesitaba llevar consigo a la escena de un delito.

Sus investigaciones sobre los casos abiertos progresaban con una lentitud exasperante, en parte porque ni él ni nadie más en el cuartel general del Departamento de Investigación Criminal tenía tiempo suficiente para trabajar en ellos, y en parte porque no había mucho más que hacer, a menos que cambiara algo. La Policía tenía que esperar algún avance en la ciencia forense, como que mejoraran los análisis de ADN, que revelara alguna sospecha, o que la relación entre familiares cambiara -quizás una esposa que anteriormente hubiera mentido para proteger a su esposo se sintiera dolida y decidiera delatarlo-. No obstante, la situación iba a cambiar, porque se había designado a un nuevo equipo para que trabajara a sus órdenes en la revisión de los casos abiertos más destacados.

A Grace esos casos le hacían sentir mal, y la visión de las cajas era un recordatorio constante de que, para aquellas víctimas, él era la última oportunidad de que se hiciera justicia, la última oportunidad que tenían las familias de descansar por fin.

Conocía de memoria el contenido de la mayoría de los archivos. Estaba el caso de un veterinario homosexual llamado Richard Ventnor, que había aparecido apaleado hasta la muerte en su consulta doce años atrás. Otro, que le había conmovido profundamente, era el de Tommy Lytle, su caso abierto más antiguo. A los once años, veintisiete años atrás, Tommy había salido del colegio una tarde de febrero en dirección a casa. Nunca habían vuelto a verlo.

Volvió a echar un vistazo a los archivos del Departamento de Justicia Criminal. La burocracia que exigía el sistema era casi increíble. Tragó un poco de agua, preguntándose por dónde empezar. Entonces decidió dejar aquello y repasar su lista de regalos de Navidad. Pero no pasó del primero, una petición de los padres de su ahijada de nueve años, Jaye Somers. Sabían que a él le gustaba hacerle regalos que le hicieran pensar que era guay, y no un viejo aburrido. Y le sugerían un par de botas Ugg de ante negro, talla 35. ¿Dónde iba a encontrar unas botas Ugg?

Había alguien que seguro que sabía la respuesta. Miró a una de las cajas verdes, la cuarta en un montón a la derecha de su escritorio. El Hombre del Zapato. Un caso abierto que hacía tiempo que le tenía intrigado. A lo largo de varios años, el Hombre del Zapato había violado a seis mujeres en Sussex; a una de ellas la había matado, probablemente de forma accidental, al asustarse, o eso habían deducido. Entonces, de forma inexplicable, dejó de hacerlo. Puede que fuera porque su última víctima se había revuelto desesperadamente y había conseguido arrancarle parte de la máscara, lo cual había hecho posible que se trazara un dibujo-robot del agresor; tal vez aquello le hubiera asustado. O quizás hubiera muerto. O puede que se hubiera ido a otro lugar.

Tres años atrás habían arrestado a un ejecutivo de Yorkshire de cuarenta y nueve años que había violado a una serie de mujeres a mediados de los años ochenta; en todos los casos les había quitado los zapatos. Durante un tiempo la Policía de Sussex había albergado la esperanza de que fuera su hombre, pero los análisis de ADN lo habían descartado. Además, los métodos de ambos violadores eran similares, pero no idénticos. James Lloyd, el tipo de Yorkshire, les quitaba ambos zapatos a sus víctimas. El Hombre del Zapato de Sussex sólo se llevaba uno, siempre el del pie izquierdo, junto con las medias de sus víctimas. Por supuesto, podía ser que hubiera más de seis. Uno de los problemas al seguirles la pista a los violadores era que muchas veces las víctimas se avergonzaban de tener que dar la cara.