Grigore le agarró por el cuello de la chaqueta vaquera. Rares forcejeó y se liberó, pero Cosmescu le asestó un certero golpe en la nuca y cayó al suelo, inconsciente.
La mujer se cargó el cuerpo inerte al hombro y, seguida por los dos hombres, se lo llevó por el pasillo y atravesó la puerta doble de la pequeña sala preoperatoria. Lo depositó sobre una camilla de acero.
Un joven anestesista rumano, Divide Barbu, licenciado cinco años antes en una facultad de Bucarest y que tenía un sueldo de 3.000 euros al año, estaba esperándolo.
Divide tenía una espesa mata de pelo negro peinada hacia delante, con un flequillo y una barba de tres días perfectamente cuidada. Con su rostro delgado y bronceado, podría pasar por un profesional del tenis o un actor. Ya tenía la jeringa preparada, cargada con un bolo de benzodiazepina. Sin necesidad de que le dieran instrucciones, inyectó el fármaco en el brazo de Rares, que seguía inconsciente. Bastaría para mantenerlo fuera de juego unos minutos más.
Mientras tanto, aprovecharon para quitarle al joven todas sus ropas e insertarle una cánula intravenosa en la muñeca. Entonces le conectaron una vía con propofol, para asegurarse de que Rares no recuperara la consciencia, pero sin provocar ningún daño a sus preciosos órganos internos.
En la sala de al lado, el quirófano principal de la clínica, un chico de doce años con el hígado tan enfermo que sólo le quedaban semanas de vida estaba ya bajo anestesia y el segundo cirujano se disponía a abrirle. Era un especialista en trasplantes rumano de treinta y ocho años, Razvan Ionescu. En su país de origen Razvan no cobraría más de 4.000 euros al año -o algo más, contando los sobornos-. Trabajando allí, en aquella clínica, ganaba más de 200.000. Al cabo de unos minutos, vestido con una bata de quirófano verde y con gafas de aumento en los ojos, estaría listo para extirpar el hígado disfuncional del chico. Razvan contaba con la asistencia de dos enfermeras rumanas, que colocaron los clamps, y cada paso era supervisado, hasta el más mínimo detalle, por uno de los cirujanos de trasplantes de hígado más eminentes del Reino Unido.
La primera norma de la medicina que este cirujano había aprendido cuando era joven y estaba estudiando, hace muchos años, era: «No hay que dañar nada».
Aquel chico rumano de la calle no tenía una vida por delante. Que muriera aquel mismo día o dentro de cinco años por sobredosis de drogas no cambiaba nada. Pero el adolescente inglés que recibiría su hígado era muy diferente. Tenía talento para la música y un prometedor futuro por delante. Por supuesto, no era función de los médicos jugar a ser Dios, decidir quién vivía o quién moría. Pero la dura realidad era que uno de aquellos dos jovencitos estaba condenado.
Y él nunca admitiría que las 50.000 libras esterlinas libres de impuestos depositadas en su cuenta en Suiza por cada trasplante que efectuaba condicionaban ligeramente su opinión.
67
Poco después de las doce y media -la una y media en Múnich, calculó Grace-, el Kriminalhauptkommissar Marcel Kullen le devolvió la llamada.
Era agradable volver a hablar con su viejo amigo, y pasaron un par de minutos poniéndose al día sobre la familia del policía alemán y sobre los cambios en el trabajo desde la última vez que se habían visto, en verano, en Múnich.
– Así pues, ¿no has tenido más noticias de Sandy? -preguntó Kullen en un inglés forzado.
– Nada.
– Sus fotografías aún están en todas las comisarías, aquí. Pero hasta ahora nada. Seguimos intentándolo.
– En realidad, empiezo a pensar que ya es hora de aflojar -reconoció Grace-. Estoy iniciando el proceso legal para que la declaren muerta.
– Ja, pero yo estaba pensando… Tu amigo, el que la vio en el Englischer Garten. Deberíamos mirar aún, creo. ¿No?
– Me voy a casar, Marcel. Necesito seguir adelante, pasar página.
– ¿Casar? ¿Hay una mujer nueva en tu vida?
– ¡Sí!
– Bueno, pues… ¡Me alegro por ti! ¿Quieres que dejamos de buscar a Sandy?
– Sí. Gracias por todo lo que habéis hecho. Pero no te llamo por eso. Necesito ayuda con otra cosa.
– Ja. Dime.
– Necesito información sobre una organización de Múnich llamada Transplantation-Zentrale GmbH. Creo que a la Policía alemana no le es desconocida.
– ¿Cómo se escribe?
Grace tardó varios minutos, bregando pacientemente con el inglés defectuoso del policía alemán, para indicarle el nombre correcto.
– Lo comprobaré -dijo Kullen-. Yo te llamo, ¿sí?
– Por favor. Es urgente.
Kullen volvió a llamarle treinta minutos más tarde.
– Esto es interesante, Roy. Estoy hablando con mis colegas. Transplantation-Zentrale GmbH está bajo observación por la LKA desde hace unos meses. Hay una mujer al mando, se llama Marlene Hartmann. Tienen relación con la mafia colombiana, con facciones de la mafia rusa, con el crimen organizado en Rumania, con las Filipinas, con China y con la India.
– ¿Qué sabe el LKA de ellos?
– Se dedican al tráfico internacional de órganos humanos. Eso parece.
– ¿Qué acciones se han tomado?
– De momento sólo estamos recogiendo información, observando. La LKA sigue sus pasos, como diríais vosotros. Intentamos conectarlos con delitos específicos en Alemania. ¿Tienes información sobre ellos que yo puedo dar a mis colegas?
– De momento no. Pero me gustaría interrogar a Marlene Hartmann. ¿Podría ir para allá y hacerlo?
El alemán pareció dudar.
– Bueno.
– ¿Hay algún problema?
– Pues… En este momento, según el archivo de seguimiento, no está en München. Está de viaje.
– ¿Sabes dónde?
– Hace dos días voló a Bucarest. No tenemos más información.
– Pero ¿cuando vuelva a Alemania lo sabréis?
– Sí. Y sabemos que va regularmente a Inglaterra.
– ¿Con qué regularidad? -preguntó Grace. Sus sospechas de pronto fueron en aumento.
– Voló de München a Londres la semana pasada. Y también la semana anterior.
– No estaría de vacaciones de invierno.
– Quizá. Es posible -dijo el alemán.
– Nadie que esté en sus cabales viene a Inglaterra en esta época del año, Marcel -dijo Grace.
– ¿Para ver las luces de Navidad?
Grace se rio.
– No me parece que sea de ésas.
Pensaba a toda velocidad. La mujer había estado en Inglaterra la semana anterior, y también la otra. Hacía entre una semana y diez días que tres adolescentes habían sido asesinados para extirparles los órganos. Hasta el fin de semana anterior, a Roy Grace el robo de órganos humanos le había parecido una leyenda urbana. Historias de gente que secuestraba a una chica en un bar de algún país del este de Europa y que luego aparecía en una bañera llena de hielo con un riñón menos. Pero ahora todo aquello parecía mucho más real. Muy real.
– ¿Hay alguna posibilidad de obtener los registros telefónicos de esta mujer, Marcel?
– ¿Las líneas fijas o handy?
Grace sabía que handy era como llamaban en alemán a los teléfonos móviles.
– ¿Ambas?
– Veré lo que puedo hacer. ¿Quieres todas las llamadas, o sólo las realizadas al Reino Unido?
– Las del Reino Unido serían un buen punto de partida. ¿Tenéis pensado detenerla próximamente?
– Ahora mismo no. Quieren seguir vigilándola. Hay otras conexiones de tráfico humano con las que se la relaciona.
– Lástima. Hubiera estado bien poder ver sus ordenadores.
– Creo que en eso podemos ayudarte.