Lynn miró a su hija en busca de confirmación.
Caitlin asintió.
– ¿Se hace una idea de lo que es para una adolescente pasar un año en un hospital?
Marlene miró a Caitlin con una sonrisa comprensiva.
– Puedo imaginármelo.
– No, no creo que pueda imaginarse lo que es en un hospital inglés -rebatió Lynn-; realmente no lo creo. Estaba en el Royal South London, uno de nuestros mejores hospitales. En un momento dado, debido a la falta de espacio, a ella, una adolescente, la pusieron en un pabellón mixto. Sin televisión. Rodeada de ancianos trastornados. Tuvo que soportar a hombres y mujeres confusos que se le metían en la cama, día y noche. Estaba en un estado terrible. Yo solía subir y quedarme con ella hasta que me echaban. Luego dormía en la sala de espera o en el pasillo. -Miró a Caitlin para que lo corroborara-. ¿Verdad, cariño?
– Aquel pabellón no fue lo mejor, desde luego -confirmó Caitlin con una sonrisa burlona.
– Cuando salió, lo probamos todo. Fuimos a curanderos, sacerdotes, probamos la plata coloidal, una transfusión de sangre, la acupuntura, todo. Nada funcionó. Mi pobre tesoro estaba hecha una viejecita, arrastrando los pies, cayéndose… ¿Verdad, cariño? Si no hubiera sido por nuestro médico de familia, no sé qué habría pasado. Ha sido un santo. El doctor Ross Hunter. Él nos encontró un nuevo especialista que le prescribió otros medicamentos, y le devolvió la vida… por un tiempo. Volvió al colegio, podía nadar, jugar al baloncesto, e incluso volvió a estudiar música, que siempre ha sido su gran pasión. Empezó a tocar el saxofón.
Lynn bebió algo más de café y luego observó, irritada, que Caitlin ya no prestaba atención y que estaba escribiendo mensajes en el teléfono.
– Entonces, hace unos seis meses, todo se estropeó. Le faltaba aire al tocar el saxo. ¿No es así, mi vida?
Caitlin levantó la cabeza, asintió y volvió a sus mensajes.
– Ahora el especialista nos ha dicho que necesita un trasplante con urgencia. Encontraron un donante apropiado y la llevé al Royal para la operación hace unos días. Pero en el último minuto dijeron que había problemas con el donante, aunque nunca nos explicaron exactamente qué tipo de problemas eran. Bueno, a mí no me convencieron. Entonces nos dijeron (o por lo menos dejaron entrever) que no la consideraban un paciente prioritario. Eso significa que podría estar en ese grupo del 20 por ciento de los que esperan un trasplante de hígado y…
Se quedó mirando a Caitlin, vacilante. Pero Caitlin completó la frase en su lugar.
– Mi madre quiere decir los que se mueren antes de conseguir uno.
Marlene Hartmann le cogió la mano a Caitlin y le miró profundamente a los ojos.
– Caitlin, mein Liebling, confía en mí. Hoy en día, nadie debe morir porque no pueda conseguir el órgano que necesita. Mírame. ¿De acuerdo? -Se dio unas palmaditas en el pecho e hizo un mohín-. ¿Me ves a mí?
Caitlin asintió.
– Yo tenía una hija, Antje, de trece años, dos menos que tú, y que necesitaba un trasplante de hígado con urgencia. No pudieron encontrarle uno. Antje murió. El día en que la enterré hice la promesa de que nadie volvería a morir esperando un trasplante de hígado. Ni un trasplante de corazón. Ni un trasplante de riñón. Fue entonces cuando monté mi agencia.
Caitlin apretó los labios, tal como hacía siempre para demostrar su acuerdo, y asintió.
– ¿Puede garantizar que habrá un hígado para Caitlin? -preguntó Lynn.
– Natürlich! De eso me ocupo. Garantizo siempre un órgano apto y la ejecución del trasplante en menos de una semana. En diez años no he fallado ni una vez. Si quieren referencias de mis clientes, hay algunos que estarían dispuestos a contactar con ustedes y contarles sus experiencias.
– Una semana… ¿Aunque sea del grupo sanguíneo AB negativo?
– El grupo sanguíneo no es importante, señora Beckett. Cada día mueren en las carreteras de todo el mundo trescientas cincuenta mil personas. Siempre hay un donante apto en algún sitio.
De pronto, Lynn se sintió enormemente aliviada. Aquella mujer resultaba creíble. Sus años de experiencia en el mundo de la recaudación de deudas le habían enseñado mucho sobre la naturaleza humana. En particular, a distinguir a la gente auténtica de los impostores.
– ¿Y cómo harán para encontrar un hígado apto para mi hija?
– Yo tengo una red mundial, señora Beckett. -Hizo una pausa para dar un sorbo a la infusión-. No será un problema encontrar a alguna víctima de un accidente, en algún lugar de este planeta, que tenga un grupo sanguíneo que coincida.
Entonces Lynn formuló la pregunta que tanto temía:
– ¿Y cuánto cobran?
– El coste del paquete completo, que incluye los honorarios de un cirujano de trasplantes experto y un cirujano asistente, dos anestesistas, enfermeras, seis meses de cuidados postoperatorios ilimitados y todos los medicamentos, es de…
– se encogió de hombros, como si fuera consciente del impacto que aquello iba a tener-: trescientos mil euros.
– ¿Trescientos mil euros? -repitió Lynn, casi sin aliento.
Marlene Hartmann asintió.
– Eso son… -Lynn hizo unas cuentas rápidas de cabeza-¡Eso son doscientas cincuenta mil libras!
Caitlin le echó a su madre una mirada de «olvídalo».
Marlene Hartmann asintió.
– Sí, es más o menos eso.
Lynn levantó las manos, desesperada.
– Eso… Eso es una suma enorme. Imposible… Quiero decir, que yo no tengo ese dinero.
La alemana dio un sorbo a su menta y no dijo nada.
Los ojos de Lynn se cruzaron con los de su hija, y vio que toda la esperanza de antes había desaparecido.
– Yo… No tengo ni idea. ¿Hay algún…, algún plan de financiación que ofrezcan?
La vendedora abrió el maletín y sacó un sobre marrón que entregó a Lynn.
– Éste es mi contrato estándar. Necesito la mitad por adelantado y el resto inmediatamente después de que se realice el trasplante. No es una gran cantidad, señora Beckett. Nunca me he encontrado con nadie que no pudiera conseguir esta cantidad.
Lynn sacudió la cabeza, consternada.
– ¡Tanto! ¿Por qué es tanto?
– Puedo explicarle los costes uno por uno. Tiene que entender que un hígado empieza a deteriorarse si pasa más de media hora fuera de un cuerpo. Así que hay que traer al donante en avión en una ambulancia aérea conectado a una máquina. Tal como sabrá, en este país eso es ilegal. Todo el equipo médico corre un gran riesgo, y por supuesto tenemos que contar con personal de primera. Hay una clínica privada aquí, en Sussex, pero es extremadamente cara. Personalmente, yo saco muy poco de esto, después de cubrir gastos. Podría ahorrarse un dinero si volara con su hija a un país donde las restricciones legales no sean tan problemáticas. Hay una clínica en Bombay, en la India, y también una en Bogotá, en Colombia. Eso quizá supondría cincuenta mil euros menos.
– Pero ¿tendríamos que quedarnos mucho tiempo?
– Unas semanas, sí. Quizá más, si surgen complicaciones, como una infección. O un rechazo, claro. También tiene que pensar en el dinero que costaría la medicación antirrechazo que, pasados los seis meses con nosotros, su hija tendría que tomar de por vida.
Lynn sacudió la cabeza, totalmente desesperada.
– Yo… Yo no quiero que tengamos que ir a un lugar que no conocemos. Y tengo que trabajar. Pero, en cualquier caso, es imposible. No tengo tanto dinero.
– Lo que tiene que pensar, señora Beckett… ¿Puedo llamarla Lynn?