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Dos semanas más tarde, una anciana con el rostro más plano y duro que una plancha de hierro le había conducido en silencio por unas escaleras y habían subido cuatro pisos hasta un dormitorio infestado de pulgas. Su madre estaba equivocada. Allí nadie le quiso ni le cuidó, y al principio sus compañeros le intimidaron. Pero con el tiempo hizo amigos entre los niños de su edad, aunque nunca entre los mayores, que le pegaban regularmente.

La vida era un infierno. Cada mañana, a primera hora, les hacían entonar canciones patrióticas, y si no estaban bien rectos, les pegaban. Cuando tuvo diez años empezó a mojar la cama, y por aquello también le pegaron regularmente. Poco a poco aprendió a robarles a los mayores, que aparentemente recibían más comida. Un día le pillaron con dos tabletas de chocolate que había cogido. Para huir del castigo, se escapó. Y se mantuvo alejado. Se unió a un grupo que solía reunirse por las noches en la estación principal de Bucarest, la Gara de Nord, para pedir limosna y drogarse. Dormían donde podían, a veces en portales, otras en minúsculas barracas de una sola habitación construidas sobre las tuberías de calefacción a la vista, y a veces en huecos bajo las carreteras.

El encuentro con Illunca, bella y perdida, en un agujero bajo la carretera, había sido lo que le había llenado de vida por primera vez. Ella le había dado un motivo para seguir viviendo.

Arrastraron las ropas en las que dormían túnel adentro, bajo la tubería caliente, lejos de sus amigos, hicieron el amor y soñaron. Soñaron con una vida mejor.

Con un lugar donde pudieran tener una casa propia.

Y entonces, un día, en la calle, cuando volvían de robar botellitas de Aurolac, Rares encontró al ángel que él siempre había creído -aunque sin mucha confianza- que vendría a visitarle un día.

Se llamaba Marlene.

Y ahora él estaba en el asiento trasero de su Mercedes, y en poco tiempo se encontraría con su querida Illunca.

Estaba extasiado.

El coche se detuvo en una calle residencial. Todo estaba muy limpio. Era como uno de los barrios ricos de Bucarest a los que a veces iba a pedir limosna.

Marlene se giró y le dijo:

– Ahora Vlad y Grigore cuidarán de ti.

– ¿Me llevarán a ver a Illunca?

– Exactamente -respondió-. Entonces salió del coche y se dirigió a la parte trasera.

Por el parabrisas trasero, Rares vio que el maletero se abría. Unos momentos más tarde, Marlene lo cerró de un golpe y atravesó un jardín hasta la puerta de una casa, con un maletín en la mano. Él se la quedó mirando, esperando que se girara y le saludara con la mano. Pero ella mantuvo la mirada al frente.

El Mercedes arrancó de golpe, lo que le hizo caer contra el respaldo.

64

Roy Grace estaba sentado en su despacho, leyendo las notas de la reunión. A pesar del día gris y húmedo que hacía, él estaba de un humor brillante. De hecho, se sentía más feliz y optimista de lo que podía recordar. Estaba absolutamente pletórico. Su reunión de las siete de la mañana con la subdirectora Vosper, más agria incluso que de costumbre, no había alterado lo más mínimo su estado de ánimo.

Aquella tarde tenía una reunión con un abogado para establecer el procedimiento necesario para declarar a Sandy legalmente muerta. Por fin sentía que dejaba el pasado atrás, que podría pasar página y seguir adelante. Iba a casarse con Cleo. Iban a tener un bebé. Iban a tener un bebé.

Aquella mañana todo lo demás, de pronto, parecía irrelevante, y aquélla era una sensación tentadora en la que sabía que no debía regodearse. Tenía un trabajo inmenso por delante. Su misión era servir a la gente, atrapar delincuentes, hacer de la ciudad de Brighton y Hove un lugar más seguro. Veía cualquier delito grave cometido en la ciudad como un fracaso de todo el cuerpo de Policía, y, por tanto, también suyo, en parte. No podía evitarlo, él era así.

Tres adolescentes muertos yacían en frigoríficos del depósito porque la Policía no había conseguido protegerlos. Ahora, por lo menos, aquel daño podía enmendarse en parte capturando al responsable y, si todo iba bien, privándolo de su libertad -y de la posibilidad de volver a hacer algo así- para siempre.

Enfrente tenía una lista de médicos del Reino Unido que habían sido inhabilitados. Mientras repasaba la larga lista, buscando a alguien que pudiera ser capaz de trasplantar órganos, quedó impresionado con la variedad de delitos cometidos por los facultativos.

Siempre le había provocado repulsa la idea de que un médico se vendiera, casi tanto como la de que se vendiera un poli -algo con lo que, afortunadamente, se había encontrado muy poco-. Detestaba a cualquiera que ejerciera un servicio público, que tuviera un cargo de confianza, y que se dejara llevar por la corrupción o la incompetencia. El primer nombre de la lista era un médico de un centro de desintoxicación al que habían inhabilitado por una negligencia que había llevado a la muerte a un adicto a la heroína. A Grace no le pareció un buen candidato.

A continuación había una pareja de médicos, marido y mujer, que dirigían un geriátrico privado. Siguió leyendo. Habían sido inhabilitados por el lamentable estado del lugar y por dejar a los ancianos en un estado de abandono. Tampoco parecía que pudieran ser ellos.

Un médico interno que había suspendido su examen de residencia había sido inhabilitado después de mentir para conseguir un trabajo como especialista. Grace siguió leyendo con interés. Aquél era justo el tipo de individuo -aunque en realidad no fuera un cirujano de trasplantes- que podría dejarse llevar por la tentación de participar en operaciones ilegales en una clínica privada. Escribió su nombre en el cuaderno de notas: «Noah Olujimi».

Luego tuvo una idea repentina, y se preguntó por qué no se le habría ocurrido antes. ¿Qué procedimientos se seguían en los hospitales británicos y en el Centro Nacional de Trasplantes, donde se coordinaban los trasplantes, para evitar que un órgano adquirido ilegalmente entrara en el sistema? Muchos, y muy rigurosos, estaba seguro, pero tomó nota para investigarlo.

Siguió leyendo la lista.

Un médico de familia inhabilitado por descargar pornografía infantil. No.

El siguiente le llamó la atención. Era un médico de familia inhabilitado por dispensar la eutanasia a un paciente víctima de un cáncer. A Grace la idea de la eutanasia no le disgustaba. Recordaba una visita de niño a su adorado abuelo, agonizante: un hombre como un castillo, postrado en la cama, gimiendo de dolor, pidiendo que alguien le ayudara, que hicieran algo, y luego sollozando, mientras su madre, que estaba sentada junto a la cama, le cogía la mano y rezaba. No olvidaba aquella visita, la última vez que lo había visto. Ni lo inútil de los rezos de su madre.

«Eutanasia», pensó de nuevo. Había médicos que rompían las reglas porque no estaban de acuerdo con el sistema. Sin duda habría cirujanos de trasplantes que tampoco estaban de acuerdo. Pero la lista de cirujanos que Sarah Shenston, la investigadora, le había proporcionado, era mucho más larga de lo que esperaba.

El ordenador emitió un pitido, como cada varios minutos; aquello indicaba la llegada de nuevo correo. Levantó la vista hacia la pantalla. Alguna gilipollez de Salud y Seguridad que enviaban a toda la Policía. En los últimos años había empezado a odiar al Departamento de Salud y Seguridad más que a todos los valores de la corrección política. La última tontería que había llegado era un aviso que decía que en caso de que un policía trepara más de un metro se consideraría que efectuaba un «trabajo en altura» y que sólo se le permitiría subir más si estaba cualificado para este tipo de trabajos.

«Fantástico», pensó. Si un agente salía en persecución de un delincuente, ¿iba a tener que gritarle: «¡Eh! ¡No subas más de un metro, o tendré que dejarte marchar!»?