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– ¿Repetidores? ¿Estaciones de repetición? ¡Soy tu hombre! En realidad sé bastante del tema. ¿Qué es lo que buscas exactamente?

– Un tipo que desapareció. En un barco. Siempre llevaba el móvil consigo. La última vez que le vieron fue la noche del viernes, saliendo del puerto de Shoreham. Imagino que podría establecer la dirección en que iba a partir de las señales de su móvil. Con algún tipo de triangulación. Sé que se puede hacer en tierra. ¿Y en el mar?

Pasó más gente a su lado.

– Bueno, dependería de a qué distancia y en qué tipo de barco.

– ¿Qué tipo de barco?

Packard se puso a explicar y todo su cuerpo se animó. Daba la impresión de que no hubiera nada que le gustara más en el mundo que encontrar un receptor para la amplia provisión de conocimientos que acumulaba en la cabeza.

– Sí. A diez millas o más, en el mar, puede durar la cobertura, pero depende de la estructura del barco, y de dónde esté situado el teléfono. Por ejemplo, dentro de un tubo de acero, la cobertura se reduciría drásticamente. ¿Ese teléfono estaba en la cubierta, o por lo menos en un camarote con ventanas? Otro factor importante sería la altura de los mástiles.

Glenn se esforzó en recordar las horas pasadas en el Scoob-Eee. Había un pequeño camarote en la parte delantera, a la que se accedía por unos escalones y donde había un baño, una cocina y unos asientos. Cuando él había bajado, le había dado la impresión de que estaba en su mayor parte por debajo del nivel del agua. Pero si Jim Towers llevaba el timón, habría estado en cubierta, en el puente, parcialmente cubierto. Y si se dirigía hacia el mar, estaría en línea de mira desde la orilla. Se lo explicó a Packard.

– ¡Estupendo! ¿Sabes si efectuó alguna llamada?

– No llamó a su mujer. No sé si hizo alguna llamada más.

– Tendrías que conseguir acceder al registro de la operadora. En un caso importante eso no tendría que ser muy difícil. Supongo que tiene relación con la Operación Neptuno, ¿no?

– Es una de mis líneas de investigación.

– Funciona así: cuando está en espera, un teléfono móvil contacta con su red cada veinte minutos aproximadamente, como si «fichara», diciendo: «¡Aquí estoy, colegas!». Si alguna vez has dejado el teléfono cerca de la radio del coche, habrás oído unos pitiditos de interferencia: bibibip-bibibip-bibibip, ¿verdad?

Branson asintió.

– ¡Pues eso es que el teléfono está emitiendo! -exclamó Packard, encantado, como si aquel sonidito fuera un truco que hubiera enseñado él a todos los teléfonos móviles-. A partir de los registros de la operadora, podrías saber dónde se tomó la última lectura, con un margen de error de unos centenares de metros.

Miró a su alrededor, consciente de que casi todos habían entrado ya en la sala de reuniones.

– Probablemente estaría en contacto con dos o tres estaciones base y emitiría en un sector determinado, ocupando más o menos un tercio del campo de cada una.

Volvió a mirar a su alrededor.

– En resumidas cuentas, hay una cosa que se llama «avance temporal». Sin entrar en tecnicismos, la señal viaja desde la estación base y vuelve, a la velocidad de la luz (trescientos mil kilómetros por segundo). Ese «avance temporal», dependiendo de la red de la que hablemos, te permite calcular la distancia desde cada estación base al teléfono. ¿Me sigues?

Glenn asintió.

– Así puedes obtener una demora aproximada, pero, sobre todo, la distancia a cada estación, y con ambas cosas deberías poder triangular una posición con un margen de error de unos cientos de metros. Pero tienes que recordar que eso te dará únicamente el lugar donde tuvo lugar la última sincronización. El barco podría haber seguido avanzando veinte minutos más.

– ¿Así por lo menos conseguiría su última posición conocida y su trayectoria aproximada?

– ¡Exacto!

– ¡Eres un genio, Ray! -dijo Glenn, tomando notas en su cuaderno-. ¡Un puto genio!

63

A las ocho y media de la mañana, dos personas, que de cara al mundo exterior parecían madre e hijo, hacían cola frente a una de las doce cabinas de inmigración para portadores de pasaporte de la UE en el aeropuerto de Gatwick. La mujer era una rubia de unos cuarenta años y expresión confiada, con la melena a la altura de los hombros y un estilo moderno y con clase. Llevaba un abrigo de ante negro con ribetes de piel y botas a juego, y tiraba de una maleta Gucci con ruedas, de fin de semana. El chico era un adolescente de aspecto perplejo. Era delgado, con el pelo negro, corto y ondulado y con un aire gitano. Vestía una chaqueta vaquera que le venía grande, vaqueros azules recién estrenados y unas zapatillas también nuevas, con los cordones desabrochados. No llevaba nada, más que un pequeño juego electrónico que le habían dado para que se entretuviera, mientras esperaba reunirse, aquella misma mañana, con la única persona a la que había querido nunca.

La mujer hizo una serie de llamadas telefónicas en un idioma que el chico no hablaba -alemán, supuso- mientras él jugaba con su maquinita, pero ya estaba aburrido. Aburrido del viaje. Esperaba con todas sus fuerzas que aquello acabara pronto.

Por fin estuvieron los primeros de la fila. Delante de ellos, un hombre de negocios entregó su pasaporte a una agente de inmigración de aspecto indio que lo pasó por el escáner con expresión aburrida, como si estuviera a punto de acabar un largo turno, y se lo devolvió.

Marlene Hartmann dio un paso adelante, apretó la mano al chico. Ocultaba la transpiración de sus propias manos con unos guantes de piel. Entregó los dos pasaportes.

La agente escaneó primero el de Marlene y miró la pantalla, que no decía nada, y luego el del chico. «Rares Hartmann.» Nada. Les devolvió los pasaportes.

Fuera, en el vestíbulo de llegadas, entre la plétora de conductores que sostenían carteles con nombres impresos o escritos a mano y de familiares ansiosos que escrutaban con la mirada a todo el que salía por la puerta, Marlene localizó a Vlad Cosmescu.

Se saludaron con un formal apretón de manos. Luego ella se dirigió al chico, que no había salido de Bucarest en su vida y que estaba aún más impresionado que antes.

– Rares, éste es el tío Vlad. Él se ocupará de ti.

Cosmescu saludó al chico con un apretón de manos y, en su rumano nativo, le dijo que estaba muy contento de darle la bienvenida a Inglaterra. El chico respondió con un murmullo que él también estaba contento de estar allí y que esperaba ver muy pronto a su novia, Illunca. ¿Sería aquella misma mañana?

Cosmescu le aseguró que Hinca le estaba esperando y que tenía muchas ganas de verle. Iban a dejar a Frau Hartmann y luego irían a ver a Illunca.

Los ojos del chico se iluminaron y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.

Cinco minutos más tarde, el Mercedes marrón, con el desastrado Grigore al volante, abandonaba el aeropuerto de Gatwick y tomaba la vía de acceso a la M23. Al cabo de un rato, se dirigían hacia el sur, en dirección a Brighton y Hove. Marlene Hartmann iba sentada en el asiento delantero. Rares estaba detrás, en silencio. Era el inicio de su nueva vida y estaba emocionado. Pero, sobre todo, estaba impaciente por volver a ver a Illunca. Sólo hacía unas semanas que se habían separado, entre una profusión de besos, promesas y lágrimas. Y hacía menos de dos meses que aquel ángel, Marlene, había aparecido en sus vidas para rescatarlos.

Era como un sueño.

Su nombre real era Rares Petre Florescu. Tenía quince años. Un tiempo atrás -no recordaba exactamente cuándo, pero había sido poco después de su séptimo cumpleaños- su madre había abandonado a su padre, que bebía y le pegaba constantemente, y se lo había llevado consigo. Entonces había conocido a otro hombre. Ese hombre no quería una familia, tal como le había explicado ella, muy triste, así que iba a dejar a Rares en un hogar donde tendría muchos amigos y donde estaría con gente que le querría y le cuidaría.