Grace casi podía sentir la sonrisa del Kriminalhauptkommissar al otro lado del teléfono.
– ¿Ah, sí?
– Tenemos una orden emitida por un Ermittlungsrichter para registros telefónicos e informáticos.
– ¿Por quién?
– Es un juez de instrucción. La orden está…, ¿cómo decís vosotros? ¿En la nevera?
– Sí, sin que se entere la otra parte.
– Exactamente. Y sabes que en la LKA tenemos buena tecnología para el seguimiento informático. Creo que tenemos duplicados de toda la actividad informática, incluidos portátiles lejos del trabajo, de Frau Hartmann y sus colegas. Hemos implantado un servlet.
Grace se había informado sobre los servlets gracias a sus colegas, Ray Packard y Phil Taylor, de la Unidad de Delitos Tecnológicos. Podías instalar uno simplemente enviándole al sospechoso un correo electrónico, siempre que lo abriera. Así obtenías una copia de toda la actividad del ordenador del sospechoso.
– ¡Espléndido! -exclamó-. ¿Me los dejarás ver?
– No me permitirán enviártelos, a pesar del tratado de cooperación de la UE; sería un largo proceso burocrático.
– ¿No hay ningún modo de encontrar un atajo?
– ¿Para mi amigo Roy Grace?
– ¡Sí, para él!
– Si vienes, quizá puedo dejar copias accidentalmente… ¿sobre la mesa de un restaurante? Pero sólo para información, ¿entiendes? No puedes revelar la fuente, y no podrás usar la información como prueba. ¿Está bien?
– Está más que bien, Marcel. ¡Eres cojonudo, Marcel!
Grace le dio las gracias y colgó, eufórico.
68
El Subcomisar Radu Constantinescu tenía un bonito despacho en la comisaría de Policía n.° 15 de Bucarest -por lo menos bonito para lo que era habitual en Rumania-. El edificio, de cuatro plantas, había sido construido en 1920, según decía en una placa grabada que había en la pared, y no parecía que hubieran cambiado la decoración ni quitado el polvo desde entonces. Las escaleras eran de piedra desnuda y los suelos estaban cubiertos de un linóleo que crujía. Las paredes, de un verde pastel, estaban agrietadas y llenas de marcas, y de alguna de las grietas caía yeso. A Ian Tilling siempre le recordaba su viejo colegio de Maidenhead.
El despacho de Constantinescu era grande, oscuro y tenebroso, y estaba sumido permanentemente en una niebla azul grisácea de humo de cigarrillo. Tenía un mobiliario austero, con una mesa de madera vieja y sosa, pero casi tan grande como su ego, y una mesa de reuniones de antigüedad indeterminada, rodeada de sillas desiguales. En un lugar destacado, muy alto, bajo el techo manchado de nicotina, estaban los trofeos de caza del policía: las cabezas de oso, de lobo, de lince, de ciervo, de rebeco y de zorro. Otra parte de la superficie de las paredes la ocupaban diplomas y fotografías enmarcadas de Constantinescu con diversos dignatarios, así como un par de fotografías suyas con indumentaria de caza, arrodillado junto a un jabalí muerto en una y con la cabeza de un ciervo macho de gran cornamenta en la otra.
El subcomisario estaba sentado a su mesa, vestido con pantalones negros, una camisa blanca con charreteras trenzadas sobre los hombros y una corbata verde con el nudo aflojado. Se entretuvo un momento en encender un cigarrillo con la colilla del anterior, que luego aplastó -sin apagarla del todo- en un enorme cenicero de cristal rebosante. Varias bolas de papel, que evidentemente no había acertado a encestar en la papelera, yacían desperdigadas por el suelo, junto a la mesa.
Constantinescu tenía cuarenta y cinco años. Era un tipo pequeño y enjuto, de expresión adusta, con el pelo negro como el azabache y unos ojos penetrantes subrayados por unas oscuras ojeras. Ian Tilling lo había conocido cuando era agente y hacía visitas periódicas a Casa lona.
– ¡Aquí está mi amigo, el señor Ian Tilling, miembro del Imperio británico por los servicios prestados a los sin techo de Rumania! -exclamó Constantinescu a través de una nube tóxica de humo azulado-. Porque conoció a la reina, ¿verdad?
– Sí, cuando me dieron el gong.
– ¿El gong?
– Es argot. En Inglaterra llamamos así a las medallas.
– ¡Gong! Muy bien. ¡Tendríamos que tomar una copa! ¡Para celebrarlo!
– Fue hace unos meses.
El subcomisario sacó de debajo de la mesa una botella de whisky Famous Grouse y dos vasos de chupito. Los llenó con un líquido claro y le dio uno a Tilling.
– Spaga -dijo, dejando claro, sin ninguna vergüenza, que le habían dado el whisky a modo de soborno-. Buen whisky, ¿sí? ¿Especial?
Tilling no quería desilusionarle diciéndole que era un whisky sencillo, de mezcla.
– ¡Especial! -¡Por su… gong!
A regañadientes, pero consciente de que tenía que seguir el protocolo, Ian Tilling vació su vaso y el licor le golpeó casi de inmediato en el estómago vacío, lo que provocó que la cabeza le diera vueltas.
El policía posó su vaso vacío sobre la mesa.
– Bueno, ¿y cómo puedo ayudar a mi «importante» amigo? ¡Más importante aún, ahora que Rumania e Inglaterra son socias en la UE!
Ian Tilling colocó las tres series de huellas, los tres retratos robot y el primer plano del burdo tatuaje con el nombre «Rares» sobre la mesa.
Mientras miraba, Constantinescu, de pronto, preguntó:
– Y, por cierto, ¿cómo están las guapas chicas que trabajan para usted?
– Sí, están bien.
– Y la bella Andreea… ¿Aún trabaja para usted?
– Sí, pero se va a casar dentro de un mes.
– ¡Ah! -respondió, agachando la cabeza. Volvió a levantarla, con aspecto de estar decepcionado.
El subcomisario solía pasarse por Casa lona de vez en cuando con un pretexto u otro. Pero Tilling siempre había sabido que el verdadero motivo era que quería charlar con las chicas. Aquel tipo era un mujeriego empedernido, y cada vez que venía trataba de conseguir que Andreea le concediera una cita. Ella se negaba, pero era muy diplomática y lo trataba siempre con educación, dejando un mínimo resquicio de esperanza, aunque sólo fuera para que pudieran contar con su apoyo.
Para centrar la cuestión, Tilling señaló el retrato robot y la serie de huellas, y luego explicó su procedencia. El rumano se distrajo un par de veces con dos llamadas internas, y una con lo que claramente era una llamada personal de su ligue actual, al móvil.
– Rares -dijo, cuando Tilling acabó su explicación-. Rumano, sin duda. ¿La Interpol tiene las huellas?
– ¿Me haría un favor y lo comprobaría usted mismo? Sería más rápido.
– Está bien.
– ¿Y podría enviar copias de estas fotos de los tres chicos a todas las comisarías?
Constantinescu encendió su tercer cigarrillo desde el inicio de la reunión y luego tuvo un acceso de tos. Cuando acabó de toser, se sirvió otro trago de whisky y le ofreció la botella a Tilling, que declinó la invitación.
– Sí, claro. No hay problema.
Volvió a estallar en una tos profunda y convulsiva y, cuando acabó, metió las fotografías y las huellas en un gran sobre marrón y, para decepción de Tilling, las guardó en un cajón de su escritorio.
Por la larga experiencia que tenía Tilling en el trato con aquel hombre, sabía que tenía la costumbre de olvidarse de las cosas muy rápidamente. A veces sospechaba que, cuando algo entraba en aquel cajón, no volvía a salir nunca más. Pero, por lo menos, Constantinescu era un tipo a quien le preocupaba realmente la miseria de los niños de la calle, aunque su motivación real fuera la de intentar llevarse a la cama a las mujeres que se encargaban de su cuidado.
Y, por lo menos, las fotos estaban más seguras en aquel cajón que tiradas por el suelo, echas una pelota, entre aquellas otras bolas de papel tiradas por el suelo junto a su mesa.