Cleo sonrió, y luego asintió, pensativa.
– Eso no está mal -dijo. Luego le indicó con la mano que continuara-. ¿Más?
– Me encanta tu nariz. Tus ojos. Tu sentido del humor. Me encanta el modo que tienes de ver el mundo. Tu mente. Tu amabilidad con la gente.
– Así pues, ¿no tiene nada que ver con que sea un buen polvo? -dijo ella, fingiendo decepción.
– Bueno, eso también.
Cleo bebió un poco más y luego, apoyando los codos en la mesa y sosteniendo la copa con los dedos de ambas manos, le miró por encima.
– ¿Sabes? Tú tampoco eres un mal polvo.
– ¡Cochina!
Ella arrugó la nariz.
– ¡Cerdo calenturiento!
– ¡Te encanta!
– Pues no, en absoluto -respondió con gesto altanero-. Lo hago sólo por darte gusto.
Roy puso una sonrisita socarrona.
– No te creo.
Más tarde, Humphrey esperaba sentado en el suelo del dormitorio, ladrando y gimiendo mientras ellos hacían el amor. Al final se aburrió y se fue a dormir.
Acomodada entre los brazos de Roy, Cleo le besó en la nariz, luego en ambos ojos y luego en los labios.
– ¿Sabes? Eres un amante increíble. Eres increíblemente altruista.
– ¿Los hombres suelen ser egoístas?
Ella asintió. Luego hizo una mueca.
– Hablo por experiencia, claro, por los cientos de amantes que… ¡no he tenido!
– Me lo tomaré como un cumplido, ya que viene de una experta.
Ella le dio un empujón. Luego volvió a besarle.
– Hay algo más, señor superintendente: me haces sentir segura.
– Tú a mí me pones caliente.
Ella deslizó las manos por el cuerpo musculoso de él. Luego se detuvo.
– Dios santo. ¿Quieres más?
– ¿Ya lo hemos hecho?
– Hace cinco minutos.
– Debe de ser el alzhéimer, que ataca de forma precoz. Pensé que eso no era más que… ¡Ya sabes, los preliminares!
Ella esbozó una sonrisa.
– ¡Eres el tío más caliente que he conocido nunca!
– Tú me pones caliente -dijo él, y le dio un suave beso en los labios, luego en el cuello, en los hombros y después en cada centímetro de sus brazos, piernas, tobillos y dedos de los pies. Luego volvieron a hacer el amor.
Mucho más tarde, a la tenue luz de una vela casi consumida, Cleo, abrazada al cuerpo de Roy y empapada en sudor, dijo:
– Vale. Me rindo. Me casaré contigo.
– ¿De verdad?
– Sí. Lo deseo, más que nada en el mundo. Pero ¿no tenemos un problema?
– ¿Cuál?
– Tú ya tienes una esposa.
– Acabo de iniciar el proceso para declararla muerta, acogiéndome a la norma de los siete años. Mi hermana lleva tiempo intentando convencerme de que lo haga.
– «Cleo Grace» -murmuró ella-. Mmm…, suena bien.
Volvió a besarle y luego, tras abrazarlo con fuerza, se durmió.
60
Glenn Branson estaba sentado en silencio al volante del Hyundai negro, desconsolado, con la mirada puesta en su casa. Llevaba allí cinco horas. La pequeña casa adosada, de los años sesenta, estaba en una calle en pendiente de Saltdean, tras los acantilados, y allí siempre soplaba el viento. Con la que estaba cayendo en aquel momento, el coche se agitaba constantemente y la lluvia repiqueteaba contra la chapa.
Las lágrimas le surcaban el rostro. Era ajeno al frío gélido, al hambre y a la necesidad de orinar que tenía. Sólo podía mirar al otro lado de la calle, a la casita con una puerta de color amarillo intenso que era su casa. Tenía la mirada puesta en la fachada, que ahora era como un muro de Berlín entre él y su vida. Todo estaba borroso. Tenía los ojos borrosos por las lágrimas; las ventanillas del coche, por la lluvia; la mente, por el amor, la rabia y el dolor.
Había visto llegar a Ari poco antes de las diez, pero ella no le había visto a él. Luego esperó que su canguro, quienquiera que fuera aquel arrogante cabrón, saliera de la casa. Pero ya eran las dos y veinte de la mañana y aún no había salido. Más de dos horas antes se habían apagado las luces de abajo, y luego se habían encendido en su dormitorio. Al cabo de un rato, también allí se habían apagado. Aquello implicaba que Ari estaba durmiendo con su canguro. Follándoselo en la casa «de ambos».
¿Entrarían Sammy y Remi corriendo por la mañana en la habitación, como siempre, diciendo «¡Mami!», «¡Papi!» y se encontrarían a aquel extraño en la cama? ¿O ya habían dejado de correr? ¿Cuánto habría cambiado la vida en su casa durante aquellas semanas?
Sentía como si un cuchillo le atravesara el alma.
Miró el reloj del coche: 2.42. Miró el de pulsera, como si esperara que el del coche no funcionara bien. Pero su reloj de pulsera marcaba las 2.43.
Un cubo de plástico pasó rodando por la calzada. Luego vio unas luces azules en los retrovisores y, momentos más tarde, pasó un coche patrulla a toda velocidad, con las luces giratorias encendidas y la sirena apagada. Vio que giraba al llegar al punto más alto de la calle y luego desapareció. Puede que fuera a atender una incidencia doméstica, o un accidente, o un robo…, cualquier cosa. No quería arriesgarse a que le llamaran y tuviera que irse de allí, pero llamó igualmente. Estaba usando un coche de la Policía y aquello le obligaba a estar de guardia. Y a pesar de todo lo que estaba ocurriendo en su vida privada, se sentía agradecido al cuerpo de Policía por las posibilidades que le había ofrecido.
Desde el móvil, llamó a la sala de control del Centro Sur de Recursos.
– Aquí Glenn Branson. Soy el sargento de guardia de la División de Delitos Graves. Acabo de ver un coche pasando a toda mecha por Saltdean. ¿Algo para nosotros?
– No, van a atender una colisión de tráfico.
Aliviado, puso fin a la llamada. Unos momentos más tarde, la casa volvía a concentrar toda su atención. La rabia iba en aumento. Lo único que le importaba era lo que estaría sucediendo dentro de su casa.
Por fin no pudo aguantar más. Salió del coche, cruzó la calle, se dirigió a la puerta frontal sintiéndose furtivo, un extraño, como si no pudiera estar allí, recorriendo el camino hasta la puerta de su propia casa.
Metió la llave en la cerradura e intentó girarla. Pero no se movió. La sacó, atónito, preguntándose por un momento si estaría usando la llave de la casa de Roy Grace por error. Pero era la llave correcta. Volvió a intentarlo, pero tampoco giró esta vez.
Entonces cayó: ¡Ari había cambiado la cerradura!
«¡Mierda! ¡No, señora, muy mal hecho!»
Por la mente le pasaron escenas de disputas conyugales de un centenar de películas. Luego, en una explosión de rabia, llamó al timbre prolongadamente, al menos diez segundos de un ruido insoportable en el interior de la casa. Y, consumido por la rabia, se dio cuenta de que era la primera vez en su vida que llamaba a su propio timbre. A continuación se puso a aporrear la puerta.
Unos momentos después, vio luz en lo alto y levantó la mirada. Ari estaba asomada a la ventana del dormitorio, entre las cortinas. Miraba hacia abajo, con su bata rosa puesta y su cabello negro y alisado, impecable como siempre, como si acabara de salir de un salón de belleza. No se había despeinado nunca, ni siquiera una vez que habían salido a hacer rafting.
– ¿Glenn? ¿Qué demonios estás haciendo? ¡Despertarás a los niños!
– ¡Has cambiado la jodida cerradura!
– Perdí las llaves -gritó ella, a la defensiva.
– ¡Ábreme!
– No.
– ¡Joder, también es mi casa!
– Quedamos en que estaríamos separados un tiempo.
– Pero no quedamos en que pudieras traerte hombres a casa y follártelos.
– Hablaremos por la mañana, ¿vale?
– ¡No, me abres y hablamos ahora!
– No voy a abrir la puerta.