De entre todos los delincuentes, los que Grace más odiaba eran los pedófilos y los violadores. Esos tipos destruían la vida de sus víctimas para siempre. Nadie se recuperaba por completo del ataque de un pedófilo o de un violador. Las víctimas podían intentar recomponer sus vidas, pero nunca olvidarían lo que les había pasado.
Él había ingresado en el cuerpo no sólo porque su padre hubiera sido policía, sino porque realmente quería trabajar en algo que cambiara el mundo -aunque sólo fuera mínimamente-. Animado por los avances tecnológicos de los últimos tiempos, había ido creándose un objetivo primordiaclass="underline" que los responsables del sufrimiento de las víctimas de los casos que llenaban todas aquellas cajas respondieran un día ante la justicia. Todos y cada uno de aquellos cabrones. Y en lo más alto de su lista estaba el repulsivo Hombre del Zapato. Un día.
Un día, el Hombre del Zapato desearía no haber nacido.
8
Lynn salió de la consulta del médico a toda prisa. Subió la cuesta hasta su pequeño Peugeot naranja destartalado, al que le faltaba un tapacubos, y se metió en el coche. Generalmente lo dejaba abierto con la esperanza -aún incumplida- de que alguien lo robara y pudiera cobrar el seguro.
El año anterior, el mecánico le había dicho que no podría pasar la siguiente inspección de seguridad y emisiones si no le hacían una revisión a fondo, y que aquello costaría más de lo que valía el coche. Dentro de una semana le tocaba pasar la inspección, y ya estaba temblando.
Mal habría podido reparar el coche personalmente: él lo reparaba todo. Dios, cómo echaba de menos aquello. Y tener a alguien con quien hablar en momentos como aquél. Alguien que le diera apoyo en la conversación que estaba a punto de tener -y que tanto temía- con su hija.
Sacó el teléfono móvil del bolso y llamó a su mejor amiga, Sue Shackleton, mientras apretaba los ojos para impedir que le cayeran las lágrimas. Sue estaba divorciada, como ella, y tenía cuatro hijos a su cargo. Y además, parecía derrochar siempre una alegría incontenible.
Mientras hablaba, Lynn vio a un guardia de tráfico caminando con aire arrogante por la calzada, pero no tenía nada que temer, ya que el ticket pegado a la ventanilla le permitía seguir estacionada una hora más. Sue era la de siempre, simpática pero realista.
– A veces ocurren estas cosas, cariño. Conozco a un tipo al que le trasplantaron un riñón, será hace unos siete años, y está muy bien.
Lynn asintió al oír hablar del amigo de Sue, al que conocía.
– Sí, pero esto es un poco diferente. Con la diálisis puedes sobrevivir durante años si no llega el trasplante de riñón, pero no es lo mismo cuando te falla el hígado. No hay otra opción. Tengo miedo por ella, Sue. Es una operación importante. Podían fallar muchas cosas. Y el doctor Hunter ha dicho que no puede garantizar el éxito. Quiero decir… ¡Joder, que sólo tiene quince años, por Dios!
– Entonces, ¿cuál es la alternativa?
– Ése es el problema. No la hay.
– Entonces la decisión es fácil. ¿Quieres que viva o que muera?
– Por supuesto que quiero que viva.
– Entonces acepta lo que tenga que venir y muéstrate fuerte y confiada ante ella. Lo último que necesita es verte flojear.
Cuando pusieron fin a la conversación, cinco minutos más tarde, aquellas palabras aún resonaban en sus oídos. Le prometió a Sue que se verían más tarde para tomar un café, si conseguía dejar a Caitlin.
«Muéstrate fuerte y confiada ante ella.»
Qué fácil de decir.
Llamó a Mal al móvil; no tenía muy claro dónde estaba en aquel momento.
Su barco se trasladaba de vez en cuando, y últimamente había estado zarpando desde Gales para trabajar en el canal de Bristol. Tenían una relación amistosa, aunque algo forzada y formal.
Él respondió al tercer tono; la conexión era muy mala.
– Hola -dijo ella-. ¿Dónde estás?
– Frente a Shoreham. Estamos a diez millas de la bocana del puerto; nos dirigimos a la zona de dragado. Dentro de unos minutos estaré fuera de cobertura. ¿Qué hay?
– Tengo que hablar contigo. Caitlin ha empeorado: está muy enferma. Desesperadamente enferma.
– Mierda -dijo él, con una voz que se oía cada vez menos, al aumentar las interferencias-. Cuéntame.
Ella le contó en pocas palabras lo esencial del diagnóstico, sabiendo por experiencias pasadas que en cualquier momento podría cortarse la línea. Casi podía imaginarse su respuesta: el barco volvería a Shoreham al cabo de unas siete horas, ya la llamaría él.
A continuación llamó a su madre, que estaba tomando café con unas amigas en el club de bridge. Su madre era una mujer fuerte, y parecía haberse hecho más dura en los cuatro años que habían pasado desde la muerte del padre de Lynn. Hasta le había confesado que, en realidad, los últimos años no se gustaban mucho el uno al otro. Era una mujer práctica y daba la impresión de que nada le inquietaba.
– Tienes que buscar una segunda opinión -dijo enseguida-. Dile al doctor Hunter que quieres una segunda opinión.
– No creo que haya muchas dudas -replicó Lynn-. No se trata sólo del doctor Hunter, sino también del especialista. Lo que pasa es lo que nos temíamos desde hace tanto tiempo.
– No puedes dejar de pedir una segunda opinión. Los médicos se equivocan. No son infalibles.
Algo escéptica, Lynn le prometió a su madre que pediría una segunda opinión. Luego colgó y, durante el trayecto de vuelta a casa, le fue dando vueltas mentalmente. ¿Cuántas segundas opiniones iba a pedir? Durante los años pasados lo había probado todo. Había rebuscado por Internet, para conocer las posibilidades de todos los hospitales importantes de Estados Unidos. Los de Alemania. Los de Suiza. Había probado todas las alternativas que había podido encontrar. Sanadores de todo tipo: con la fe, con vibraciones, a distancia, con imposición de manos. Curas. Pastillas de plata coloidal. Homeópatas. Herboristas. Acupuntores.
Por supuesto, su madre tenía motivo para pensar así. Podía ser que el diagnóstico estuviera equivocado, que otro especialista supiera algo que el doctor Granger no sabía y que pudiera recomendar algo menos drástico. Quizás hubiera alguna medicación nueva para tratar aquello. Pero ¿cuánto tiempo podía seguir buscando mientras su hija seguía yendo cuesta abajo? ¿Cuánto tiempo antes de aceptar que quizás en este caso la medicina convencional fuera la única opción?
Mientras giraba a la derecha en la rotonda a la salida de London Road para tomar Carden Avenue, el coche se inclinó, e hizo un horrible ruido, como si algo rascara. Cambió de marcha y oyó bajo sus pies el familiar traqueteo del tubo de escape, que tenía una brida rota. Caitlin solía decir que era la llamada de la muerte, porque el coche estaba agonizando.
Su hija tenía un macabro sentido del humor.
Prosiguió cuesta arriba hacia Patcham, con los ojos húmedos, cada vez más superada por la situación. «Mierda.» Sacudió la cabeza, apabullada. No había nada, nada, «nada» que pudiera prepararla para aquello. ¿Cómo se le dice a una hija que van a tener que ponerle un hígado nuevo? ¿Y probablemente uno del cuerpo de un muerto?
Emprendió la cuesta y embocó su calle; luego giró a la izquierda y entró en la vía de acceso a su casa, tiró del freno de mano y quitó la marcha. Como siempre, el coche tembló unos momentos, resoplando y haciendo que el tubo de escape volviera a chocar con los bajos, y luego se quedó en silencio.
La vivienda era una casa pareada en una tranquila calle residencial, como muchas casas de aquella ciudad, en una cuesta. A través de los árboles que tapaban London Road y la línea de ferrocarril se veían algunas de las elegantes casas y los enormes jardines de Withdean Road, al otro lado del valle. Todas las casas de su calle seguían el mismo diseño básico: de los años treinta, con tres dormitorios y suaves curvas y elementos metálicos art déco que siempre le habían gustado. Tenían un pequeño jardín delantero con una discreta vía de acceso al garaje y un terreno de un tamaño considerable en la parte de atrás.