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– Pues romperé una ventana, si es lo que quieres.

– Hazlo y llamaré a la Policía.

– Yo soy la Policía, por si se te ha olvidado.

– Haz lo que te salga de los cojones -dijo ella-. ¡Siempre lo has hecho! -Y cerró la ventana de un golpe. Él se echó atrás para ver mejor; observó que corría las cortinas, y luego vio apagarse la luz.

Apretó los puños y luego los relajó, con la mente hecha un lío. Caminó unos metros por la calle hacia arriba. Luego hacia abajo. Pasó un coche, un pequeño utilitario con subwoofers en los que resonaba un rap. Volvió a levantar la mirada hacia su casa.

Por un momento sintió la tentación de romper una ventana y entrar… y partirle el cuello al puto canguro.

El problema era que sabía exactamente lo que haría si entraba.

A regañadientes se alejó, volvió a subirse al Hyundai y fue hasta la carretera de la costa. Se detuvo en la bifurcación y puso el intermitente a la derecha. Cuando estaba a punto de girar, de pronto observó un minúsculo destello muy lejos, en la turbia oscuridad. Un barco de algún tipo, en alta mar.

Y de pronto se le ocurrió algo que le hizo dejar de lado su rabia.

Se quedó pensando en aquello, desarrollando la idea mentalmente, mientras seguía conduciendo entre rachas de viento, por Rottingdean y Kemp Town, y luego por la costa de Brighton.

De vuelta en casa de Roy, se sirvió un trago largo de whisky, se sentó en un sillón y siguió pensando.

Aún estaba temblando de rabia por lo de Ari.

Pero seguía pensando en aquello.

Y cuando se despertó, tres horas más tarde, ahí seguía la idea.

En el colegio había sido un desastre en casi todas las asignaturas, porque su padre, que solía estar borracho o colocado y que solía pegar a su madre, no dejaba de decirle que no valía para nada, igual que a sus hermanos y hermanas. Y Glenn se lo había creído. Se había pasado la infancia de un centro de acogida a otro. La geometría era la única asignatura que le gustaba. Y había una cosa que recordaba, y en lo que llevaba pensando toda la noche.

La triangulación.

61

A las nueve de la mañana, Ian Tilling se sentó en el despacho de su oficina en Casa lona, en Bucarest, y analizó con interés el largo correo electrónico y las fotografías escaneadas que le había enviado su viejo colega Norman Potting. Tres series de huellas, tres retratos robot (de dos chicos y una chica), así como varias fotografías, la más interesante de las cuales era un primer plano de un burdo tatuaje con el nombre «Rares».

Resultaba agradable volver a participar en una investigación. Y con aquel material para empezar, iba a ser realmente como en los viejos tiempos.

Dio un sorbo a su té Twinings «English Breakfast»; su anciana madre le enviaba periódicamente sobrecitos de té desde Brighton, así como pasta Marmite y mermelada de naranja Wilkin & Sons «Tiptree Medium Cut». Prácticamente eran las únicas cosas de Inglaterra que no podía encontrar fácilmente.

Sentadas en sillas de madera frente a su escritorio estaban dos de sus asistentes sociales. Dorina era una chica alta de veintitrés años con el pelo negro y corto que había llegado a Rumania desde la República de Moldavia con su marido. Andreea, que se iba a casar en un mes, era una chica atractiva. Tenía una larga melena negra y llevaba vaqueros y una sudadera marrón con cuello de pico sobre una camisa de rayas.

Andreea le informó en primer lugar, diciéndole que Rares era un nombre bastante elegante, poco común para un chico de la calle. Opinaba que el tatuaje se lo habría hecho la propia chica, lo que indicaría que era una roma -o igani-, una gitana. Añadió que era muy poco probable que una chica roma fuera con un chico que no lo era.

– Podríamos poner un anuncio en el tablón principal -sugirió Dorina -, con las fotos, y ver si alguno de nuestros clientes sin techo tiene alguna información sobre quién puede ser esta gente.

– Buena idea -dijo Tilling-. Me gustaría que contactaras con todos los otros centros de acogida de indigentes. Andreea, ¿puedes hacer llegar esto a los tres centros Fara, por favor?

Los centros Fara eran dos orfanatos en la ciudad y una granja en el campo, instituciones de beneficencia fundadas por una pareja inglesa, Michael y Janet Nicholson, que acogían a niños de la calle.

– Lo haré esta misma mañana.

Tilling le dio las gracias y luego miró el reloj.

– Tengo una reunión en la comisaría de Policía a las nueve y media. ¿Podéis contactar vosotras con los centros de reubicación de los seis sectores?

– Ya he empezado con eso -dijo Dorina-. Pero no me responden bien. Acabo de hablar con uno, pero se niegan a ayudarme. Dicen que no pueden compartir información confidencial, y que es la Policía la que debería hacer investigaciones, y no el director de un centro benéfico.

Tilling dio un puñetazo en la mesa.

– ¡Mierda! ¡Pues ya sabemos qué ayuda podemos esperar de la Policía!

Dorina asintió. Lo sabía. Todos lo sabían.

– Tú sigue intentándolo -dijo Tilling-. ¿Vale?

Ella asintió.

Tilling envió un mensaje a Norman Potting para ponerlo al día y luego salió del despacho y emprendió el corto paseo hasta la comisaría de policía n.° 15, en busca del único agente de Policía que conocía que podría ayudarle. Pero no confiaba mucho.

62

Glenn Branson, despierto y animado a pesar de la mala noche, estaba de pie frente a la sala de reuniones, con una taza de café en una mano y un bocadillo All-Day Breakfast de huevo, beicon y salchicha en la otra. Por la puerta iban pasando miembros del equipo para asistir a la reunión informativa del miércoles por la mañana.

Bella Moy pasó a su lado, con una sonrisa maliciosa.

– Desayunando sano, ¿eh?

Glenn masculló una respuesta con la boca llena de bocadillo. Entonces sonó el teléfono de ella, miró la pantalla y se apartó para responder.

Momentos más tarde apareció el hombre a quien esperaba Glenn, Ray Packard, de la Unidad de Delitos Tecnológicos.

– ¡Ray! ¿Cómo te va?

– Cansado. Mi mujer tuvo una mala noche.

– Lo siento.

– Jen es diabética -dijo Packard, asintiendo-. Fuimos a cenar a un chino y esta mañana tenía el azúcar por las nubes.

– La diabetes es jodida.

– Es el problema con los restaurantes chinos: no sabes lo que meten en la comida. ¿Y tú? ¿Todo bien?

– Mi mujer también tiene una enfermedad.

– Vaya por Dios. Lo siento.

– Sí, ha desarrollado una alergia a mí.

Los ojos de Packard brillaron tras los gruesos cristales de sus gafas. Levantó un dedo.

– ¡Ah, conozco al tipo justo! Te daré su número. ¡El mejor alergólogo del país!

Glenn sonrió.

– Si me dijeras que es el mejor abogado de divorcios, quizá me interesara. Mira, antes de que entremos en la reunión, necesito hacerte una breve consulta técnica.

– Dispara. Divorcio. Vaya, lo siento.

– Bueno, si conocieras a mi esposa no lo sentirías tanto. Lo que necesito es que me ilustres sobre móviles. ¿Vale?

Pasó más gente a su lado. Guy Batchelor saludó a Glenn con un alegre «¡Buenos días!». El sargento le saludó agitando el bocadillo.

– Tú eres un gran amante del cine, Glenn, ¿verdad? -preguntó Packard-. ¿Has visto Última llamada?

– Colin Farrell y Kiefer Sutherland. Sí. ¿Qué le pasa?

– Vaya mierda de final, ¿no crees?

– No estaba mal.

Ray Packard asintió. Además de ser uno de los expertos en delitos informáticos más respetados del cuerpo, era el único cinéfilo que Glenn conocía, aparte de sí mismo.

– Necesito ayuda sobre repetidores de telefonía móvil, Ray. ¿Es tu campo?