– ¡Muy perversas!
– Ya sabes que no debería beber.
– He mirado en Internet. Lo último es que beber una copa de vez en cuando no hace ningún daño a las embarazadas.
– ¿Y dos?
– Dos sería aún mejor. Una para ti y otra para el peque.
Ella sonrió con una mueca, bajó la mirada y se dio unas palmaditas en el vientre.
– ¡Papá piensa en todo! -dijo ella, burlona.
Grace dejó caer la americana y la corbata en un sofá. Luego metió la botella en el congelador y abrió la puerta de la nevera, donde encontró una copa de martini, llena hasta el borde, con una aceituna ensartada en un palillo. La cogió, se la llevó hasta el salón y le dio un sorbo; luego se sentó al borde del sofá. El alcohol le cayó como un rayo, animándolo de golpe.
Humphrey soltó el calcetín y se dirigió hacia él dando saltitos cortos.
– ¡Oye, oye! -exclamó. Se arrodilló y acarició al perro, que le respondió inmediatamente mordisqueándole la mano-. ¡Ay! -La retiró. Humphrey le miró, dio un salto vertical y volvió a mordisquearle. Él apartó su martini-. ¡Colega, tienes los dientes afilados! ¡Me haces daño!
– ¿Sabes qué dice mi padre de los martinis? -dijo Cleo. Humphrey volvió corriendo al calcetín, se lo quitó a Cleo de las manos y empezó a agitarlo furiosamente, como si quisiera matarlo.
– No. ¿Qué?
– «Señoras, cuidado con el dry martini, retírense tras el primero. ¡Porque con dos acabarán bajo la mesa, y con tres, bajo alguno de los caballeros!»
Grace sonrió socarronamente.
– ¿Y del champán de reserva qué dice?
– Nada. ¡Normalmente se pone morado con los martinis y nunca llega al champán!
– Me encantará conocerle.
– Te gustará.
– Estoy seguro -dijo Grace, nada seguro de cómo acogería el padre de Cleo, tan elegante, a un humilde poli.
Dio otro sorbo, y notó cómo el alcohol, seco y penetrante, se le subía a la cabeza. Volvió a sonar el teléfono. Hizo un gesto de disculpa y lo sacó del bolsillo.
– Roy Grace -respondió.
– ¡Eh, colega!
Era Glenn Branson.
– Hola -respondió-. ¿Qué quieres?
– ¿Es buen momento?
– No. Qué pasa.
– No, nada -dijo el sargento-. Sólo quería hablar contigo, de Ari.
– ¿No puede esperar hasta mañana?
– Sí, mañana hablamos. No te preocupes.
– ¿Estás seguro?
– Sí, mañana, está bien -dijo Glenn. Tenía voz de estar muy mal.
– Cuéntame.
– No, mañana te contaré. ¡Diviértete!
– Puedo hablar.
– No, no puedes. Mañana está bien.
– Dime, colega, ¿qué pasa?
La línea se cortó.
Grace intentó llamar a su amigo, pero le salió directamente el contestador. Intentó llamar al número de su casa, por si estaba allí, pero a los ocho tonos también le salió el contestador. Se metió el teléfono en el bolsillo del pantalón y se arrodilló.
Cleo siguió jugando unos minutos más con Humphrey, sin hacerle apenas caso. Luego, al cabo de un rato, cansada del juego, soltó el calcetín. El perro se lo llevó hasta el gran cojín sobre el que dormía y siguió forcejeando con él, soltando gruñidos y ladridos, como si estuviera luchando contra una rata muerta.
– ¿Quieres comer algo? -preguntó Cleo-. Te he preparado tu plato favorito. Por si te dignabas a aparecer.
Había escogido exactamente las mismas palabras que Sandy. Ella solía enfadarse con sus horarios, y especialmente cuando le llamaban a media comida.
– ¡Oye! -protestó él-. ¿Qué quiere decir eso de «por si te dignabas a aparecer»?
– Eres el jefe -dijo Cleo-. Podrías llegar a casa a la hora si realmente quisieras, ¿o no?
– Ya sabes que no puedo. Venga, no discutamos por eso. Tengo a tres adolescentes asesinados y a un montón de gente esperando respuestas. Ya has visto a los chavales: quiero descubrir quién hizo eso, y rápido, antes de que vuelva a suceder. Y tengo a mil personas tras de mí, exigiendo respuestas antes de Navidad. Yo incluido. Tengo que poner toda la carne en el asador.
– A mí me llega gente al depósito cada día, y me entrego a fondo a ellos y a sus familiares. Pero consigo separarlo de mi vida. Tú eso no lo haces, Roy. Tu trabajo es tu vida.
Grace sentía que se estaba sumergiendo en un enorme y oscuro vacío.
– Cuando estás de guardia, a veces tienes que salir a cualquier hora del día, cualquier día de la semana. ¿O no?
– Eso es diferente -replicó ella, encogiéndose de hombros y lanzándole una mirada rara.
Grace sintió de pronto una punzada de pánico. Dio un largo sorbo a su copa, pero el alcohol ya había dejado de hacer efecto. Por primera vez desde que habían empezado a salir, Cleo le parecía una desconocida, y tenía miedo de perderla.
– Va a ser siempre así, ¿verdad, Roy?
– ¿Cómo?
– Voy a estar siempre esperándote. Estás enamorado de tu trabajo.
– Estoy enamorado de ti.
– Y yo también estoy enamorada de ti. Y no soy tan tonta como para pensar que pueda cambiarte. No querría cambiarte. Eres un buen hombre. Pero… -Se encogió de hombros-. Me siento muy orgullosa de llevar dentro un hijo tuyo…, nuestro. Pero me preocupa cómo vas a hacerle de padre.
– Mi padre fue policía -dijo Grace-. Y fue un padre estupendo. Yo siempre estuve muy orgulloso de él.
– Pero era sargento, ¿verdad?
– ¿Y eso qué se supone que significa?
– Mierda, necesito una copa. ¿Cuánto tenemos que esperar para abrir esa botella?
– ¿Otros diez minutos, quizá?
– Prepararé la cena. ¿Puedes sacar a Humphrey al patio? Necesita hacer pipí y caca.
Grace obedeció y sacó al perro al jardín de la azotea, donde le hizo caminar en círculo durante diez minutos, durante los cuales Humphrey no hizo nada, salvo mordisquearle la mano unas cuantas veces más. Luego, cuando le dejó entrar de nuevo, el perro bajó las escaleras al trote, se meó en el salón y luego se puso en cuclillas y, tan contento, dejó una enorme caca sobre la blanca moqueta.
Cuando acabó de limpiar el estropicio, el Roederer Cristal ya estaba perfectamente frío. Sobre la pequeña mesa de la cocina había dos cuencos con gambas, aguacate cortado a dados y rúcula. Él sacó dos copas flauta de una vitrina, abrió la botella tan delicadamente como si tuviera un bebé en las manos y sirvió el champán.
Brindaron.
Cleo, sentada a la mesa, estaba imponente. Tan guapa, tan vulnerable. Roy apenas podía creer que llevara dentro el hijo de ambos. Ella dio un sorbito tímido y cerró los ojos un momento. Cuando volvió a abrirlos, estaban llenos de chispa, como la bebida.
– ¡Guau! ¡Es impresionante!
Él la miró a los ojos.
– Mira, aún no conozco siquiera a tu padre, y sé que en tu mundo hay un protocolo que seguir, pero… Cleo, ¿quieres casarte conmigo?
Se produjo un largo y agónico silencio, durante el cual ella se limitó a mirarlo, con una expresión ilegible. Por fin dio otro sorbo y luego dijo:
– Roy, cariño, no quiero que suene… -vaciló- raro, ni nada por el estilo, ¿vale?
Él se encogió de hombros. No tenía ni idea de lo que se avecinaba. Ella dio vueltas a la copa que tenía en la mano.
– Precisamente estaba pensando que, si un día me lo proponías porque estoy embarazada, nunca te diría que sí -dijo, con la expresión de una niña perdida y desvalida-. Ése no es el tipo de vida que quiero… para ninguno de los dos.
Se produjo un silencio aún más largo. Entonces habló él.
– El que estés embarazada no tiene nada que ver con esto.
Es sólo un premio añadido, muy grande. Yo te quiero, Cleo. Eres la persona más bella, por dentro y por fuera, que he tenido la suerte de conocer en mi vida. Te quiero con todo mi cuerpo y mi alma. Te amaré hasta el final del mundo y mucho más. Y quiero pasar el resto de mi vida contigo.